¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (19 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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III

M
IÉRCOLES
, 6
DE ABRIL DE
1977

El amanecer le sorprendió como al resto del pueblo: desolado. El sol se levantó sobre la sierra baja, blanqueando las casas y llenando de luz las grietas en los muros, dando nueva vida a los hierbajos en los rincones, a las verduras escondidas aún en las tierras de cultivo, a los animales que traían ruidos nuevos. El sol recolocaba cada elemento, la calle abandonada, la iglesia al fondo, el campanario ahora sí, inacabado a la luz del sol, con los ladrillos mellados. Y el automóvil: el automóvil amarillo olvidado en la entrada del pueblo, de algún viajero que llegó con la noche y que ahora despertaba como el pueblo, sorprendido de sol, de la vasta luz que se descolgaba a través de la fractura del techo y agitaba las partículas de polvo en la habitación, daba relieve a su cuerpo dormido, estirado en el jergón, vestido de calle, con los ojos tapados por un brazo cruzado, cuerpo dormido, todavía.

El amanecer le sorprendió unido al otro cuerpo, al cuerpo pequeño y viejo, la mujer enlazada a su cintura, la cabeza anciana volcada en el pecho de Santos, el olor terroso del pelo que le había entrado durante toda la noche en la boca, provocándole sueños de campo, de grupos de gente que recorre las tierras a la noche, hombres, mujeres, niños, que caminan hacia el horizonte, una sola voz en tantos cuerpos, los pies doblados en la tierra dura, alguien que cae y se desolla las rodillas con una caricia lenta, un niño que se retrasa y al que el padre tendrá que llevar en brazos para no perder el contacto con los que caminan sobre los campos, hacia el punto donde el sol amenaza la noche. Cómo influye el exterior en nuestros sueños, la vida alrededor mientras dormimos, un ruido en la calle que se incorpora a nuestro sueño, alguien que habla en la habitación contigua y nosotros, dormidos, añadimos su voz y sus palabras a nuestro sueño, cambiando incluso el sentido del mismo.

Algún perro, tal vez el mismo de la noche anterior, ladró no muy lejos, rescatando a Julián Santos del sueño. El durmiente se movió levemente, acarició la cabeza de la mujer antes de abrir los ojos, esperaba probablemente despertar no en un pueblo derruido y hasta ayer incógnito, sino en su piso madrileño, el apartamento de la calle Toledo, con Laura apretada contra su cuerpo, el pelo cerca de la boca, el olor a fresco (el olor a antiguo que le despierta, ahora sí, sorprendido). Abrió los ojos de una vez, sin más demora, tragándose la luz del sol hasta el fondo de los ojos. Se sobresaltó al reconocerse durmiente bajo el cielo, sin techo mediante; al descubrir la habitación ruinosa, que no recordaba aún de la noche, desorientado del despertar, el cerebro es lento cuando despertamos, y tarda un rato en diferenciar la realidad de la ensoñación cuyos últimos restos algún viento barre. Sintió también, al despertar, cierto miedo al reconocer a la mujer sobre su pecho, la mujer que tal vez creyó sólo un sueño pero que ahora era tan real, tan llena de carne rígida, helada. Sacudió ligeramente el cuerpo de la mujer, apartándolo con cuidado para no despertarla. La mujer cayó mansa hacia el otro lado de la cama, boca arriba, con la ídem abierta y los ojos vueltos hacia el cielo. Santos acercó la mano a la nariz de la mujer, espió su aliento sin encontrarlo. Muerta. Un escalofrío recorrió a Santos: no tanto por el hecho de descubrir un cuerpo muerto, como por haber dormido junto a él, cuánto tiempo, tal vez una hora, tal vez toda la noche, quizás ella murió en el último suspiro que él creyó principio del sueño, de un sueño no tan definitivo y fatal. Conservamos tantas supersticiones acerca de los cuerpos de los muertos: la inviolabilidad del cadáver, el entierro digno, la preocupación por los cuidados del cuerpo sin vida y, por supuesto, el miedo de que la muerte sea una enfermedad contagiosa, que tocar un muerto, dormir junto a él, nos impregne de muerte, haga nuestro final más próximo.

