Palmeras en la nieve (45 page)

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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

BOOK: Palmeras en la nieve
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—¿Qué significa Iniko? —preguntó Clarence al cabo de un buen rato—. ¿No tienes otro nombre? Pensaba que aquí todos teníais uno español y otro guineano.

—¿Algo así como Iniko Luis?

Ella soltó una carcajada.

—Sí, algo así.

—Pues yo solo tengo este nombre y en realidad es nigeriano. El sacerdote del colegio nos decía que con nuestros nombres Dios no nos reconocería e iríamos directos al infierno. A mí no me daba miedo y solo respondía cuando me llamaba por mi verdadero nombre. Al final se dio por vencido.

—¿Y significa algo?

—«Nacido en tiempos difíciles».

—Muy apropiado…, por la época en que naciste, con el cambio de la colonización a la independencia y eso, y por todo lo que has pasado…

—Si no me hubiera llamado Iniko, me habrían pasado las mismas cosas, supongo. Un nombre no tiene tanto poder.

—Ya, pero le da otro significado, te hace especial.

—Pues aquí tenemos una buena combinación de gente especial: Clarence, la ciudad y el volcán de su mismo nombre… —su voz se volvió suave y cálida—, junto con Iniko, un hombre nacido en tiempos difíciles. ¿Qué podemos esperar de todo esto?

Aunque la miró de soslayo, Clarence pudo percibir la intensidad de su mirada. Sintió que, bajo los restos de la crema protectora solar que se había aplicado a lo largo del día, sus mejillas ardían por los audaces pensamientos que cruzaban su mente. Tenía que aprovechar ese momento mágico antes de que se estropeara, aferrarse a ese fino hilo que una araña invisible había tejido alrededor de ambos antes de que se diluyese.

—Sí —repuso ella, intentando que su voz sonara insinuante—. ¿Qué podemos esperar de un volcán y un guerrero bubi?

«Fuego. Puro fuego», pensó

Le pareció que la selva a su alrededor, densa y espesa, enmudecía de repente. ¿Dónde estaba todo el movimiento que había creído percibir durante el viaje? Se sintió como si alguien la observara en completo sigilo. Recordó una vez más, con alivio, que, a diferencia de la parte continental, en la isla no había animales salvajes como elefantes o leones, solo monos, pero tanta calma le resultó sospechosa. Pronto anochecería. Como si le hubiera leído el pensamiento, Iniko dijo:

—No falta mucho para Ureka.

Al oír la palabra, una nueva ilusión creció en su interior. ¿Y si al final su viaje tuviera una recompensa? ¿Se acordaría allí alguien de su padre?

El Land Rover tomó una estrecha carretera sin asfaltar y Clarence tuvo la sensación de que iba desapareciendo cualquier signo de civilización. El todoterreno avanzaba con dificultad por las pistas de tierra sin señalizar. A los pocos kilómetros, divisaron una sencilla barrera que cortaba el tráfico.

—Eso es un control de policía —anunció Iniko, un poco tenso—. Tú no digas nada, ¿vale? A mí me conocen. Será un minuto.

Clarence asintió.

Al acercarse, comprobó que la barrera consistía en un bidón a cada lado de la carretera y un tronco de bambú encima. Iniko detuvo el vehículo, salió y saludó a los dos guardias sin mucho entusiasmo. Los hombres uniformados lanzaron varias miradas al vehículo y preguntaron varias cosas a Iniko con expresión seria. Clarence tuvo la sensación de que algo no iba bien y se puso nerviosa. Iniko movía la cabeza a ambos lados y uno de los hombres levantó un dedo hacia él en actitud amenazadora. Clarence decidió desobedecer la advertencia de Iniko, sacó sus papeles y unos billetes de su cartera, y salió del coche.

—Buenas tardes —dijo educadamente, esbozando una tímida sonrisa—. ¿Sucede algo?

Iniko frunció los labios, irritado, y le lanzó una mirada de reproche.

Uno de los policías, un hombre grueso con cara de pocos amigos, se acercó hasta ella y, después de observarla de arriba abajo con una expresión desagradable, le pidió los papeles. Ella se los dio y él los estudió con deliberada parsimonia. Después, caminó hacia el otro policía, se los enseñó, regresó junto a Clarence y se los devolvió con un gruñido. Pasaron unos segundos, pero ninguno hacía ademán de levantar la barrera. Clarence, recordando cómo Laha la había rescatado de aquellos policías junto a la catedral, extendió la mano en la que llevaba los billetes y estrechó la del hombre con rapidez para que no percibiera su nerviosismo. El policía abrió la mano, calculó rápidamente la cantidad que ella le había entregado y, para alivio de Clarence, pareció darse por satisfecho. Hizo un gesto al otro y los dejaron pasar.

Una vez dentro del vehículo, Iniko, más tranquilo, le dijo:

—¿Se puede saber quién te ha enseñado las costumbres del país?

Clarence se encogió de hombros.

—Laha —respondió con una sonrisa de satisfacción—. Como ves, aprendo rápido.

Iniko sacudió la cabeza.

