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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (54 page)

BOOK: Paciente cero
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En ese momento fue cuando Audrey Collins, la mujer del vicepresidente, se puso a hablar en defensa de la causa de los infectados. Collins era una mujer delgada, de cara pequeña y ojos de un azul intenso, y a pesar de tener tres costillas rotas, se las arregló para reunir la suficiente fuerza como para tomar una posición de mando en el conflicto.

—Va a bajar su arma, agente, o le juro por Dios que me aseguraré que sobre usted caiga todo el peso de la ley.

Grace bajó del podio y Dietrich se giró y levantó su arma para cubrir al senador júnior infectado. Grace dijo:

—Señora, tiene que tranquilizarse y dejarnos hacer nuestro trabajo.

Collins la interrumpió.

—¿Sabe quién soy yo?

—Sí, señora, sé quién es usted y sé perfectamente que su marido me puede encarcelar, deportar y probablemente poner delante de un muro y disparar…, pero ahora mismo estoy intentando salvar la vida de la mayoría de las personas de esta habitación y probablemente de todos los ciudadanos de este país. Si interfiere o me impide hacer lo que tengo que hacer, le daré una patada en el culo.

—No se atreverá.

Grace se acercó un paso más y la salvaje mirada de sus ojos era tan feroz que las personas situadas detrás de la esposa del vicepresidente fueron separándose hacia atrás, dejando a la mujer sola ante Grace.

—Señora, si hace algo, cualquier cosa para intentar detenerme, la pondré contra la pared con ellos. Créame, no querrá que haga eso.

—Señora —dijo Rudy, acercándose a Grace—. Le ruego que escuche.

—Espere un momento, comandante —dijo Brierly, apareciendo al otro lado de Grace—. Todos estamos asustados.

El resto de los agentes del destacamento presidencial se agruparon con aire indeciso alrededor de la señora Collins. Brierly los había informado e incluso les había comunicado la decisión del presidente sobre la cadena de mando del equipo. La voz del presidente tembló de rabia y miedo pero había sido claro: Grace Courtland estaba al mando. Aun así, las amenazas a su superior estaban en contra de toda su formación.

—Nadie está más asustado que yo —dijo Grace, pero sus ojos se clavaron en la esposa del vicepresidente—. Aunque esto no es algo en lo que pueda dar marcha atrás. Ya lo sabe.

Bunny se colocó a la derecha de Grace adoptando un buen ángulo de tiro hacia los agentes presidenciales.

—¿Señora Collins…? —imploró el senador júnior.

Audrey Collins, aparte de estar casada con el vicepresidente, era una política de carrera por derecho propio y estaba acostumbrada a dar órdenes más que a recibirlas. Pero a pesar de sus bravuconadas, no estaba loca. Despegó su mirada furiosa de Grace y miró al joven senador y cambió su expresión de enfado por una lamentable preocupación.

—Haga lo que la comandante dice, Tom —dijo al asustado congresista—. Todo irá bien.

Se volvió hacia Grace y la mirada que ambas compartieron ponía de relieve que nada iba a ir bien. Ahora no y tal vez nunca.

—Si se equivoca en esto —dijo la señora Collins—, yo…

—No me equivoco —interrumpió Grace. Entonces, suavizó su propia expresión y dijo—, gracias.

—Que te den —dijo la esposa del vicepresidente.

Grace estuvo a punto de sonreír, pero entonces alguien gritó.

—¡Dios mío! ¡Le está mordiendo!

Todo el mundo se volvió hacia la pared, donde la presentadora de la filial local de la ABC estaba encorvada sobre el cuerpo inconsciente de un turista con camisa hawaiana. La presentadora, una pequeña rubia menuda, de uñas esculpidas y zapatos de Prada, estaba mordiendo el brazo del turista.

—No —dijo Bunny—. Venga… ¡no!

—Que Dios nos ayude —dijo Grace y levantó la pistola.

Lo que ocurrió a continuación fue inenarrable.

116

Centro de la Campana de la Libertad / Sábado, 4 de julio; 12.12 p. m.

No había tiempo para pensar. Le pegué un tiro en la cabeza al agente y me puse de rodillas antes de que cayese al suelo, y corrí en dirección al grito. Aquel no era el grito de gato en plena caza de un caminante…, estaba impregnado de terror humano. Solo esperaba que no fuese su último grito.

A la mierda la precaución. Eché a correr. Atravesé una sala tras de otra. En dos ocasiones se abalanzaron sobre mí figuras de rostros blancos saltando de entre las sombras y en ambas ocasiones las abatí de un solo tiro sin dejar de correr. Todavía podía oír voces detrás de mí. Top y Skip me estaban llamando. Eran lo suficientemente inteligentes como para seguir el rastro de cuerpos.

La primera dama volvió a gritar, justo delante de mí, al otro lado de una puerta cerrada.

Derribé la puerta de un salto arrancándole las bisagras. La puerta cayó sobre un caminante y lo aplastó. Entré dando un salto en la habitación y analicé el escenario antes de caer agazapado en posición de combate.

