Paciente cero (11 page)

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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

BOOK: Paciente cero
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—Oh no, Sebastian…, hace mucho tiempo que pasamos esa fase. Lo que estás viendo es la generación siete del patógeno Seif al Din. Hemos superado casi todas las barreras sintomáticas.

Gault agitó la cabeza y miró al sujeto y luego al gran reloj de la pared.

—Siete… ¡Jesús! ¿Cuándo comenzó la infección?

—Justo antes de que yo fuese a verte.

Gault se pasó la lengua por los labios.

—Eso fue… ¿cuándo? ¿Hace una hora?

Ella sacudió la cabeza.

—Menos. Cuarenta y siete minutos, y creo que podemos reducirlo aún más. Ese ritmo solo se basa en la inyección; hemos añadido un nuevo parásito a las glándulas salivares, por lo que la infección por mordisco es mucho más rápida, cuestión de minutos. Cuando lleguemos a la generación ocho deberíamos haberlo reducido a segundos.

La criatura sacudió la cabeza como un animal que se quita de encima una mosca que le está picando. Los trajes para materiales peligrosos evitaban que el sujeto los oliese o los oyese, que eran dos de los desencadenantes de respuesta más significativos; sin embargo, este se estaba poniendo nervioso al verlos. Sin el olor o el sonido humano eso no habría ocurrido con generaciones anteriores. Gault movió la mano para probar, para ver si la criatura lo seguía.

De repente arremetió contra él.

Sin avisar y sin dudarlo ni un solo momento se lanzó hacia Gault saltando sobre el frío suelo de metal de la zona de exposición, con las manos como si fuesen garras agarrando el aire mientras intentaba cogerlo. Gault gritó y se echó hacia atrás, pero sacó la Snellig y disparó las pequeñas flechas al pecho desnudo del monstruo. Pulsó el activador con el pulgar y mandó una descarga de setenta mil voltios al depredador infectado.

El sujeto soltó un rugido como un puma, fuerte y lleno de odio, pero cayó al suelo y adoptó una posición fetal retorciéndose a medida que la corriente lo electrocutaba.

—¡Ya basta! —oyó gritar a Amirah, y entonces Gault soltó el botón. Respiraba agitadamente y el corazón le iba a mil por hora. Amirah sonrió al salir de detrás de la pantalla de plexiglás—. El nuevo parásito ha aumentado la agresión predatoria al menos en un cincuenta por ciento y empieza mucho antes. Aunque el mordisco no fuese mortal la infección se extendería en minutos y empezaría a reducir la función cognitiva. En casos de mordeduras más graves o en caso de que hubiese otras heridas traumáticas, la infección se extenderá exponencialmente más rápido.

—¡Podría haberme matado! —le soltó Gault rodeándola y apuntándola al pecho con la Snellig. En un momento de ofuscación estuvo a punto de apretar el gatillo.

Pero ella seguía sonriendo y sacudiendo la cabeza.

—Venga, no seas tan rancio. —Utilizó la punta de una bota para levantar el labio superior de la criatura. Gault vio que las pálidas encías estaban lisas. Amirah dijo—: Hice que le sacasen los dientes para preparar la demostración. No soy idiota, Sebastian.

Gault no dijo nada durante un momento. Tenía la mandíbula encajada y estaba enseñando los dientes, como si estuviese emitiendo un gruñido salvaje igual que había hecho el sujeto. Luego, poco a poco, se obligó a calmarse. Primero relajó la cara y fue irguiendo el cuerpo, que hasta entonces estaba encogido en posición de defensa.

—¡Maldita sea, podrías haberme avisado! —Pero no habría sido tan divertido.

—Dios, eres una puta sádica —dijo, pero ahora también estaba sonriendo. Era una sonrisa totalmente artificial, pero hizo que pareciese convincente, mientras pensaba: Pronto vas a pagar por esto, querida.

O bien Amirah no se daba cuenta de lo realmente enfadado que estaba o bien no le importaba. Además el traje protector le cubría la mayor parte de la cara. Entonces ella miró el reloj de pared y luego volvió a su consola de control y se sacó la capucha.

—La nueva secuencia hormonal tiene otro efecto maravilloso —dijo mientras pulsaba algunas teclas. Se escuchó un fuerte crujido metálico cuando los paneles de acero volvieron a deslizarse sobre el suelo. Pulsó otro botón y cuatro secciones curvas de cristal reforzado de dos centímetros y medio de espesor surgieron del suelo. Sus lados encajaban y solo se veía una ligera juntura. Las paredes de cristal sisearon al subir hasta que alcanzaron un gran riel circular en el techo. Cuando los bordes superiores se deslizaron en los rieles se escuchó otro traqueteo y las paredes dejaron de moverse. Amirah miró el reloj de pared durante todo ese rato. El sujeto yacía en el centro de una gran jarra de cristal y acero.

—Espera —murmuró mientras los contadores digitales marcaban los segundos—. Debería ocurrir ahora. La generación siete es extraordinariamente rápida.

De repente la criatura abrió los ojos y retiró los labios para emitir un bramido de odio animal. La barrera no traspasaba el sonido, pero aun así Gault se sobresaltó. Luego parpadeó, miraba del sujeto al reloj y a la inversa.

