Palmeras en la nieve (69 page)

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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

BOOK: Palmeras en la nieve
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José elevó los ojos al cielo. ¿Qué extraños motivos movían a los espíritus? ¿Acaso se habían vuelto locos? ¿No bastaba con que estuviese preocupado por el futuro de los suyos? ¿Por qué añadir otra preocupación? ¿Es que no había cumplido él con todas sus obligaciones hacia ellos? El mundo se estaba volviendo un lugar complicado.

—No te diré más —dijo con voz queda.

Con uno que sospechase lo que estaba pasando, era más que suficiente.

—Creo que Ösé sabe lo nuestro.

Kilian apuró su cigarrillo antes de apagarlo en el cenicero que había sobre la mesilla. Bisila yacía recostada sobre su brazo. Levantó la vista hacia él y dijo sin el menor asomo de preocupación:

—Es su… —Kilian titubeó— silencio el que me hace sospechar que sabe algo. Ya no nos vemos ni hablamos tanto como antes y ni me ha preguntado ni me ha hecho ningún comentario recriminatorio.

Bisila le acarició el pecho.

—¿Y eso te inquieta?

Kilian sopesó sus palabras antes de responder:

—Me entristecería mucho que pensara que le he ofendido. —Se atusó el pelo y miró al techo—. ¿Y a ti? ¿No te preocupa?

—Creo que, en otras circunstancias, se alegraría de tenerte como yerno.

—Tal vez sería prudente salir con los demás, no sé, dar alguna vuelta por el casino con Mateo y Marcial… Si tu padre sabe lo nuestro, otros pueden saberlo también y eso te coloca en una situación peligrosa.

—¡Él nunca diría nada! —protestó Bisila.

—Pero también está Simón —la interrumpió él—. No sé si podemos fiarnos. Ayer mismo me preguntó de malas maneras que qué parte del cuerpo me dolía para tener que ir al hospital de nuevo.

Bisila estalló en carcajadas.

—¿Y qué parte le dijiste que te dolía?

Se incorporó para situarse a horcajadas sobre él, se inclinó y comenzó a acariciarlo suavemente con los labios recorriendo con lentitud su cara: los ojos y los párpados, la nariz, las orejas, el labio inferior, la boca y el mentón, mientras le decía los nombres en bubi:

—¿
Dyokò, mö papú, mö lümbo, lö tó, möë’ë, annö, mbëlú
?

Kilian se estremecía cuando ella le hacía eso y le susurraba en su lengua.

—No era allí donde me dolía —dijo con malicia, girándose hacia un lado de manera que ella tuviera que situarse detrás de él.

Bisila continuó con sus caricias, deslizando las manos por su espalda, su cintura, sus nalgas y sus piernas.

—¿
Attá, atté, matá, möësò
?

Kilian se tumbó de espaldas, pasó el brazo por los hombros de Bisila y la atrajo hacia sí.

—No, Bisila —susurró—. Le dije que me dolía aquí.

Se llevó la mano al pecho.


Ë akán’völa
. En mi pecho.

Bisila, complacida, le dedicó una amplia sonrisa.

—Lo has dicho muy bien. ¡Estás aprendiendo!

Kilian le devolvió la sonrisa y la miró con ojos encendidos.

—Ahora me toca a mí —dijo, colocándose sobre ella—. No quiero que olvides lo poco que sabes de mi lengua.

Comenzó a recorrer el cuerpo de Bisila con los labios:


Istos son els míos güells, els míos parpiellos, el mío naso, els míos llabios, la mía boca, el mío mentón
… —Se deslizó para situarse tras ella y acariciarle la espalda, la cintura, las nalgas y las piernas—.
La mía esquena, la mía cintura, el mío cul, las mías camas
… —Subió su mano y la detuvo en el pecho de ella—.
Iste ye el mío pit
.

Bisila cogió su mano entre las suyas.

