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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (57 page)

BOOK: Paciente cero
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Entonces le di una patada en la cara y me puse de pie otra vez.

Tenía la espalda contra la pared y él estaba entre cualquier arma que pudiese coger y yo. Se levantó despacio, con la cabeza baja, los hombros encorvados y las manos estiradas hacia delante. Este hijo de puta sabía pelear de verdad. Sin reglas, solo reaccionar y destruir. Igual que yo.

Detrás de él podía ver partes de la pelea que estaba teniendo lugar tras la mesa: piernas, brazos y un montón de palabrotas. No tenía ni idea de quién iba ganando.

El Mujahid me acechaba, cortándome el paso a derecha y a izquierda, intentando arrinconarme en la esquina. La esquina es un lugar bastante bueno contra la mayoría de los adversarios, ya que te da muchas opciones cuando no puedes escapar; pero con un guerrero como este era una trampa mortal.

Me lanzó una mirada lasciva y mordió el aire castañeteando los dientes.

—Creo que te arrancaré un bocado —dijo, entonándolo para que sonase como un chiste. Pero a mí no me hacía gracia.

Todavía escuchaba disparos y gritos procedentes de la Cámara de la Campana. Aquello debía ser una batalla campal. ¿Habría sobrevivido Grace o ya habría caído? ¿Se levantaría convertida en uno de esos caminantes mecánicos o como un nuevo monstruo mejorado y pensante como el que tenía yo delante?

¿Qué harían Church y el presidente? ¿Dejarían que toda la gente que estaba en el Centro de la Campana de la Libertad se matasen los unos a los otros y luego le prenderían fuego al lugar? ¿Podía arriesgarse el presidente a hacer otra cosa, aunque su mujer estuviese allí dentro?

Luego me di cuenta de que la primera dama ya no estaba gritando. El Mujahid también se dio cuenta y ambos nos dimos la vuelta y vimos que había cogido mi 45 y que estaba apuntando al gran terrorista. Disparó, pero el pánico se había apoderado de ella, tiró del gatillo en lugar de apretarlo y la pistola se giró hacia arriba, clavando la bala en el techo.

Corrí hacia la mujer para quitarle aquella maldita pistola, mas El Mujahid chocó contra mí para cortarme el paso y me agarró con un movimiento rápido de brazo. Lo esquivé, pero era una trampa; a continuación sacó la otra mano y me agarró la manga del traje.

La primera dama volvió a disparar, aunque el disparo solo consiguió arrancarle un trozo de cadera a El Mujahid.

Me sacudió tan fuerte que me levantó del suelo y me dio un golpe con el codo que me hizo quedarme medio inconsciente. Caí en sus brazos y al inclinarse hacia mí podía sentir su aliento caliente sobre mi cuello al descubierto.

123

Gault y Amirah / El búnker

Gault avanzaba presa del pánico palpando las marcas en el suelo mientras la espeluznante voz de Amirah flotaba en la oscuridad hacia él, cada vez con más fuerza.

—¡Sebastian! —dijo ella, haciendo sonar su nombre como una canción perversa.

Sus dedos buscaron algún punto irregular en la pared y se detuvo, palpándola con las manos. ¡Sí! Buscó la esquina superior derecha del panel y, a continuación, le dio un golpe con el lateral del puño. La esquina se dobló hacia dentro y entonces agarró los bordes y arrancó el panel de cuajo. Dentro del compartimento había una lucecita roja que parpadeaba e iluminaba asas recubiertas de goma de seis grandes palancas.

—¡Sebastian!

—Bruja —dijo en voz baja y, a continuación, agarró la primera palanca y tiró de ella. Estaba mucho más dura de lo que se había imaginado y no tenía buen ángulo para tirar de ella. Tuvo que ponerse de pie y agacharse para aplicar todo su peso y conseguir moverla. Con el primer tirón solo se movió unos doce centímetros.