—Espera… —dijo—. Eso no…

Los hermosos ojos oscuros de Amirah brillaban de placer.

—El tiempo de reanimación es ahora de menos de noventa segundos.

Se sacó la capucha y la tiró sobre una consola cercana.

—Dios… —dijo casi sin aliento, mirando fijamente al monstruo.

—Si te preocupaba que los estadounidenses pudiesen coger a uno de nuestros sujetos para investigarlo, ahora ya no importa. Pueden quedarse con todos los sujetos que ya hemos enviado…, pero cualquier medida preventiva que diseñen estará basada en la generación errónea de la enfermedad.

Ella se acercó y colocó la palma de la mano sobre el cristal y, aunque el sujeto se lanzó contra ella y aplastó la cara contra la pared interior de la pared, ella ni se inmutó. Miraba a aquel sujeto con adoración.

Gault se puso a su lado. El sujeto seguía golpeando el cristal; su cerebro infectado no era capaz de procesar el concepto de transparencia. Aunque no pudiese olerla, sabía que su presa estaba allí. Era lo único en lo que podía pensar.

Con la voz un tanto sobrecogida, Amirah susurró:

—Una vez soltemos a estos nuevos sujetos entre la población, la infección se extenderá y será incontrolable. No podrán adelantarse.

Gault asintió lentamente, pero su mente funcionaba a la velocidad de un rayo, poniendo en contexto todo lo que había visto y todo lo que Amirah le había dicho. Le costó mucho ocultar en su expresión lo que le producía todo aquello.

—Esto es imparable —dijo Amirah con voz de depredador—. Podemos matarlos a todos.

—Bueno, bueno —dijo él abrazándola—. No perdamos la perspectiva. No queremos matarlos a todos, querida. ¿Qué ganaríamos con eso? Solo queremos hacer que todos estén muy, pero que muy malitos.

Le acarició un pecho a través del traje protector.

Ella no dijo nada, pero Gault la vio girarse como para mirar a alguna pantalla y estaba seguro de que intentaba ocultar su expresión.

—Me dijiste que siguiese con la investigación para mejorar el modelo. ¿Qué esperas que haga con todo lo que he desarrollado? ¿Destruirlo sin más?

—Sí, claro que sí, joder —dijo, pero luego se detuvo, frunció los labios y pensó; luego se le ocurrió algo—. En realidad… espera un momento.

Ella se dio la vuelta para mirarlo. Estaba dolida y su rostro expresaba sospecha.

—¿Qué?

—Tengo una idea maravillosa —ronroneó—. Creo que ya sé cómo utilizar tu nuevo monstruo. Oh, sí, esto es jugoso y delicioso.

Sin dejar de fruncir el ceño, dijo:

—¡Dímelo!

—Pero antes tienes que prometerme que solo lo utilizarás tal y como yo sugiera. En realidad no podemos soltar esta generación del patógeno. Nunca. Entiendes eso, ¿verdad?

Ella no dijo nada.

—¿Lo entiendes? —repitió lentamente haciendo hincapié en cada sílaba.

—Sí, sí, lo entiendo. A veces te comportas como una viejecita, Sebastian.

—Corazón… queremos comprar el mundo, no enterrarlo.

Amirah contó hasta tres y luego asintió:

—Por supuesto —dijo—. Solo quería que vieses lo que podíamos conseguir. Hemos creado una nueva clase de vida, un estado de existencia totalmente nuevo. La «no vida».

Él se echó hacia atrás y la miró con su sinuosa sonrisa congelada en la cara.

No vida.

Dios todopoderoso, pensó.

—Venga, cuéntame tu idea —dijo saliendo del caparazón de sus conmocionados y frágiles pensamientos—. ¿Cómo puedes utilizar mi nuevo patógeno para ayudarnos en nuestra causa?

Y, de repente, Gault abandono su ensueño y su estupefacción y se encontró de nuevo en el presente. Había dicho causa, no programa. Ni esquema, ni plan. Causa. Una elección de vocabulario muy interesante, amor mío, pensó él.

Así que se lo contó y observó la reacción de su cara mientras escuchaba; prestó especial atención a los músculos de alrededor de los ojos y a la dilatación de sus pupilas. Lo que vio le dijo mucho. Quizá demasiado. Aquello le enorgullecía, aunque también le dolía. Cuando hubo terminado su rostro estaba empapado de una terrible luz.

Amirah se acercó a él y lo rodeó con sus brazos. Permanecieron abrazados ignorando los absurdos trajes de PVC.

—Te quiero —dijo ella.

—Yo también te quiero —le respondió él, y era cierto.

Y cuando esto haya terminado puede que tenga que alimentar a una de tus mascotas contigo, pensó él. Y también lo decía en serio.

22

Balkh, Afganistán / Cinco días antes

1

La ciudad de Balkh, situada al norte de Afganistán, fue en su día una de las ciudades más importantes del mundo antiguo. Ahora, aun con una población que superaba los cien mil habitantes, la mayor parte de la ciudad estaba en ruinas. Allí nació el profeta iraní Zaratustra y durante siglos fue el centro del zoroastrismo. Ahora, como gran parte de Afganistán, se debatía entre la pobreza y la desesperación, con algunos escasos puntos de música, color y risa de niños demasiado jóvenes para entender la realidad de la vida que les esperaba.

