Palmeras en la nieve (42 page)

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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

BOOK: Palmeras en la nieve
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Clarence lo miró, sorprendida. Por lo visto, Iniko le prestaba más atención de lo que ella creía. A su lado, Melania hizo un leve gesto de extrañeza y se acercó más al hombre.

«Vale, vale —pensó Clarence, sorprendida por una insignificante punzada de envidia—. Un poco más y te sientas encima de él. Ha quedado claro que te gusta.»

—Pues en eso sí que te podemos ayudar —dijo Tomás—. Ya puedes sacar ese cuaderno que llevas a todas partes.

Tomás comenzó a repasar en voz alta los nombres de todas las personas que conocía, desde los miembros de sus familias a sus vecinos y amigos. Los demás lo imitaron. Clarence aprovechó ese breve espacio de tiempo para analizar por qué le molestaba que Melania estuviera tan pegada a Iniko. ¿Era posible que sintiera…? ¿Celos? ¿De Melania? ¿Por ese hombretón reservado, desconfiado y retrógrado? Era ridículo. Completamente ridículo… Entonces, ¿por qué no dejaba de lanzarles miraditas para comprobar si Iniko respondía a los gestos de Melania? Para su alivio, él no lo hacía. Iniko no parecía ser de los que expresaban sus sentimientos abiertamente en público, pero estaba claro que si no se apartaba de Melania era porque le agradaba estar junto a ella. Melania era muy guapa, tenía carácter, era bubi y vivía en Bioko. Los ingredientes perfectos para que a Iniko le gustara. Reprimió un suspiro.

—Cuando publiques tus conclusiones —dijo entonces Köpé, entregándole el cuaderno—, nos tendrás que enviar una copia.

Clarence echó un vistazo a los listados. En unos minutos habían apuntado más de cien nombres. Se sintió un poco culpable por engañarlos. No estaba acostumbrada a mentir y desde que había llegado a Guinea no había hecho otra cosa. Nunca escribiría tal artículo. A ella solo le interesaba un mulato llamado Fernando. O igual ni siquiera se llamaba así. Tal vez Julia había querido referirse a Fernando Garuz, pero para lo que le había servido…

Laha entró y se quedó de pie junto a la mesa.

—¿Y si cambiamos ya de sitio? —sugirió—. ¿Qué tal nuestra discoteca favorita?

A todos les pareció muy buena idea.

—¿Pero no dices que no te gusta bailar? —se rio Clarence mientras se levantaba.

Entonces se percató de que Mamá Sade y su hijo caminaban hacia ellos. Aprovechó el ruido de sillas y el movimiento de los componentes del grupo hacia la salida para quedarse rezagada fingiendo que buscaba algo en el bolso y poder así fijarse en la pareja. En comparación con su madre, entrada en carnes, el hombre era flaco y huesudo. Por fin pudo ver su rostro. Individualmente, sus facciones eran agradables. Tenía los ojos oscuros un poco almendrados, la nariz y los labios finos, y la barbilla marcada. Pero, en conjunto, su expresión era fría y un tanto desagradable. Sintió un estremecimiento.

—¿Hay algún problema, blanca? —El hombre se detuvo a su lado y la miró fijamente—. ¿No te gusta lo que ves?

—Eh, no, disculpe, yo… —Una mano le sujetó el brazo y la voz grave de Iniko dijo:

—¿Nos vamos, Clarence?

—¡Tú, bubi! Dile a tu novia que aprenda a ser más educada —dijo con desdén. Iniko se puso tenso—. No me gusta que me miren así.

A su lado, Mamá Sade empezó a decir con voz autoritaria:

—No pierdas el tiempo… —Levantó la vista hacia Clarence, frunció el ceño y emitió un ruido áspero con la garganta. Empujó a su hijo a un lado y se situó frente a ella. A pesar de su edad, continuaba siendo una mujer alta. Levantó una mano arrugada hacia la cara de la joven y, sin tocarla, recorrió sus facciones, desde la frente hasta la barbilla. Clarence dio un paso atrás e Iniko presionó su brazo para conducirla hasta la puerta.