—¡Este Laha…! A él sí que le pusieron el nombre correcto.

—¿Ah, sí?

—Laha es el dios bubi de la música y de los buenos sentimientos. Traducido sería algo así como alguien con buen corazón.

—Es un nombre precioso.

—Más que el otro. Su nombre completo es Fernando Laha.

—¡Para el coche!

Iniko frenó en seco. Clarence abrió la puerta, salió como una exhalación y se apoyó en el coche, aturdida. Se llevó las manos a la frente y se frotó las sienes. La misma frase se repetía en su mente una y otra vez: ¡Laha se llamaba Fernando!

Repasó todas las pistas que creía tener, las palabras de Julia que le habían llevado a buscar a un Fernando mayor que ella nacido en Sampaka, lo poco que sabía de la vida de Bisila, la casualidad de que hubiera vivido en la finca, la taza de café estrellándose contra el suelo al escuchar la palabra Pasolobino, las flores en el cementerio… ¿Podría ser? ¡Laha era mulato y también se llamaba Fernando! ¿Y si…? ¿Y si…?

Iniko puso una mano sobre su hombro y ella dio un respingo.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, Iniko, perdona, yo… —Buscó una explicación plausible—. Me he mareado un poco. Habrá sido el calor, y la tensión del control de policía. No estoy acostumbrada a estas cosas…

Iniko asintió.

Hacía calor, pero Clarence se frotó los antebrazos como si sintiera frío. Miró a Iniko, que la observaba con el ceño fruncido. ¿Y si le contara sus sospechas? Sacudió la cabeza. ¿Qué conseguiría diciéndole que se le estaba metiendo en la cabeza que existía la pequeña probabilidad de que ambos compartiesen hermano? ¿Iba a desaprovechar unos días maravillosos y prometedores por una conclusión precipitada basada en razonamientos cogidos con hilos? ¿Cuánto hacía que no se permitía un pellizco de insensatez en su vida? ¿No sería más razonable esperar a Ureka?

Abrió los ojos y ahí estaba Iniko, plantado frente a ella, con las piernas ligeramente separadas, los brazos cruzados marcando músculo sobre su pecho duro como una piedra, y sus enormes ojos entornados en una cálida y paciente mirada.

—Me encuentro mejor, Iniko —dijo tras un profundo suspiro—. Si te parece, podemos seguir.

La última parte del viaje se convirtió en una pelea continua entre el potente motor del todoterreno y la vegetación que se había apoderado del camino.

—¿Y este recóndito e inaccesible lugar también forma parte de tu ruta de trabajo? —preguntó Clarence, con el estómago algo revuelto por los baches.

—Aquí vengo poco —reconoció él—. Más por placer que por trabajo.

—¿Y cuándo fue la última vez que viniste?

Ella simuló estar celosa, pero una pregunta impertinente rondó por su cabeza: «¿Habrá hecho este mismo recorrido con Melania?».

—No me acuerdo —sonrió—. En realidad, hay un lugar que me gustaría que conocieras. Acéptalo como un regalo.

Detuvo el vehículo en un diminuto claro desde el que se podían ver algunas casas.

—Ahora tendremos que andar un poco para bajar hasta la playa de Moraka, pero te aseguro que el esfuerzo vale la pena.

El acceso al mar discurría primero por un cacaotal de suave pendiente y luego por un sendero a través de un bosque cerrado por grandes árboles cuyas raíces se extendían por la superficie y hacían que Clarence tropezara continuamente. Al cabo de un rato escucharon el rumor de las olas y una gran ventana se abrió en el follaje para mostrar un panorama indescriptible.

A sus pies se desplomaba un acantilado de casi cien metros que le produjo vértigo. Vio que Iniko tomaba un estrecho, escarpado y serpenteante caminito, prácticamente colgado del despeñadero y lo siguió con miedo. Se resbalaba por culpa de las piedras y los troncos de árboles que hacían las veces de peldaños, provocando la risa de Iniko, quien, ante su torpeza, ponía en duda su condición de mujer de la montaña. Cuando llegaron abajo, Clarence volvió la vista atrás y pensó que no podría ascender cuando tuviesen que regresar.

Si es que le quedaban ganas de regresar…

Miró al frente, abrió la boca y se quedó atónita y muda. El esfuerzo había valido la pena. Todas las imágenes que pudiera haber tenido en la cabeza sobre el paraíso se materializaron en ese mismo instante.

Ante sus ojos se extendía la vista más hermosa que hubiera visto jamás. Era una playa larga y ancha, de arena negra y agua transparente. Cerca de donde terminaba el sendero por el que habían descendido caía una enorme cascada de agua que formaba una piscina cristalina. Así desembocaba el río Eola en el mar: convirtiendo su muerte en pura belleza.

El espectáculo era de una hermosura incomparable. Adentrándose en el mar, grupos de rocas irregulares descansaban sobre la arena para ser lamidas plácidamente por las olas. Donde no había playa, el azul del mar y el verde de la selva mantenían una lucha pacífica por ver quién le robaba el límite al otro.