—¡Qué combinación más extraña! —dijo, pensativa—. Bubi y pasolobinés.

Kilian comenzó a mordisquearle la oreja.

—¿Y qué hay de malo en esta combinación? —susurró mientras le deslizaba la mano por el costado y por la cadera hacia el interior de los muslos.

Bisila se apretó todo lo que pudo contra el cuerpo de él. Kilian podía sentir el calor de su piel.

El calor de la piel de Bisila lo encendía en cuestión de segundos. Kilian notó la humedad que lo invitaba a entrar en ella.


Wë mòná mö vé
—dijo Bisila lentamente, girándose para tumbarse de espaldas—. Creo que en tu idioma esto quiere decir algo así como
Yes… un… bordegot… ¡borche!

Pronunció lentamente las palabras para asegurarse de que Kilian la comprendía. Kilian se detuvo, sorprendido. Ella aprendía mucho más rápido que él.

—Tú lo has dicho —dijo—. ¡Soy un chico malo! Pero ni la mitad de malo de lo que puedo ser…

Se incorporó y disfrutó de su cuerpo una vez más y ella disfrutó de él.

Más tarde, cuando ambos recuperaban el aliento uno en brazos del otro, Kilian emitió un suspiro y comentó:

—Desearía no tener que escondernos…

Bisila esbozó una tímida sonrisa. Al cabo de unos segundos dijo:

—Kilian… En otras circunstancias, ¿admitirías que soy tu mujer?

Él la obligó enérgicamente a que levantara la cabeza y la miró de manera intensa. Su voz sonó dura.

—Lo que más desearía sería salir a pasear contigo del brazo a la luz del sol, ir a bailar a Santa Isabel y tener nuestra propia casa, en donde esperaríamos al día en que los matrimonios entre españoles y guineanas fuesen permitidos…

Bisila parpadeó, tragó saliva y se atrevió a preguntar:

—¿Y no te importaría lo que dijeran de ti?

—La opinión de los blancos de aquí, si te refieres a eso, me importa bien poco, incluida la de mi hermano, quien, por cierto, está harto de acostarse con mujeres negras. Y el resto de mis familiares están tan lejos que, dijeran lo que dijeran, no podría oírlos.

La estrechó con fuerza entre sus brazos.

—Pertenecemos a dos mundos muy diferentes, Bisila, pero si tú no estuvieras casada, te aseguro que todo sería diferente. Yo no tengo la culpa de que las leyes y las costumbres sean las que son. —Hizo una pausa—. ¿Y a ti te importaría lo que dijeran tus familiares?

Bisila se soltó de los brazos de Kilian. Se sentó para que él pudiera apoyar la cabeza sobre su regazo y le acarició el pelo mientras decía:

—Yo lo tendría más fácil. No estoy en otra tierra diferente a la que me vio nacer. No dejaría de ver a mi gente. Estaría contigo en mi propio lugar. Y mi padre daría encantado su consentimiento a un matrimonio por amor con un hombre al que quiere.

Deslizó sus pequeñas manos hacia las mejillas sin dejar de acariciarle. Kilian la escuchaba con los ojos cerrados, asimilando lo que ella trataba de decirle.

—Parece que mi situación es complicada porque estoy casada, pero, Kilian, si no lo estuviera, tu situación sí que sería difícil. Tú tendrías que elegir entre dos mundos, y tu elección estaría cargada de renuncias.

Kilian se quedó mudo ante las palabras de Bisila.

Ella siempre se percataba de cosas que él creía bien ocultas en algún lugar de su corazón. El hecho de que Kilian viviera sus días por y para Bisila no significaba que los lazos que lo ataban a Casa Rabaltué se hubieran disuelto como hilos de telarañas. Sabía perfectamente que no era libre del todo y que estaba atado a su pasado, de la misma manera que su padre Antón lo había estado y muchos otros antes que él. Por eso, en el lecho de muerte, Antón le había pedido que se hiciera cargo de la casa centenaria y todo lo que ello significaba, que no era sino una losa heredada generación tras generación; una losa con la que había que cargar y a cuyo peso no era tan fácil renunciar.