—¡Cabrona! —gritó, y volvió a intentarlo. Esta vez la palanca se inclinó hacia él y bajó hasta su posición. Durante unos cuatro segundos no escuchó nada. Aquel silencio era decepcionante. Pero después, muy lejos de allí, se escuchó un fuerte rugido que, más que oírse se pudo sentir.

Agarró la segunda palanca y de nuevo tuvo que tirar dos veces para hacerla descender.

—¡Sebastian!

Su voz sonaba cerca. Dios, pensó, …¡Dios!

Cuando estaba empezando a escucharse el estruendo del segundo conducto de ventilación haciéndose añicos, tiró de la tercera palanca y esta vez consiguió que bajase a la primera. El ruido comenzó de inmediato.

—¡Sebastian! —Su voz ahora sonaba diferente. Quizá hubiera un leve atisbo de duda en su tono. Él agarró la cuarta palanca y repitió la maniobra. Estaba tan dura, tan rígida que tuvo que tirar de ella cinco veces, pero al final oyó el clic y comenzó el estruendo.

»¡Sebastian! —Podía oír el ruido de sus pies y, definitivamente, su voz tenía un tono de alarma. Aquello le dio fuerzas para superar el miedo y agarró la quinta palanca con tal voluntad que gritó y la hizo descender con dos tirones. La temperatura ambiente ya estaba subiendo y los gases recalentados comenzaban a retroceder de los conductos bloqueados. El intenso brillo rojo que se reflejaba en los pasadizos de acero lo bañó con una luz sangrienta.

»¡Sebastian!

Al girarse la vio. Estaba a menos de seis metros de distancia; tenía la ropa hecha jirones y estaba totalmente cubierta de sangre. Solo Dios sabía de quién sería esa sangre. Con el brillo abrasador de la lava parecía un monstruo salido del mismísimo infierno. La sangre que tenía en los labios y en las manos era negra y tenía los ojos tan oscurecidos que se parecía más a una calavera que a la mujer cuya belleza un día le hizo perder el aliento con una simple caída de ojos.

—Escúchame, Sebastian —dijo con una voz profunda y grave—. No sigas con esto… puedo compartir la generación doce contigo. Si de verdad abrazas el Corán y las enseñanzas del Profeta, puedo convertirte en uno de nosotros; puedo convertirte en uno de los inmortales de Dios.

—Estás loca, Amirah. Te has convertido en un monstruo. —Tras decir esto, Gault puso la mano sobre la sexta palanca.

—Yo soy Seif al Din —le replicó ella. Sus ojos oscuros brillaban como linternas—. ¿No lo entiendes? Yo soy la plaga, yo soy la espada del fiel. Ya no necesitamos laboratorios ni sujetos de prueba. Yo soy el aliento de Dios que soplará por todo el mundo. Los infieles morirán y los fieles serán inmortales. Como yo. Como El Mujahid. —Estiró una mano hacia él—. Como tú, Sebastian… solo tienes que aceptar.

Él sacudió la cabeza mientras le caían las lágrimas por las mejillas.

—Soy un cabrón codicioso y sin corazón, Amirah… pero no soy un monstruo.

Amirah estiró las manos y le sonrió.

—¿Acaso soy yo un monstruo, amor mío? —dijo con aquella vieja voz tan familiar. A Gault se le clavó en el corazón como si fuese un puñal. Tenía un extraño conflicto con aquella cosa manchada de sangre en la que se había convertido.

—¡Sí lo eres, asquerosa hija de puta! —Aquella voz provenía de una sombra situada detrás de ella. Toys.

Amirah se giró para mirar y allí estaba Toys, con la ropa destrozada, la cara cubierta de sangre y los ojos empapados del dolor. Apoyó una mano sangrienta contra la pared y con la otra levantó la pistola apuntándola. El cañón temblaba.

Amirah produjo un sonido sibilante y él se lo devolvió. Toys miró a Gault y luego la palanca que este tenía entre las manos. A continuación cogió aire y gritó:

—¡Hazlo!