Santos quedó unos minutos sentado en la cama, con las manos en las rodillas, mirando al suelo, cualquier detalle del suelo sucio para distraer la atención, para evitar el pensamiento que ya le alcanzaba, qué hacía ahí, en ese pueblo en el que no sabía qué buscaba, si es que buscaba algo; cómo había llegado a dormir con esa mujer, por qué sostuvo el engaño o la locura de la mujer, debería haberle dicho que él no era quien ella creía que era, debería haberlo dicho antes de dormir, porque al no decirlo ha permitido un engaño irreparable, la mujer ha muerto engañada, pensando que estaba abrazada a un cuerpo que era otro, tal vez sea mejor así, siempre el engaño es un alivio para quien muere. Santos se levantó por fin de la cama y caminó por el pasillo de la casa, rozando con los nudillos la pared rugosa. Pensaba qué hacer con el cuerpo de la mujer, cómo presentarse en Lubrín y anunciar a la autoridad que había una mujer muerta en un pueblo que todos negaban, nadie le creería entonces, mejor sería dejar a la mujer allí, descomponiéndose al tiempo que la casa, perdida para siempre en el sueño y el engaño.

Al salir de la casa, a la calle encendida de sol, el paisaje resultaba más desamparado aún a la luz: la noche miente, esconde siempre las carencias, las fealdades, las taras, las paredes que a la noche parecen más enteras de lo que lo están en verdad, el pueblo que bajo la luna sólo parecía abandonado pero que bajo el sol resultaba destruido, una colección de ruinas fuera del tiempo. Quedó Santos parado en la puerta, sin salir del todo, mirando hacia la iglesia, al campanario que no llegó a iluminar la linterna y que ahora certificaba parcialmente derruido, con la campana apenas sujeta entre los restos de la construcción. Escuchó en ese momento unas voces débiles y unos pasos que se acercaban por entre las casas. Se retiró hacia el interior del zaguán oscuro, quedó escondido con la espalda pegada a la pared helada de sombra. Escuchó dos voces diferenciadas, voces de mujer que se acercaban a la casa, un hablar cansino, respiración dura al caminar. Pensó un instante, en un pensamiento fugaz, qué diría si le vieran, si descubrieran el cuerpo muerto, si supieran que él durmió con ella, que la engañó o no.

—¡Angelita! —gritó una de las mujeres que Santos aún no veía desde el zaguán donde la voz entró en llamada. Tras unos segundos sin respuesta —la mujer de la casa estaba muerta sobre la cama, no contestaría—, insistió, con voz más alta: «¡Angelita, mujer!»

—Deja —murmuró la otra voz, que también era de mujer—; se habrá ido ya adonde los tomates.

Santos notó cómo se alejaban las dos, sus pasos arrastrados hacia el final de la calle. Esperó unos segundos, en su refugio sombrío, antes de asomarse a la calle, sin salir del todo. Vio a las dos mujeres, que se alejaban en dirección a la iglesia: dos mujeres encogidas, muy envejecidas, tanto como la fallecida, Angelita que duerme la muerte. Las ancianas vestían idénticos delantales de campo, negros, y pañuelos oscuros atados a la cabeza, cubriendo el pelo o la carencia del mismo. Caminaban por la calle, pegadas a las casas de la derecha, buscando ya la sombra tan temprano. Llevaban una cántara grande cada una, y sendas cestas de mimbre. Caminaban con una normalidad desconcertante, como ajenas a la devastación que las rodeaba, tal que cualquier mujer que en cualquier pueblo no derruido se dirigiese a la fuente con una cántara de barro. «Entonces hay más vida en este pueblo —pensó Santos—; la mujer que ha muerto junto a mí, Angelita, no estaba sola y dejada por todos en este pueblo; aquí vive gente, cómo pueden vivir si apenas hay algo en pie, por qué viven aquí, por qué todos niegan que esto existe, que estas mujeres existen, que caminan cada mañana a buscar agua, que se acuestan a la noche para tal vez no despertar.»