Su hermano Jacobo tenía la suerte de no sufrir por nada. Trabajaba y enviaba dinero a casa, sí, pero tenía claro que su relación con Guinea era meramente utilitaria y más pronto que tarde regresaría a España, pues, al fin y al cabo, ese era su sitio. No se cuestionaba siquiera la posibilidad de vivir en otro lugar que no fuera su país.

Sin embargo, para Kilian, Casa Rabaltué suponía una obligación moral que ponía trabas a su libertad para elegir dónde vivir y aumentaba su temor de que antes o después tuviera que regresar a ella.

Bisila sabía eso. Ella lo conocía mejor que nadie. Comprendía que los lazos que lo ataban a su mundo eran más fuertes que las cadenas; podían aflojarse un poco, pero, en cualquier momento, podían tensarse y apretar con más fuerza. Quizá no fuera él quien las apretara. Quizá fueran las propias circunstancias. O los espíritus y sus razones. Tal vez por eso Bisila nunca le había pedido nada ni recriminado nada. Era plenamente consciente del lugar que ocupaban cada uno en el mundo.

Pero él temía tanto como ella el día en que los blancos tuvieran que abandonar la isla. Durante meses habían vivido su romance ajenos a todo lo que sucedía a su alrededor, y, muy especialmente, a los cambios que se estaban forjando de cara a la independencia, una palabra que ninguno de los dos quería pronunciar ante el otro porque sabían que la independencia del país podría terminar con su historia de amor. Sí, era inevitable que casi todas las conversaciones en aquellos momentos tuvieran un cariz político. Y era difícil apartar de sus mentes las voces que escuchaban continuamente, todavía en voz baja, pero con una intensidad creciente: «Echaremos a los blancos. Los expulsaremos a todos. No quedará ni uno…».

Quizá todo fuese obra de los espíritus. Quizá estaba escrito que sus caminos acabarían por cruzarse para continuar en una misma dirección. En lo más profundo de sus almas, ambos deseaban que esos mismos espíritus interviniesen en el discurrir de la historia y detuviesen el tiempo; que nada sucediese, que nada cambiase, que no tuvieran que verse obligados a decidir.

Kilian cogió las manos de Bisila entre las suyas y las besó.

—¿Cómo se dice «mujer bonita» en bubi?

—Se dice
muarána muèmuè
—respondió ella con una sonrisa.


Muarána… muèmuè
—repitió él, en voz baja—. Te prometo que no lo olvidaré.

Jacobo amartilló la pistola Star de nueve milímetros, extendió los brazos, entrecerró los ojos y disparó. La bala surcó al aire y atravesó la diana a pocas pulgadas del centro.

—Unas semanas más y serás tan bueno como yo —dijo Gregorio, secándose el sudor con el pañuelo—. ¿Quién quiere probar ahora?

Los otros hicieron un gesto negativo con la mano. Gregorio se encogió de hombros, preparó su pistola, se situó frente a la línea y disparó. La bala agujereó el centro de la diana. Hizo un gesto de satisfacción, puso el seguro al arma y se la colgó del cinturón antes de sentarse con los demás.

El sol de la tarde continuaba implacable sobre el Club de Tiro, situado bajo el paseo de palmeras y jardines sin edificaciones de Punta Fernanda. Los trabajadores españoles de Sampaka apuraban unas cervezas. Hacía tiempo que no coincidían todos juntos. Por una razón u otra siempre faltaba alguno. Esa tarde, Mateo había querido invitar a sus compañeros a unas rondas, como en los viejos tiempos, para celebrar su cumpleaños con ellos antes de cenar en casa de los padres de su novia. Jacobo había sugerido el Club de Tiro, adonde acudía últimamente con cierta frecuencia. Una vez que el oído se acostumbraba al ruido de los disparos, era posible disfrutar de las maravillosas vistas sobre el mar y, además, estaba muy cerca de la plaza de España, donde luego podían acudir Ascensión, Mercedes y Julia.