—¡Espera! —rugió Mamá Sade, con una boca desdentada—. ¡No voy a hacerle daño!

Clarence indicó con una seña a Iniko que iba a esperar a ver qué más decía la mujer.

Mamá Sade repitió la misma acción mientras murmuraba frases incomprensibles en otra lengua. Tan pronto asentía como reía como una loca. Cuando estuvo satisfecha sacudió la cabeza.

—¿Y bien? —preguntó Clarence, irritada, pero también intrigada por la situación.

—Me has recordado a alguien.

—¿Sí? ¿A quién? —De pronto, lamentó haber formulado la pregunta con tanto interés. ¿Sería posible que la única que se acordara de su padre fuera una prostituta jubilada con aspecto de bruja? Ni le gustaba la mujer ni le gustaba su hijo, quien miraba continuamente su reloj con exasperación.

—A alguien que conocí hace mucho mucho tiempo. A alguien de tu país. Eres española, ¿verdad? —Clarence asintió—. ¿Desciendes de coloniales? —Clarence volvió a asentir, pero esta vez de manera vaga—. ¿De dónde eres? ¿Del norte o del sur?

—De Madrid —mintió.

Estaba completamente arrepentida de no haberse marchado a tiempo del restaurante. No quería ni imaginarse que pudiera existir una conexión entre esa pareja y ella. En ningún momento se había imaginado una situación en la que rechazara de manera contundente a un posible pretendiente a hermano por no ser de su agrado. ¡Vaya coherencia la suya! Empezó a sentir mucho calor, un calor asfixiante. Se sujetó al brazo de Iniko con fuerza.

—Me habrá confundido. Lo siento, pero tenemos prisa. Nos están esperando.

Su hijo la cogió del brazo con una mueca de fastidio en el rostro.

—¡Una pregunta más! —casi gritó la mujer—. ¿Cómo se llama tu padre?

—Señora, mi padre murió hace muchos años. —Aquello pareció calmarla.

—¿Cómo se llamaba? ¡Dímelo!

—Alberto —mintió Clarence una vez más. La vista se le empezó a nublar. Estaba al borde de un ataque de ansiedad—. ¡Se llamaba Alberto!

La mujer frunció los labios. La observó unos segundos más y finalmente agachó la cabeza, aunque mantuvo un porte digno y orgulloso mientras balanceaba una mano en el aire en busca del brazo de su hijo.

Clarence suspiró aliviada al verlos salir por la puerta. Se apoyó en la mesa. Aún quedaba algo de cerveza en su botella. Tomó un largo trago. Estaba caliente, pero no le importó. Tenía la boca tan seca que hasta un tazón de caldo recién hecho la hubiera podido refrescar.

Iniko la miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿Dónde están los demás? —preguntó ella.

—Se han adelantado.

—Gracias por esperarme.

—Me alegro de haberlo hecho.

Ninguno de los dos se movió.

—A ver si lo comprendo —dijo Iniko finalmente acariciándose una ceja con el dedo—. No eres de Pasolobino. Tu padre no se llama Jacobo y además está muerto. ¿Qué eres? ¿Una
antorchona
?

Esbozó una sonrisa.

«Eso mismo —pensó ella—. La espía más valiente del mundo. En cuanto descubre algo que no le gusta, le da un ataque de ansiedad.»

—No quería darle información de mi vida —dijo—. Vosotros me habéis insistido en que fuera prudente.

Salieron del restaurante. Clarence alzó la vista. La luna alumbraba como un potente faro en medio de retazos de nubes con formas caprichosas.

—¿Sabes, Iniko? Aquí la luna es bonita, pero en mis montañas, ni te cuento.