Amirah se giró hacia Gault y gritó:

—¡No!

—Dios —dijo él en voz baja mientras las montañas rugían a su alrededor y el calor quemaba el aire que los separaba—. Yo te quería, Amirah.

—¡Sebastian…! —dijeron Amirah y Toys a coro.

Gault agarró la palanca más fuerte y tensó los músculos.

—Que Dios me ayude —murmuró—, pero siempre te amaré.

Amirah se abalanzó sobre él mientras Toys le disparaba y Gault tiró con todas sus fuerzas y bajó la palanca. Sus gritos se perdieron en el estruendo que produjeron toneladas de roca al caer sobre el último conducto. En las entrañas de la tierra, en el horno del infierno, la mano de Satán cerró sus salvajes dedos formando un puño y lo levantó golpeando el búnker.

124

Centro de la Campana de la Libertad / Sábado, 4 de julio; 12.21 p. m.

Su aliento era tan fuerte como el viento del infierno y me aparté de él, retorciéndome y girando las caderas lo más fuerte y rápido que pude. Levanté la rodilla para darle en la entrepierna y al mismo tiempo le clavé los dedos rígidos bajo la mandíbula, rompiendo los tejidos y el cartílago debajo de la nuez. Otro golpe mortal que sabía que no podría matarle, pero le dio un susto y echó la cabeza hacia atrás lo suficiente como para darme tiempo a dispararle en la sien izquierda. Disparé una vez, dos, tres veces viendo como su cuerpo se convulsionaba con cada disparo. Al tercer tiro oí crujir los huesos de su cuello y entonces El Mujahid salió despedido, lejos de mí. Quizás al sentir cómo empezaban a movérsele las vértebras se dio cuenta de su única vulnerabilidad.

Caí al suelo con violencia e intenté rodar, pero no tenía espacio suficiente y acabé chocando contra un archivador y casi acabo apoyado en la cabeza, patas arriba. Mi cuello envió una señal de dolor que me atravesó los hombros y la espalda, pero aguanté, planté las manos en el suelo y me puse de pie de un salto. No fue un ejercicio gimnástico merecedor de medalla, pero conseguí erguirme y girar rápido mientras El Mujahid corría hacia mí.

La primera dama volvió a disparar, falló y entonces se le acabó la munición.

Era consciente de que no aguantaría mucho más. Estaba muy cansado, me dolía todo y aquel hijo de puta era inmortal. Era un monstruo que no sentía dolor. Antes o después acabaría agotándome y él me remataría con sus dientes.

Oí un grito de dolor al otro lado de la sala, pero no podía decir si se trataba de Skip o de Top, y tampoco podía dedicar un segundo para mirar.

Caminé de lado para rodearlo, pero él salió disparado para cortarme el paso. Eso estaba bien, porque mientras él se echaba hacia un lado, yo salté hacia el otro y pasé por su izquierda. Él estiró sus largos brazos y consiguió agarrarme la oreja, pero aquello no me detuvo. Utilicé el impulso del giro para hacer una pirueta un tanto torpe que me hizo atravesar media oficina hacia una de las mesas de dibujo. En el otro extremo de la mesa estaba lo que yo quería, pero El Mujahid ya venía hacia mí con la cara totalmente negra de ira y haciendo chocar los dientes.

La ira en un oponente es algo muy útil. Hace que la gente inteligente haga cosas estúpidas. Si das marcha atrás frente un atacante encolerizado te aplasta contra una pared y te hace picadillo… o, en este caso, te destroza a mordiscos. Así que no retrocedí. Hice lo contrario y fui hacia él, pero no pecho contra pecho, como si fuésemos un par de toros. Salté hacia delante, me tiré al suelo, me hice un ovillo y rodé chocando con fuerza contra la parte inferior de sus piernas, golpeándolo con fuerza en la espinilla izquierda y agarrándole la pierna derecha. Gracias al peso de la parte superior de su cuerpo y a mis noventa kilos de peso, salió volando hacia delante y se dio de cara contra una hilera de armarios de metal.