Dejó atrás la casa, aturdido de sol, y caminó detrás de las ancianas, a distancia prudencial aún, pegado a las paredes desconchadas. Avanzó en silencio hasta ganar la esquina de la iglesia, donde se escondió para verlas bien sin ser visto. Ellas caminaban con dificultad, cojeando de viejas, deteniéndose a veces para refregar un pañuelo por la frente. Detrás de la iglesia Santos encontró algunas casas más, cuatro o cinco construcciones que formaban un semicírculo a espaldas de la iglesia. Casas igualmente abandonadas, dolidas de tiempo. En el centro del semicírculo, a la sombra de la parroquia, había una fuente de bomba, rodeada de un fino charco de agua y barro. Las mujeres llegaron hasta la fuente, colocaron los cántaros, y se turnaron para sacar algo de agua. La debilidad de las aguadoras, y el óxido que agarrotaba la manija de la bomba, apenas permitían extraer un chorro delgado de agua fresca, que al chocar con el fondo de las cántaras quebraba el aire silencioso de la plaza. Tal vez debería Santos acercarse y ayudarlas para sacar agua, pero primero tendría que dar muchas explicaciones, buenos días, señoras, perdonen que las moleste, llegué anoche buscando este pueblo que existe al fin, he despertado junto a una muerta, qué más da. Mejor esperar, seguir observando a escondidas.

Las mujeres, una vez tuvieron las cántaras medio llenas, cargaron con ellas y siguieron andando, hacia detrás de las últimas casas, donde acababa el pequeño pueblo y se extendían algunos campos mal sembrados. Santos caminó tras ellas, despreocupado ahora de ser visible, buscando el encuentro, hablar para arreglarlo todo. Las mujeres llegaron hasta un pequeño corral, construido con tablas y alambres, donde había una docena de gallinas encerradas. Una de las mujeres, con el agua de las cántaras, fue llenando los bebederos de las aves, mientras la otra recogía los pocos huevos y los metía en el cesto de mimbre. Santos quedó detenido a pocos metros, perfectamente visible, esperando que las mujeres terminaran la faena para presentarse. Por fin, las mujeres recogieron las cántaras casi vacías y el cesto lleno, y salieron del corral. Caminaban mirando hacia el suelo, a sus alpargatas descosidas, y de esta manera pasaron junto a Santos, ignorándole, tal vez sin verle. Santos quedó paralizado unos segundos, sorprendido de su invisibilidad. Extrañado, se acercó y caminó junto a ellas, sin atreverse a abrir la boca, perfectamente visible aunque no lo vieran o fingieran no verlo. Cuando una de ellas, cansada, se detuvo en mitad de la calle, junto a la iglesia, para pasarse un pañuelo de trapo por la frente y el cuello sudados, Santos se colocó justo delante de ella, a menos de un metro, enfrentado ahora sí a sus ojos, pequeños y muy cerrados, que no parecían verle, tan cerca, que parecían mirar a través de su cuerpo, más allá de él, más allá de todo. En los ojos de la anciana, que miraban sin ver, Santos creyó encontrar un brillo sucio, terroso, una nube tal vez de cataratas que provocaran la ceguera en estas ancianas, no así en Angelita, la que quedó muerta en el lecho, y de quien Santos recordaba, entre los párpados cuarteados y estrechos, un brillo todavía fresco, una viveza que no tenían los ojos de las dos mujeres que tenía delante ahora. Comprendió entonces la torpeza de sus movimientos, los pies arrastrados para poder medir las distancias, el caminar pegado a la pared como referencia, el palpar el suelo del corralito buscando los huevos entre la paja. Durante un minuto, mientras la mujer bebía agua fresca de un cazo que la otra le ofreció, Santos quedó estremecido, observado pero sin ser visto: sentía el impulso de tocarlas, de adelantar los dedos para rozar la piel ajada de las ancianas, hacerse tangible a ellas, ya que era invisible.

