Read ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Online
Authors: Isaac Rosa
Pero además, como en toda esta última parte de la novela debe primar una musiquilla épica, emotiva, de recuperación de la memoria histórica y esas cosas, pues el paisaje se emociona también, y vemos «sierras dobladas por el olvido», «olivares colocados en saludo del que se va», la ciudad «iluminada como en bienvenida», y que sólo unas horas después pone sus calles «ordenadas en adiós», ahí está, el paisaje, sea campo o ciudad, venga a saludar, venga a decir hola y adiós cuando llega y cuando se va. Unas páginas, por cierto, muy motorizadas, con nuestro hombre cruzando en coche media península, atravesando las calles de Madrid y enfilando la carretera hacia la sierra madrileña. Esa forma de pisar el acelerador de su coche se corresponde con la velocidad que la novela viene adquiriendo en los últimos capítulos, y que anuncia el final, el cierre, la resolución, que además debe ser un final alto, de cumbre, y de ahí su ascensión imparable desde el sur hasta las cumbres del Guadarrama
.
Para completar la ambientación del envidiable llanero solitario que cabalga en su automóvil, ponemos un poquito de niebla, que siempre adorna. Una niebla de visibilidad cambiante, pues lo mismo «entraba por la ventanilla abierta» «y desfiguraba el paisaje alrededor», que se transparentaba para mostrar los improbables picachos nevados del Guadarrama o la cruz del Valle de los Caídos (mostrada para permitir un vindicativo paralelismo entre la fosa de Alcahaz y la tumba de Franco, si bien expresada en tonos un tanto patéticos)
.
Apuntamos en este capítulo la recuperación para nuestro abandonado portal de belén de un par de figuras señeras: la viuda, mujer enlutada que huye con el sol, y a la que se imagina en su típica bata china (la misma bata china que vestía el señorito Luque cuando fue sacado de la siesta por Santos, así que el autor debe creer que una bata china es un signo de distinción), y la criada, que además de tener en efecto pechos pequeños como sospechábamos («tibios y sin desarrollar», huy, picarón), aprovecha las ausencias de la señora para, muy en su papel, meter al novio en el piso (cuyos muebles, claro, están tapados con sábanas, como adivinamos en su momento)
.
Quedan por último unas cuantas expresiones cursis. Aparte de las paisajísticas ya descritas, y de un par de desconcertantes guiños populares («la del alba», y «la color», que por cierto ya utilizó páginas atrás), destacan las referencias a la amada, que brilla en la distancia, unas veces con «blancura solar», otras «como fósforo encendido en la noche», y cuya evocación, unida a la frialdad con que nuestro llanero solitario desprecia a la jovencita que aguardaba su vuelta, anuncian el inminente cumplimiento del prometido «Volveré»
.
D
OMINGO
, 10
DE ABRIL DE
1977
En la parte más alta de la sierra, cumbres romas del Guadarrama, la niebla comienza a desliarse de sol, y aparece ahora el paisaje quebrado como recién hecho, los roquedos y pedrizos de arriba que alguien acabara de modelar tras la niebla, duro cincel de sol. A esta altitud, en el límite entre Madrid y Segovia, algunas casas dispersas pueblan la montaña, viejos caserones de veraneo para las familias de hace treinta o cuarenta años, de principios de siglo, ahora muchos de ellos abandonados, alguno derrumbado por las nieves y el viento. En la parte más baja de la sierra se amontonan los chalés de nueva construcción, para el veraneo breve de las clases medias, mientras aquí, en la parte alta, abandonada al nuevo turismo de nieve, apenas quedan restos ruinosos de la grandeza anterior, de los veraneos en los que familias enteras —de buen nombre, se entiende, apellidos con partícula, natural o añadida— subían con los primeros calores y no volvían a la ciudad hasta mediado septiembre. Los ancianos sanarían con el aire limpio, las muchachas darían a su piel el tono rosado que todos reconocerían con envidia en Madrid a su regreso, tras un estío de persianas cerradas y botijo para los muchos que no podían escapar de la ciudad.