La primera dama estaba acurrucada en la esquina de un cubículo de oficina. Su destacamento del Servicio Secreto había sido masacrado. Solo quedaba un agente y había un grupo de siete caminantes intentando atacarle. El agente estaba sangrando debido a docenas de mordiscos y su rostro estaba blanco de dolor y de pánico. Dos de los caminantes eran los agentes que faltaban; el resto eran empleados del Centro de la Campana de la Libertad. No había rastro de Ollie ni de O’Brien.

Abrí fuego y le di a uno de los caminantes en la nuca. Cayó de espaldas y con él cayeron otros dos.

—¡Ayuda! —gritó la primera dama—. ¡Por el amor de Dios, ayúdenos!

Los caminantes que tenía más cerca se giraron al escuchar el tiro y corrieron hacia mí. Le disparé a uno, pero entonces se oyó una explosión a mis espaldas y el caminante que tenía a mi derecha salió disparado hacia atrás con un agujero en la sien.

—¡A tus seis! —oí gritar a Top y luego él y Skip empezaron a disparar al grupo de caminantes, cada uno desde un flanco. Top disparaba dos veces y primero les plantaba una bala y luego otra en la cabeza. Los tiros de Skip eran más aleatorios y le daba a los caminantes una y otra vez en el cuerpo, desperdiciando las balas.

—¡A la cabeza, joder! —le gritó Top mientras se ocupaba de un caminante que corría hacia Skip por su izquierda.

El agente del Servicio Secreto que quedaba disparó su última bala, un tiro salvaje que estuvo a punto de alcanzar a Top. El último caminante se abalanzó sobre él haciéndolo caer en el interior del cubículo, a los pies de la primera dama. Ella gritó pero, a continuación, cogió un portátil de la mesa y lo utilizó para golpear en la cabeza al caminante. Nadie podía disparar porque ella estaba demasiado cerca y estaba atacándolo con todas sus fuerzas, ya que su miedo se había convertido en furia. El caminante se puso a temblar y luego cayó al suelo y dejó de moverse. Debajo de él estaba el agente, que gruñó y le tendió a la primera dama una mano implorante.

—¡Roger! —dijo ella y se acercó.

—¡No! —grité yo y corrí a separarle la mano de un manotazo—. ¡No lo haga! Está infectado.

De repente la sala estaba en silencio, pero no era un silencio natural. El único sonido que se escuchaba era el doloroso quejido de Roger, el agente herido.

—Lo siento, señora —dijo él pronunciando aquellas palabras con dificultad.

La primera dama me miró.

—¡Ayúdenle, por el amor de Dios!

Yo me puse entre ella y Roger, me agaché y le ofrecí mi mano izquierda. Él cerró la suya en torno a la mía con una desesperación feroz, como si fuese una línea de vida que pudiese sacarlo del infierno.

—Escúcheme —le dije con voz suave—. ¿Se llama Roger?

—Agente… Roger Jefferson.

—Yo me llamo Joe Ledger. Escuche, Roger… ha habido un brote. Una plaga. ¿Lo entiende? Salió de la Campana de la Libertad. Eso es lo que les ocurrió a sus hombres. Uno o más de ellos debieron de estar expuestos. Eso… cambia a la gente.

Volvió a asentir.

—Yo… lo vi. Barney, Linus… todos ellos. Dios…

—Lo siento, tío.

—¿Y ella…? —preguntó girando la cabeza buscando a la primera dama, pero creo que ya no la podía ver.

La primera dama puso una mano sobre mi hombro y se inclinó.

—Roger, estoy aquí.

—¿Está… está usted…?

—Estoy bien, Roger. No les dejaste cogerme.

Roger sonrió y se le cerraron los ojos, pero seguía agarrándome con fuerza. Susurró algo que tuve que acercarme para oír.

—Capitán —advirtió Top.

Roger dijo:

—He visto… cómo funciona. —Le salía sangre por las comisuras de los labios—. Haga… lo que tenga que hacer.

—Lo haré —prometí—. Puedes estar tranquilo, Roger. Has salvado a la primera dama.

Con sus últimas fuerzas esbozó una sonrisa temblorosa.

—Todo… es parte del trabajo. —Intentó reírse, pero no tenía fuerzas suficientes y se desplomó.

—Salid de aquí —le dije a Top—. Ahora mismo.

—¿Qué quiere decir? —dijo ella en tono de protesta al ver a Top acercarse—. No podemos dejarle aquí sin más.

—Señora —dijo Top—, ya ha visto lo que ocurre. Dejemos que el capitán haga lo que tenga que hacer. Es lo mejor… es lo mejor para Roger.

—Top… ¡sácala de aquí ahora mismo!

La primera dama se irguió y, aunque tenía la cara empapada en lágrimas, salió con gran dignidad. No había votado a su marido, pero Dios, admiraba a aquella mujer.

Cuando hubieron salido de la habitación, me zafé de la mano de Roger. Agarré un cojín de la silla más cercana y se lo puse encima de la cara. Fue cuestión de segundos. Sentí el primer tic, puse el cañón de mi pistola contra el cojín y disparé. Quizá lo hice porque el cojín amortiguaría el tiro y lo haría más fácil para la primera dama, o quizá era porque cubriría su rostro y le garantizaría una pizca de dignidad. O quizá porque yo no podía soportar ver a otro hombre bueno convertirse en una cosa de esas. Probablemente por las tres razones.