Por fin las mujeres se pusieron en marcha no sin trabajo, apenas esquivaron a Santos, rozándolo levemente al pasar. Santos quedó quieto, y retuvo el roce de las mujeres, mientras las veía alejarse, sin entender nada: qué tipo de enfermedad posee a estas mujeres, a las que no le ven o no quieren verle, a la que le confundió o fingió confundirle con otro hombre con el que dormir o morir abrazados. Así quedó unos segundos, hasta que, una vez perdidas las mujeres entre dos casas, una nueva voz, cercana, llamó a Santos:

—¡Padre! ¡Padre! —una voz nueva, grave y delicada.

Santos volvió la cabeza, lento, hacia su derecha, poseído por la lentitud que lo mojaba todo en el pueblo, como una gasa de agua que retenía los movimientos, las palabras, los cuerpos o las miradas. En la puerta de una de las casas, tan resquebrajada como las demás, con el tejado hundido y lleno de matojos, una mujer agitaba una mano en saludo.

—¡Padre, qué alegría!

Una mujer que no estaba tan deteriorada como las otras. Aunque oscurecida, no podía tener mucho más de cuarenta años, quizás cuarenta y cinco, aunque prendida en sus formas de un inicio de senectud, el pelo suelto y largo, deshilado pero todavía oscuro, la piel blanca aunque dura, ceñida en un vestido que de gastado apenas retenía el azul original. Santos, como obedeciendo una consigna, levantó una mano y devolvió un saludo torpe. La mujer, gritando en sonrisa («¡Papá, papá!»), comenzó a correr hacia él, con gestos de ilusión difusa, riendo sin gracia, sacudiendo los brazos en aspas, los ojos muy abiertos, tan negros. Santos la veía acercarse, rápida, falta de agilidad en la carrera, hasta que la mujer, sin frenar, cayó sobre él, se abrazó a su cuello y hundió la cabeza en su pecho, temblaba su cuerpo tan pequeño. Santos permaneció con los brazos caídos, sin saber qué hacer, dudaba si corresponderla en abrazo o escapar de ella, de la locura, del pueblo, de la región.

—Qué alegría, padre —la mujer hablaba sin levantar la cabeza, apretada contra el cuerpo de Santos hasta clavarle las costillas, los pechos chicos y duros—; has vuelto pronto... Pensé que te podría ocurrir algo... Cuentan tantas cosas horribles de la guerra... Qué alegría que ya has vuelto.

Santos, sin entender nada, o quizás ahora recorrido por un inicio de entendimiento, leve pero certero, acabó por abrazarla: primero con los brazos mansos, sin apretarla. Después, al sentir el sollozo de la mujer que es niña pero no es, la apretó con las manos cruzadas en su espalda, intentando detener su temblequeo. Pasó una mano en caricia por el pelo de la mujer, por la cara cruzada de llanto.

(con el tiempo sabrás, ya lo descubrirás entonces, que la escena en la que participabas remitía de nuevo a cuarenta años atrás, a un pasado que pocos recuerdan, al mismo día en que marchó Pedro, como otros hombres, en el camión rojo y negro, las mujeres tristes en la despedida. Una niña, la misma que tú apretarías cuarenta años después escondida en cuerpo de mujer, cruzó aquel día la calle corriendo, hasta llegar al hombre que no eres tú pero deberías serlo, el verdadero padre, que dejó la escopeta en el suelo para tomar con los brazos a la niña y levantarla hacia el cielo, no como tú que inicialmente la rechazabas, asustado o confundido. El hombre, el padre que en nada se parece a ti ni con los años, apretó a su hija contra él, riendo, mirando de reojo al camión, los hombres ya subidos casi todos, otros aún despidiéndose de las mujeres.

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