Siguiendo las indicaciones que te dio la sirvienta, tardas aún una hora en encontrar la casa, sin mucha prisa, demorado en lo exquisito del paisaje, ganando tiempo para pensar las palabras que dirás a la viuda, ya desarmado de la rabia de la noche anterior. Al final de un camino mal asfaltado aparece la casa, sobre una terraza de piedra que regala una vista amplia de la llanura abajo, la ciudad al fondo, enorme y mal esparcida. La casa, de construcción no muy antigua, tiene dos plantas e imita la arquitectura de las villas suizas en el Tirol, copiada tal vez de cualquier postal, en algún viaje de Mariñas, quizás su viaje de bodas. La casa está rodeada por un jardín algo descuidado, con una rosaleda marchita y un parterre sin barrer donde hay aparcado un viejo Hispano Suiza, de carrocería oscura, ya perdido el brillo, no la elegancia. Aparcas tu coche en la entrada de la finca, y te acercas caminando despacio, mirando las ventanas de la planta alta, en una de las cuales descubres un instante el movimiento de los visillos y acaso una figura que se esconde al verte llegar. Llamas con la aldaba a la puerta de madera, y en seguida abre la puerta la propia viuda, desprovista ahora del luto, vestida con una camisola desahogada a pesar del frío exterior, como una veraneante de playas cantábricas a principios de siglo.
—Buenos días, Santos —te recibe la viuda sin sorpresa, como si hubiera estado esperando tu llegada, probablemente la sirvienta la avisó por teléfono, esta mañana—. ¿Quiere usted pasar?
Ingresas en una inicial penumbra, cálida de fuego de leña, hasta que entras en un salón borracho de luz, con grandes ventanales orientados al paisaje. La casa está amueblada imitando el estilo rústico, con buen gusto y mucho dinero. Aceptas la invitación a sentarte y te acomodas en un sillón de mimbre que cruje discreto. La viuda cierra las puertas de corredera tras ella, y quedáis los dos solos en el salón; ella sirve unas copas de coñac francés sin que tú la solicites, y enciende un cigarrillo con calma. La mujer se sitúa junto al ventanal, vuelta hacia el mirador, fuma con caladas cortas y mueve la copa en círculos en su mano, el licor oscuro que salpica los bordes del cristal.
—Ha durado poco su viaje —dice ella, apenas levantando la voz—. Espero que haya resultado satisfactorio.
—De eso quería hablarle.
—Claro que quería hablarme usted de eso —dice ella, seca, vuelta ahora hacia ti—. ¿De qué sino? ¿Qué otra cosa iba a justificar su prisa en subir a la sierra al amanecer, en presentarse de noche en mi casa sin aviso?
—Tiene razón. Tenía prisa en hablar con usted, y algo más.
—La prisa no es mala, siempre que redunde positivamente en el trabajo que tiene que hacer. Le recuerdo que vamos muy retrasados. Hay unos plazos que usted debía cumplir.
—También quería hablarle de eso.
—¿A qué espera entonces? —levanta la voz, cada vez más crispada.
Quedas callado unos segundos, sin palabras. Son demasiadas cosas que decir y las frases se atoran en tu mente, invadido de repente de tantas imágenes, recuperas a las mujeres de Alcahaz una a una, sus rostros descoloridos; piensas ahora a la viuda de Mariñas, por un instante, como una más de las habitantes del pueblo, también loca, olvidada de todo, soñando el regreso de su marido fallecido.
—Escuche... He hecho algunos descubrimientos que... —te bloqueas de nuevo.
—Perfecto entonces... Cualquier descubrimiento es positivo, si nos interesa.
—¿Recuerda Alcahaz, el pueblo que aparecía en fotografías o cartas, y del que usted no sabía nada?
—Así es. Alcahaz —dice ella, y en la forma neutra en que pronuncia el nombre del pueblo comprendes que ella no sabe nada, porque resultaría imposible que, sabiendo lo que allí pasó, pudiese pronunciar Alcahaz sin un asomo de estremecimiento.
—Es algo que compromete a su marido —dices, prudente ahora—. Se trata de algo que sucedió hace muchos años, probablemente usted no sepa nada. Es algo muy grave, mucho —ahora estás realmente perdido, la inocencia de la mujer te des concierta, la rabia no te sirve, debes elegir palabras que no encuentras—. «Usted sabe que durante la guerra se cometieron muchos desmanes», comienzas, pero notas que en verdad estás utilizando un tono demasiado misericordioso, como justificando ante la viuda el comportamiento de Mariñas. «Su marido no fue ajeno a esos excesos.»
—Ya le dije que mi marido estaba arrepentido de todo lo que pudiera haber hecho en ese tiempo, él había cambiado —interrumpe ella, nerviosa—. En la prensa se contaron muchas cosas, algunas horribles. ¿De qué se sorprende usted ahora?
—Es algo más grave que todo lo que se insinuaba en la prensa. Hubo muchas muertes por culpa... Por mediación de su marido.
—Mucha gente murió entonces, era una guerra —resuelve ella, que quiere acabar la conversación cuanto antes.
—Pero en este caso... Bueno, no fue una acción de guerra propiamente dicha. Fue algo más: una traición, una cobardía, una barbaridad —comienzas a encenderte por fin.