Al sudeste de la ciudad está el pequeño pueblo de Bitar, atrapado, cual nido de águila, en los peñascos puntiagudos de un paso de montaña. Solo se podía acceder a la ciudad subiendo un camino serpenteante y el camino de bajada era incluso peor. Los camellos podían recorrerlas porque son obstinados, pero incluso ellos resbalaban de vez en cuando. En Bitar viven ochenta y seis personas, la mayoría de ellos padres cuyos hijos han muerto luchando, bien con los talibanes o bien contra ellos; otros se marcharon a trabajar a los campos de amapola y nunca regresaron. Pocos de los niños pequeños que hay caminan más de once kilómetros para ir a la escuela. Solo hay treinta camellos en todo el pueblo. Los pollos están en los huesos. Solo las cabras parecen fuertes, pero son de una raza resistente que se utiliza para muy pocas cosas. La gente bebe agua de un pozo que huele a orina de animal y a sal vieja.

Eqbal tenía dieciséis años y sus padres todavía no lo habían perdido en los campos de amapola ni en las guerras. Eqbal estaba destinado a servir a Alá a través del servicio a su familia. Estaba seguro de que su identidad qawn era ser granjero y que de esa manera preservaba las costumbres antiguas y se proporcionaba un futuro. A pesar de la guerra y de los conflictos, Eqbal creía en el futuro y para él estaba lleno de promesas. Las guerras pasan, pero Afganistán, bendecido por el amor de Alá, sobrevive.

Cada mañana Eqbal se levantaba con el sol, se lavaba, se ponía ropa holgada, se colocaba un sombrero kufi y se preparaba para rezar las primeras oraciones del día, siguiendo los precisos requisitos de salat: primero de pie, luego arrodillado y finalmente postrado en postura de humildad ante la gracia y la majestuosidad de Dios.

Aunque era un hombre joven con pocas complicaciones de fe y una persona que se había dedicado a los rigores sencillos de la vida en la granja en el polvoriento desierto, Eqbal no era un joven simple. Mientras se ocupaba de sus rebaños o hacía tareas en la granja a menudo estaba inmerso en complejos pensamientos. A veces intentaba descifrar los pasajes del Corán y otras comprender las complejidades de atender el parto de una cabra sin perder ni a la madre ni al hijo. No pensaba rápido pero sí en profundidad y cuando llegaba a una conclusión solía ser correcta.

De haber vivido, probablemente Eqbal se habría convertido en el jefe del pueblo y, probablemente, en un hombre respetado. Pero Eqbal no sobrevivió. Eqbal no llegaría a su diecisiete cumpleaños, para el que faltaban ocho días.

—¡Eqbal! —gritó su padre, que estaba postrado en la cama con un tobillo roto—. ¿Cómo va esa cabra?

El joven estaba en cuclillas sobre la cabra preñada, que gritaba de dolor mientras Eqbal metía las manos dentro del canal de parto e intentaba girar a la cría. El resto de las cabras se contagiaron de su nerviosismo y el aire era un bombardeo continuo de bufidos y balidos. Eqbal tenía las manos rojas de la sangre y las mucosidades, y el sudor hacía que su rostro brillase mientras trabajaba con el ceño fruncido con sus hábiles dedos a lo largo de las pequeñas piernas de la cabra nonata.

—¡Creo que la tengo, padre! —gritó cuando las puntas de sus dedos encontraron la extensión suave del cordón umbilical—. Tiene el cordón enrollado en las patas traseras.

Oyó el ruido de una muleta cuando su padre se acercó, arrastrando los pies, a la ventana abierta.

—Ahora ve despacio, chico. A la naturaleza no le gustan las prisas.

—Sí, padre —dijo Eqbal. Era una de sus frases favoritas y encajaba con el lento proceso de pensamiento y de acción que hacían de Eqbal el digno hijo de su padre. Para un granjero, la paciencia era tan valiosa como las semillas y el agua.

Agarró con un dedo el cordón y con cuidado, muy despacio, tiró de él y lo pasó por encima de las patas de la cría; luego palpó el interior para asegurarse de que no había ninguna otra obstrucción. Con mucho cuidado empujó a la cría para girarla en el interior de su madre, que seguía balando y gritando.

—Está libre, padre.

—Entonces apártate y deja que ella haga su trabajo —le aconsejó su padre, y Eqbal levantó la mirada para ver su rostro en la ventana. Él también estaba empapado en sudor. El dolor de su pierna rota, destrozada en una terrible caída por el barranco, se reflejaba en las líneas de su rostro. Tenía mal color, pero le estaba sonriendo a su hijo mientras este sacaba lentamente la mano de la cabra y se sentaba para observar.

El balido de la cabra cambió de tono cuando el bebé empezó a deslizarse por el canal de parto. Todavía era de dolor, pero ahora la cabra no parecía desesperada, solo cansada y dolorida.

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