—¿Qué te parece? —preguntó Iniko, feliz ante su expresión de asombro.

—Mi padre, a pesar de ser poco poético, siempre presume de haber tenido la suerte de conocer dos paraísos terrenales: nuestro valle y esta isla. Te aseguro que es cierto. ¡Esto es el paraíso!

Iniko se quitó las botas y le indicó que hiciera lo mismo. Luego, la cogió de la mano y comenzaron a pasear por la playa.

—Cada noviembre o diciembre, miles de grandes tortugas marinas terminan aquí sus migraciones a través del océano Atlántico. La mayoría han nacido en esta hermosa playa y regresan para desovar. Salen del agua hacia la arena seca, donde ponen los huevos y los entierran. Algunas regresan al mar. Otras mueren de agotamiento. Otras son capturadas por los cazadores que esperan al acecho para atraparlas, aunque son una especie protegida en peligro de extinción. Les dan la vuelta, con el caparazón contra el suelo. No pueden enderezarse porque son muy grandes y así se quedan hasta que las matan. —Pasó un brazo sobre sus hombros y la estrechó contra él—. Cuando imagino a las tortugas que salen del agua y se arrastran cansadas hacia la orilla, Clarence, pienso en los de mi país que se fueron y no pudieron volver; en los que volvieron y fueron maltratados; y en los que a toda costa intentan y consiguen mantener su descendencia sobre la playa negra.

Clarence no supo qué decir.

Caminaron un largo rato con los pies desnudos sobre la arena y se detuvieron ante una inmensa roca, cubierta de musgo y pajarillos, que se elevaba como un enhiesto menhir natural de más de treinta metros hacia el cielo. Una pequeña cascada parecía manar de su parte más alta.

—Este es el guardián de la isla —explicó Iniko—. Su misión es la de velar por el pueblo de Ureka.

Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó unas semillas mezcladas con pétalos que depositó a los pies de la roca a la par que murmuraba unas palabras.

—¿Qué haces?

—Le dejo una ofrenda.

—Podrías habérmelo dicho. Yo no he traído nada.

Iniko rebuscó con la mano y sacó un pellizco de semillas.

—Suficiente.

Clarence se agachó y depositó el pequeño obsequio mientras pedía ayuda no solo para la pesquisa que la había llevado a Bioko, sino para todos los planes de su vida. Torció el gesto. Era mucho pedir para tan poca ofrenda.

—¿No te gustaría saber qué le he pedido? —preguntó.

Iniko sonrió.

—Me imagino que lo mismo que yo. Que germinen bien.

Ella asintió. Él la cogió del brazo y en silencio la guió de vuelta al fondo de la playa.

Llegaron al borde de la piscina bajo el salto de agua del río Eola. Sin quitarse la ropa, Iniko se introdujo en el agua con los brazos abiertos y las palmas hacia el cielo. Clarence se deleitó contemplando como las gotas de la cascada, protagonistas de un trayecto natural irreversible pero a la vez circular y eterno, se estrellaban contra su piel. Entonces, Iniko se giró y le indicó que ella hiciera lo mismo.

Clarence entró en el agua y permitió que Iniko rodeara su cintura con sus enormes brazos. Muy despacio, él la atrajo hacia su cuerpo sin dejar de mirarla hasta que el abrazo fue completo y su cara se cobijó en el cabello de ella, cuyo corazón comenzó a latir desbocado. Clarence podía sentir su respiración cerca de la oreja, provocándole un delicioso estremecimiento. Le oía inspirar su olor mientras posaba suavemente los labios sobre su piel húmeda deslizándolos por el cuello hasta el hombro y de nuevo al lóbulo de la oreja, para continuar hasta la sien.

Ella permanecía con los ojos cerrados para apreciar con toda su intensidad el sentimiento embriagador de sus caricias. En esos momentos, no existía nada sino su cuerpo pegado al cuerpo de Iniko en medio de la excitante soledad del océano. Nunca antes había podido llevar a cabo semejante fantasía. Él la quería saborear poco a poco, como si fuese el último trozo de dulce que pudiera comer en años y quisiera que su sabor perdurara en su paladar y en sus sentidos. Se frotaba levemente contra ella, pasaba las yemas de los dedos por sus brazos, que abrazaban su ancha espalda, como si no quisiera tocarlos; deslizaba sus carnosos labios sobre sus mejillas; inspiraba el olor de su pelo; apoyaba la oreja en su frente; miraba su rostro unos segundos… Y volvía a empezar, con una lentitud que no hacía sino despertar todavía más su deseo por él.

Iniko comenzó a desabotonarle la camisa muy lentamente, sin dejar de mirarla, y Clarence sintió como su respiración se aceleraba y su piel se erizaba con el contacto de sus manos. Él la rodeó con sus fuertes brazos y de nuevo sus labios se entretuvieron en el cuello antes de atreverse a deslizarse por sus pechos, que se endurecían por el calor y la humedad de su boca.

Ella se dejaba hacer. No podía recordar la última vez que un hombre la había saboreado tan hábilmente con unas ganas controladas.

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