—¡Ah! Entonces Pasolobino sí que existe. Ya me siento mejor…

Clarence le dio una palmadita en el brazo. Al final resultaría que Iniko tenía sentido del humor. Vaya descubrimiento.

—¿Y cómo es que me has esperado tú y no Laha? —En realidad, hubiese querido preguntar: «¿Cómo es que Melania te ha dejado libre para esperarme?».

—Me gustaría proponerte algo.

¿Qué le diría?

El tiempo se acababa y solo le quedaba un último cartucho: Ureka.

¿Cómo podía rechazar una ocasión como esa?, pensó Clarence.

Y más ahora, cuando ya había abandonado casi todo. A los de la universidad que había conocido la primera semana les había mentido diciendo que el trabajo de campo consistente en grabar testimonios orales para su posterior análisis la tenía muy ocupada. En cuanto a sus progresos en la resolución del misterio familiar, se habían reducido a conversaciones inocentes y casuales, gracias a la excusa de la grabadora, con aquellos mulatos un poco mayores que ella a los que entrevistaba con verdadero interés hasta que revelaban que no se llamaban Fernando o que sus escasos recuerdos infantiles de la época colonial no tenían ninguna relación con Sampaka.

En varias ocasiones, se había topado con hombres que se habían negado a responder ni una sola pregunta y que incluso le habían soltado frases como: «¡No me molestes!» o «¡No pienso decirte nada!», acompañadas de la palabra
blanca
pronunciada en tono de insulto. Y eso que a todos les había enseñado el documento que demostraba que su trabajo estaba respaldado por la universidad.

Deslizó su mirada por las tranquilas aguas del mar. Laha y ella estaban sentados en la terraza del Hotel Bahía, desde cuyas mesas y sillas blancas se podía divisar un enorme buque anclado a pocos metros. Laha la había recogido en su hotel un poco antes que otros días. Iniko aún tardaría un rato en llegar.

¿Qué le diría?, se preguntó de nuevo.

—Por lo visto —dijo Laha, de forma casual, mientras removía el café con la cucharilla—, le has caído bien a mi hermano. Y no es fácil. Suele rechazar todo lo que tiene que ver con el exterior.

Clarence no pudo evitar sonrojarse, complacida por esa afirmación.

—Es extraño que, siendo hermanos, llevéis vidas tan distintas…

—Yo siempre digo que Iniko nació demasiado pronto. Los seis años que nos separan fueron cruciales en la historia de la isla. A él le tocó la ley que obligaba a todos los mayores de quince años a trabajar en las plantaciones del Estado porque se había expulsado a todos los trabajadores nigerianos de la isla.

Laha se interrumpió de pronto y la miró extrañado de la atención con la que ella escuchaba.

—Supongo que Iniko ya te habrá contado todo esto.

En realidad, Iniko le había hablado mucho de la historia reciente de Guinea sobre la que Clarence ya sabía algunas cosas, pero evidentemente ni de lejos con los detalles de alguien que la había vivido. Después de la independencia, obtenida en 1968, el país había sufrido los peores once años de su historia a manos de Macías, un cruel dictador por cuyas acciones Guinea fue conocida como el Auschwitz africano. Iniko había vivido su adolescencia en ese contexto: no había prensa de ningún tipo; todos los nombres españoles fueron renombrados; se cerraron hospitales y escuelas; se acabó con el cultivo de cacao; el catolicismo estaba prohibido, llevar zapatos estaba prohibido, todo estaba prohibido. Las represiones, acusaciones, detenciones y muertes alcanzaban a todos —bubis, nigerianos, fang, ndowè de Corisco y de las dos islas Elobeyes, ámbös de Annobón, y kriós—, por cualquier cosa.

Pensó en el comentario de Laha y en el hecho de que solo al cabo de unos días había sabido que Iniko era viudo y que tenía dos hijos de diez y catorce años que vivían con los abuelos maternos. Finalmente dijo:

—Iniko habla mucho de todo, pero poco de él.