—¿Y qué?, ¿te ha dado ahora por aprender a disparar con pistola, Jacobo? —preguntó Kilian—. Las cacerías de sarrios siguen siendo con escopeta, ¿no?

—¿Cómo sarrios? —exclamó Marcial de manera exagerada—. ¿Pero no te estabas convirtiendo en un experto cazador de elefantes?

Los demás se rieron. Todos habían escuchado la única experiencia de Jacobo en Camerún. La había repetido tantas veces que parecía que habían sido no uno, sino decenas los elefantes abatidos.

—En realidad, Dick nos ha aconsejado a Pau y a mí que mejoremos nuestra habilidad con las armas, por si acaso.

—¿Tiene miedo? —preguntó Kilian. En su mente se dibujó la piel clara con manchas de sol del rostro del inglés y la mirada desconfiada y torva de sus ojos azules—. Yo pensaba que tu amigo no temía a nada ni a nadie. El otro, el portugués, parece más apocado, pero Dick no.

—Si los tratases más, te caerían mejor —protestó Jacobo.

Kilian levantó las manos en son de paz.

—Vosotros también deberíais practicar —intervino Gregorio, señalándolos con la botella—. En estos tiempos, conviene estar preparado.

—Yo lo tengo claro —dijo Marcial—. El día que las cosas se pongan feas, cojo y me largo.

—Lo mismo digo. —Mateo tomó un largo trago de su bebida—. Hombre, no creo que haya que correr tanto como ha hecho el novato…

Todos corearon el comentario con risas. El joven compañero de Jacobo no había aguantado en la finca ni una campaña completa. Una noche, unos hombres habían decidido meterse con él en el Anita Guau por ser blanco. Al final no pasó nada gracias a la oportuna intervención de los empleados de otras fincas, pero, a la mañana siguiente, pidió el finiquito y se marchó sin atender a razones. A Garuz no le sentó nada bien perder a un trabajador ya entrenado, y Jacobo tuvo que asumir el doble de trabajo porque cada vez era más difícil encontrar españoles dispuestos a viajar a Fernando Poo.

—Vosotros podríais marcharos sin mirar atrás —intervino Manuel—. A mí los que me dan pena son personas como mis suegros, que tienen aquí su negocio. Llegado el caso, tendrían que abandonarlo.

—¿Pero de qué habláis? —Kilian no quería oír ni una palabra de alejarse de la isla—. Aquí hay cacao para rato. Todo funciona igual que hace años.

—¿Tú en qué mundo vives? —le recriminó Jacobo—. ¿Es que no escuchaste al ministro diciendo que este es un momento de grandes cambios?

Su hermano torció el gesto.

—¿Quién lo hubiera dicho, eh, Kilian? —Gregorio ladeó la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados—. Al final eres el que mejor se ha adaptado a la isla. Me gustaría saber por qué… Igual Sade tiene razón. Ya sabes lo que va diciendo por ahí, ¿no?

Kilian se puso tenso. Comenzó a arrepentirse de su decisión de retomar su vida social para no levantar sospechas. Los ratos en el casino con Mateo y Marcial eran relativamente agradables, pero seguía sin soportar a ese hombre, aun cuando sus encuentros con él fuesen infrecuentes.

—¿Y qué va diciendo por ahí? —preguntó Jacobo—. ¿Por qué siempre soy el último en enterarme de las cosas?

—Tal vez porque te juntas más con Pao y Dick que con nosotros —dijo Marcial, con el deseo de esgrimir una razón plausible que explicase la decisión de Mateo y él de ocultarle los rumores que afectaban a su hermano—. ¿Es que los clubes de Bata son mejores que los de aquí?

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