—Puede llamarlo como quiera. ¿Hay pruebas de aquello?
—¿A qué se refiere?
—A si hay alguna prueba de lo que sucedió, algo que comprometa a mi marido.
—Bueno... Pruebas no, no creo que haya pruebas directas... De todo eso hace mucho tiempo, en realidad nunca se pudo demostrar, aunque todos lo supieran.
—Entonces, si no hay pruebas, no entiendo dónde está el problema —la viuda te mira con ojos duros—. Más a nuestro favor, ¿no?
—No me ha entendido. Su marido actuó como un criminal...
—Todo eso pertenece al pasado, no lo olvide. Median cuarenta años y un claro arrepentimiento.
—Se trata de muchos muertos: más de treinta, cuarenta incluso.
—¿Qué le pasa ahora, Santos? ¿De repente siente usted escrúpulos de algo que sucedió hace tantos años?
Abres la boca sin palabra, eliges el silencio a la vista de la actitud de la viuda, que se resuelve agresiva, nerviosa, con los ojos brillantes de una cólera inesperada, de una cólera que proyecta sobre ti pero que no es sólo contra ti, sino contra todos aquellos que atacaron y hundieron a su marido, que forzaron su muerte porque quisieron recuperar algo que nadie recordaba ni quería recordar, para qué.
—Dígame qué sucede ahora. Usted aceptó este trabajo, sabía a lo que se enfrentaba. Lo ha hecho muchas otras veces, no sé por qué ahora no...
—Esos muertos... Hay niños también.
—Usted mismo ha dicho que nada está probado, ¿por qué prefiere creer que mi marido es culpable?
Enmudeces de nuevo. No tiene sentido que intentes explicarle todo a la mujer, ella no entrará en razón. Podrías hablarle de Alcahaz con detalle, de las mujeres que arrastran una demencia de tantos años, de los hombres engañados y ejecutados. Podrías describir con precisión la crueldad, el miedo, el odio, pero ella no escucharía, todo pertenece al pasado, qué importa ya todo aquello, por qué tanto escrúpulo, diría. La viuda ha quedado encogida, sentada en un sillón, mientras retiene el llanto, apretando los dedos en su falda. Entonces, en este momento, las puertas se abren, y los dos volvéis los ojos hacia quien llega. La mujer se vuelve sin sorpresa, soltando por fin el llanto; tú, tampoco sorprendido del todo con mi llegada, tan sólo algo confundido, reconociendo al hombre que lleva una bata fina y fuma un cigarro largo con el mismo gesto que habías visto en las fotografías, escuchando ahora mi voz por primera vez. Empieza la tragicomedia, breve, esperada:
M
ARIÑAS
(con la naturalidad de quien se acaba de despertar)
: Buenos días.
S
ANTOS
(fingiendo una extrañeza que no existe)
:¿Usted?
M
ARIÑAS
: Encantado de conocerle, Santos
(ofrece una mano que Santos descubre caliente, tan viva)
. Supongo que ninguno de los dos deseaba este encuentro, pero no he podido evitar entrar al escucharle.
S
ANTOS
: ¿Cómo lo ha hecho?
M
ARIÑAS
: ¿El resucitar?
(sonríe, grosero de repente en su risa)
. Perdone. Se refiere usted a cómo he fingido mi muerte. No es difícil. El dinero todo lo puede, debería saberlo. Puede incluso matar a los hombres y después resucitarlos.
S
ANTOS
: ¿Por qué... Por qué ha simulado su muerte?
M
ARIÑAS
: Buena pregunta... Supongo que era el momento de desaparecer, y mejor esto que un suicidio de verdad, ¿no? Es más soportable.
S
ANTOS
(enojado, sin furia)
: Es usted muy inteligente. El suicidio otorga grandeza, reafirma la honradez perdida. El culpable no se quita la vida; sí en cambio el arrepentido o el inocente que no puede demostrar su falta de culpa. Después llegarían sus memorias, para que todos se dieran cuenta de su inocencia, del error que cometieron al culparle sin pruebas. Muy hábil.
M
ARIÑAS
: Usted también es inteligente, Santos. Por eso le elegí
(se sienta en el sofá, cruza las piernas, apaga el cigarrillo)
. Por eso seguirá con el trabajo, porque es inteligente. Sabe que tiene mucho que ganar.
S
ANTOS
(fingiendo indignación)
: No quiero ya su dinero, Mariñas.
M
ARIÑAS
(sonríe)
: Claro que lo quiere. Pero antes tiene que protestar un poco, agarrarse a prejuicios morales, no ceder tan rápido. Le entiendo, no crea; allá cada uno con su conciencia.