Laha asintió con la cabeza y tomó un sorbo de café. Permanecieron unos segundos en silencio. Clarence decidió aprovechar ese momento de tranquilidad para curiosear en su vida.

—¿Cómo podían tus padres costearte los estudios en Estados Unidos?

Laha se encogió de hombros.

—Mi madre siempre ha sido una mujer de recursos, tanto a la hora de trabajar como de conseguir becas y ayudas. Al quedarse Iniko aquí, me ayudaron mucho entre los dos para que yo siguiese adelante con mis estudios, puesto que me gustaba estudiar y se me daba bien.

—¿Y vuestro padre? —se atrevió a preguntar ella al percatarse de que no lo mencionaba—. ¿Qué pasó con él?

Laha soltó algo parecido a un bufido.

—En realidad deberías decir
vuestros padres
. El padre de Iniko murió cuando él era un niño y yo nunca he conocido a mi padre, ni mi madre me ha hablado nunca de él.

Clarence se sintió un poco estúpida por haber preguntado.

—Lo siento —fue lo único que acertó a responder, un tanto avergonzada.

Laha hizo un gesto con la mano como quitándole importancia.

—No te preocupes. No es nada raro en este lugar.

Ella se sintió un poco incómoda por haber provocado esa expresión de tristeza en su amigo. Decidió continuar con otra pregunta que consideró más inofensiva.

—¿Y en qué líos se metía Iniko en su juventud?

—En su juventud… ¡Y bien mayor también! —Laha se incorporó en su silla, miró a su alrededor y bajó el tono de voz—. ¿Has oído hablar de Black Beach o Blay Beach?

Clarence negó con la cabeza, intrigada.

—Es una de las prisiones más famosas de África. Está aquí, en Malabo. Es conocida por el maltrato que sufren sus presos. Iniko estuvo allí.

Ella abrió la boca. No se lo podía creer.

—¿Y qué hizo para ser encarcelado?

—Simplemente ser bubi.

—Pero… ¿cómo es posible?

—Ya sabes que desde que Guinea obtuvo la independencia en 1968, los miembros del poder pertenecen mayoritariamente a la etnia fang. Hace cinco años ocurrieron unos graves incidentes en la ciudad de Luba, que tú conocerás como San Carlos. Un grupo de personas encapuchadas y armadas asesinaron a cuatro trabajadores y las autoridades acusaron a un grupo que apoya la independencia y autodeterminación de la isla. Como consecuencia hubo una gran represión del ejército sobre la comunidad bubi. No quiero entrar en detalles, pero se cometieron auténticas barbaridades.

Laha se detuvo.

—Yo… —Clarence tragó saliva— no recuerdo haber escuchado ni leído nada en la prensa de mi país…

Laha tomó otro sorbo de café y sacudió la cabeza como para apartar los terribles incidentes de esos días antes de continuar:

—Detuvieron a cientos de personas, entre ellos a mi hermano. Yo tuve suerte, estaba en California. Mi madre me hizo jurar que no volvería a pisar Bioko hasta que los ánimos se hubiesen calmado.

—¿Y qué le pasó a Iniko? —preguntó ella con un hilo de voz.

—Estuvo dos años en Black Beach. Él nunca habla de ello, pero yo sé que sufrió tortura. Luego lo enviaron con otros a la cárcel de Evinayoung, en la parte continental de Mbini, que tú debes conocer como Río Muni, para ser sometidos a trabajos forzados. Uno de los compañeros de mi hermano tenía ochenta y un años, ¿qué te parece? —Laha no esperaba una respuesta, y Clarence tampoco hubiera sabido qué decir—. Ten en cuenta que las dos partes de Guinea, la isla y la parte continental, están separadas por más de trescientas millas marítimas. No es solo una separación geográfica, sino cultural: los bubis somos como extranjeros en Muni. Los enviaron allí para alejarlos de sus familias y hacer que su encarcelamiento fuera aún más doloroso.

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