Acabé de rodar, giré, volví a saltar hacia la mesa del dibujo y cogí lo que había visto: un gran cutter de papel que estaba atornillado a la plancha de metal de la mesa. Tiré del cutter, agarré el mango con ambas manos y dejé caer todo mi peso hacia la derecha. El tornillo que aseguraba la gran hoja a la plancha del cutter no estaba diseñado para tener resistencia lateral y todo el mango del cutter saltó, produciendo un ruido seco y fuerte al arrancarlo de su armazón. Me giré y vi que El Mujahid ya estaba en movimiento, corriendo hacia mí rápido y con todas sus fueras, letal y audaz, sin haber sufrido ningún tipo de daño por el choque contra los armarios.

De nuevo, me apresuré a alcanzarlo en medio de su arremetida, pero esta vez yo blandía el cutter como una espada, con su hoja curva silbando en el aire. Le di un corte de lleno, en la parte izquierda del cuello y el borde de la hoja se clavó bastante. El impacto hizo que El Mujahid se detuviese en seco y me miró con los ojos y la boca abiertos de par en par por la sorpresa. Levantó los dedos para coger la fuerte hoja, que estaba clavada en el músculo y en el tendón. No le había cortado todo el cuello, pero el extremo de la hoja se debía haber clavado en la médula espinal de aquel gigante. Poco más de un centímetro fue suficiente.

Su inmensa fuerza comenzó a desvanecerse de inmediato y sus músculos perdieron cualquier orden y control. Cayó de rodillas como alguien que suplica y que se prepara para humillarse. Respirando con dificultad, apoyé un pie contra su torso y luego liberé el mango y entonces salió disparado un chorro de sangre.

—No puedes detener la voluntad de Dios… —dijo, con la garganta llena de sangre.

—Esto nunca se ha tratado de la voluntad de Dios, ¡cabrón estúpido! —dije mientras levantaba el brazo por encima de la cabeza y luego, con un grito de pura ira, volví a clavarle la hoja.

La hoja cortó el trozo que le quedaba de cuello y la fuerza que llevaba hizo que el cutter saliese volando de mis manos. Su punta se clavó en el suelo de linóleo y se quedó allí, agitándose.

La cabeza de El Mujahid rebotó en el suelo, salió rodando y luego se detuvo. Sus ojos miraban fijamente al cielo con una conmoción infinita.

Yo me tambaleé y estuve a punto de caer.

La primera dama gritó.

Entonces oí otro grito de dolor y me giré. Sentía un hormigueo por todo el cuerpo a causa de la tensión nerviosa y la cabeza me daba vueltas por lo que acababa de hacer. Entonces vi a Skip Tyler viniendo hacia mí con un cuchillo ensangrentado en la mano. Me miró a mí, luego al terrorista y finalmente sonrió enseñando los dientes llenos de sangre.

—Bueno —dijo con voz ronca—, pues eres un puto héroe.

Entonces puso los ojos en blanco y de repente cayó de bruces.

Tenía media docena de lápices clavados en la espalda que le habían penetrado el riñón izquierdo.

Una figura temblorosa y ensangrentada salió de detrás de la mesa. Top estaba lleno de cortes y empapado de sangre.

—Enano hijo de puta —dijo. Tosió y cayó de rodillas agarrándose con un brazo a la mesa. La primera dama y yo corrimos hacia él. Ella llegó primero y le ayudó a sentarse. Ella tenía la cara tan roja como él. Caminé tambaleándome hacia ellos, pero me fallaron las piernas y casi me caigo. Top me hizo un gesto con la mano indicando que no hacía falta—. Sobreviviré, capitán. Pero… deme un segundo para recuperar el aliento. —Bajó la cabeza y se quedó allí sentado, goteando sangre en el suelo. La primera dama se atusó el pelo y se agarró a él. Ambos daban y recibían consuelo.

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