S
ANTOS
: No me entiende. No sólo abandono el trabajo. Haré que todo se sepa, lo haré público.
M
ARIÑAS
(fingiendo sorpresa)
: Vaya... Usted juega fuerte. Reconozco que tiene ventaja para llegar a un acuerdo que le beneficie. Pero todo se puede negociar. No pretenda hacerse el duro conmigo. Usted sabe que todo se compra, hasta la conciencia más ofendida, que no creo que sea la suya.
S
ANTOS
(desconcertado de repente)
: Usted no me conoce.
M
ARIÑAS
: ¿Adónde quiere llegar? Explíqueme cuál es el problema para hacer este trabajo. Usted lo ha hecho tantas otras veces, conozco no pocas biografías escritas por su mano que...
S
ANTOS
(rotundo)
: No se trataba de criminales.
M
ARIÑAS
: Claro que no. No lo eran después de que usted los presentara con nuevos ropajes. Pero, ¿y antes? ¿No lo eran entonces? Piénselo bien. Puedo acercarme a mi biblioteca y rescatar cualquiera de sus libros: biografías en las que limpia la cara de más de uno que no se estuvo quieto hace cuarenta o treinta o incluso quince años, ¿verdad? También muchos ensayos, discursos, artículos de prensa que usted dejaba que firmasen ciertos hombres que, merced a su escritura, se convertían de repente en protodemócratas. Y no pocos de ellos fueron responsables de represión, más de un muerto silenciado, ¿verdad? ¿Dónde pone usted el listón entonces? Cuarenta muertos no, claro; pero si se trata sólo de uno o dos, entonces sí lo hace, ¿no? Ya ve, sólo tenemos que regatear el número de cadáveres. Usted pone el precio, eso que le concedo. Haga su oferta y negociaremos.
S
ANTOS
: Es usted despreciable. No sé cómo puede hablar con esa frialdad, cómo puede pretender que haga el trabajo después de saber lo que ahora sé. Ni por un momento ha pensado en aquello, ¿verdad? No le importa. Usted está tan arrepentido... Se le olvidó todo, ¿no?
(Mariñas hace un gesto vago de malestar, que su mujer entiende como una seña para dejar el salón, cerrar las puertas dejando allí a los dos hombres extraños entre sí, uno recién llegado de entre los muertos donde nunca estuvo, el otro venido del pasado y la memoria, del olvido.)
M
ARIÑAS
(con fastidio)
: Es usted tozudo. Haga lo que quiera, no me importa. Ande y vaya, cuéntelo todo, que se sepa. Comprobará que a nadie le importa ya. De todo eso hace mucho tiempo. A mí no me afectará otra vez, porque mi memoria ya fue humillada, no pueden hundirme más. Puedo largarme del país, desaparecer. Nadie le creería cuando dijera que estoy vivo. Perderá el tiempo, a nadie le importa ya qué pasó hace cuarenta años, ni siquiera veinte años. Tal vez aparenten asombro, indignación. Pero se olvidarán en seguida. Éstos son los años del olvido, usted lo sabe mejor que nadie. La memoria sobra, es una carga innecesaria. Nadie recuerda nada, porque en verdad nadie quiere recordar. Perderá el tiempo, pero vaya, quédese tranquilo.
S
ANTOS
: ¿Por qué entonces me contrató? Usted sabía que esa farsa de sus memorias exculpadoras no serviría para nada. Aunque yo hubiera seguido con el trabajo, aunque se hubieran publicado, a poca gente le importaría ya si usted fue o no un bellaco. Porque de aquí a un año, cuando aparecieran sus memorias, pocos se acordarían siquiera de que usted fue acusado y se suicidó. Todo esto no serviría para mucho. Para nada.
M
ARIÑAS
: Tiene razón. Pero si pensáramos en la cantidad de cosas que hacemos en nuestra vida y que serán inútiles, no haríamos nada, nos moriríamos de pasividad. Supongo que lo hice por orgullo. El orgullo me ha perdido toda la vida. Me perdió cuando era joven, usted ya lo sabe. Cuando ocurrió aquello yo, además de orgulloso, era joven. Estaba poseído de energía, de ambición. Lo quería todo y pronto, era invencible. Supongo que ese mismo orgullo me llevaba ahora a intentar esta redención. En realidad, no tenía nada que perder. Tal vez era una forma de demostrar, una vez más, el poder del dinero, de mi dinero. Una forma de comprobar si el dinero sirve para todo, para morir y resucitar, como es mi caso ahora, pero también para comprar conciencias, para cambiar la historia y disolver la memoria. Usted me demuestra que no. Eso ya es un consuelo al final de la vida, ¿no?