Me puse de pie y miré a Skip. El joven marine no me miró a los ojos. Simplemente se dio la vuelta y yo lo seguí fuera del cubículo hasta la habitación contigua. La primera dama estaba sentada en una silla de oficina de cuero y Top le había traído un vaso de agua de una nevera cercana. La estaba bebiendo a sorbitos y cuando me vio simplemente me miró con una expresión indescriptible.

La oficina era grande y parecía ser el departamento de Artes Gráficas del centro: había mesas de trabajo, carteles publicitarios en las paredes y máquinas para imprimir carteles. De esa sala principal salían dos oficinas y ambas tenían la puerta entreabierta. Acababa de abrir la boca para ordenarle a Skip que echase un vistazo cuando dos figuras salieron de las sombras de la oficina que estaba a mano izquierda. Entraron con paso rápido y pistolas en la mano.

Eran Ollie Brown y el agente especial Michael O’Brien.

117

Grace / Cámara de la Campana de la Libertad / Sábado, 4 de julio; 12.13 a. m.

—¡Comandante, cuidado! —gritó Bunny, y Grace se giró justo cuando la presentadora de las noticias del Canal 6 saltaba sobre ella desde el podio. La presentadora tenía la piel blanca como la cera, y los ojos redondos y vacíos como monedas de plata, pero gruñía de hambre mientras se abalanzaba en busca del cuello de Grace.

—¡Maldita sea! —gritó Grace y le disparó dos veces a la mujer en la cara. La sangre salpicó a las tres figuras que subían los escalones detrás de ella.

—¿Qué demonios está haciendo? —gritó la señora Collins, e intentó agarrar el brazo en el que Grace llevaba la pistola. Consiguió hacer que lo bajase y el siguiente tiro levantó un trozo del suelo de mármol, la bala rebotó y le hizo un agujero rojo en el muslo al embajador canadiense. El embajador cayó tendido con un grito de dolor y, de inmediato, dos de los caminantes saltaron del podio sobre él. Grace forcejeó con la mujer del vicepresidente que, sorprendentemente, tenía muchísima fuerza y al final tuvo que soltar la mano derecha y darle un golpe en un lateral del cuello. Aquello hizo caer a la mujer de rodillas y Grace pudo liberarse a tiempo para enfrentarse al tercer caminante, que corría hacia ella. Le pegó dos tiros y el cadáver se detuvo a pocos centímetros de la señora Collins.

La Cámara de la Campana era un auténtico pandemonio, ya que los infectados que entraban en coma se despertaban instantáneamente como caminantes y atacaban a la muchedumbre. Incluso con las advertencias que Grace, Brierly y Rudy les habían dado sobre la naturaleza de la infección, los quince agentes del Servicio Secreto que quedaban titubeaban, dudaban, incapaces de abrir fuego sobre ciudadanos, congresistas y dignatarios.

Bunny apartó a la fuerza a un agente medio mareado cuando un periodista del Daily News estaba a punto de atraparlo. El fornido sargento estiró una mano y cogió al caminante por el cuello, enterró la pistola de polímero que había tomado prestada contra la cabeza de la criatura y disparó. Tiró el cadáver delante de un segundo caminante y también lo mató, pero luego vinieron hacia él seis más y cayó de espaldas arrastrando al perplejo agente con él.

—¡Dispare, maldita sea! —gritó Bunny y el agente pareció despertar de su estupor. Encontraron un trozo de suelo despejado y ambos se pusieron de pie y abrieron fuego. A Bunny le quedaban cuatro balas y las utilizó todas; el agente gastó un cargador entero para abatir a un solo caminante.

Aquello dejó a dos todavía en pie. Bunny se adelantó y le dio una patada en el estómago al que iba delante y, cuando el caminante se dobló, se arqueó hacia arriba y dejó caer el puño cerrado con todas sus fuerzas sobre su nuca. El caminante cayó sin control, como si no tuviese huesos, pero su compañero seguía acercándose. Estaba a tres pasos de él cuando vio como un tiro le volaba la cabeza. Al girarse, Bunny vio al agente. Ya había recargado su pistola, echaba humo y la tenía agarrada con las dos manos.

Detrás de ellos estaba Rudy con un asta de bandera en la mano situado entre el grupo de girl scouts agazapadas y un caminante con camisa hawaiana con tucanes dibujados. El caminante dio un paso hacia delante, pero entonces se agachó al ver el movimiento del asta. Rudy frunció el ceño. Había visto todas las cintas de los enfrentamientos del DCM con caminantes y recordó que nunca se acobardaban, nunca esquivaban nada. Carecían de capacidades cognitivas para hacerlo y ni siquiera sus reflejos ilógicos incluían ninguna reacción defensiva. Y aun así este lo esquivó, dos veces.

Y estaba sonriendo.

Señaló con un dedo encorvado a las niñas que había detrás de Rudy y entonces hizo algo que el resto de los caminantes no pueden hacer. Habló.

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