—No lo digas, Kilian.
—¿Que no diga qué?
—Que nos hacemos mayores.
—¡Eh! Eso lo dirás por ti…
Kilian intentó ejecutar con torpeza unos pasos al ritmo de la música y Julia se rio. Enseguida, él volvió a apoyarse sobre la barandilla y ella lo observó. El joven inexperto, silencioso y sensible de los primeros años en la isla se había transformado en un hombre alegre, satisfecho y seguro de sí mismo. Si no fuera porque sabía de su metódica vida, diría que actuaba como un enamorado, con una sonrisa permanente en los labios, una mirada ensoñadora y una actitud resuelta ante cada circunstancia. Julia conocía esos síntomas a la perfección, aunque hacía años que habían cedido a la tenacidad de un cariño sosegado y una placidez reconfortante.
—¡Hola, hola! —dijo una voz—. ¡Os traigo una bolsita llena de nieve!
Kilian dio un respingo y se incorporó.
—¡Jacobo! No te esperábamos hasta la semana que viene.
—Hubo un error en el billete de avión y tuve que adelantar el viaje.
Los hermanos se abrazaron con afecto. Hacía seis meses que no se veían. A diferencia de Kilian, que tenía una buena razón para no marcharse, Jacobo había viajado a España para disfrutar de sus vacaciones después de cada campaña. Cada vez le daba más pereza regresar, decía, como si tuviera el presagio de que su estancia en África llegaba a su fin.
Jacobo señaló el vientre de la mujer.
—Manuel me lo ha dicho. Enhorabuena de nuevo.
—¿Y qué tal las vacaciones? —preguntó Kilian—. ¡Tienes un aspecto estupendo!
Jacobo sonrió y lo miró de arriba abajo.
—También a ti te veo muy bien. ¿Me lo parece o estás feliz? —Entrecerró los ojos en actitud inquisidora—. ¿Cómo es posible que no te canses de esta isla?
Kilian sintió que se sonrojaba y decidió cambiar de tema mientras tomaba asiento.
—¿Fue todo bien con el coche?
Jacobo se había comprado un precioso Wolkswagen negro en Guinea y lo había llevado a España. Rápidamente se olvidó de la evidente felicidad de su hermano y los ojos le brillaron de excitación cuando le respondió:
—No tuve ningún problema para matricularlo. Y el viaje a Pasolobino… ¡Toda la carretera para mí! Llegué con el coche hasta la mismísima plaza. ¡Tendrías que haber visto la cara de los del pueblo cuando lo aparqué y comencé a tocar el claxon! —Kilian se imaginó la cara de satisfacción de Jacobo al ser el centro de atención—. Ha sido la novedad estos meses. Todos me preguntaban qué significaba la matrícula TEG y yo tenía que explicar una y mil veces que las siglas correspondían a los Territorios Españoles del Golfo de Guinea… ¡No veas la de gasolina que he gastado llevando a unos y otros de aquí para allá…!
—Me imagino que también habrás llevado a más de una de aquí para allá… —le interrumpió Kilian, divertido.
—Todas las mujeres en edad casadera se peleaban por ir en mi coche.
Julia puso los ojos en blanco. El mundo cambiaba, pero Jacobo no.
—Bueno, me gustaría más saber si alguna en particular repitió viaje —bromeó Kilian. No podía imaginarse a su hermano saliendo con una misma mujer más de dos veces seguidas.
Jacobo carraspeó.
—Se llama Carmen y la conocí en un baile. No es de Pasolobino.
Julia abrió los ojos sorprendida. ¿De modo que alguien había conseguido ganar su corazón? Le fastidió reconocerlo, pero la fugaz molestia en el pecho había sido motivada por una pequeñísima pero existente punzada de celos.
Kilian se levantó, se acercó a Jacobo y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Querido hermano —dijo en tono burlón—. Deduzco por el tono de tu voz que tus años de noches locas y desenfrenadas se han terminado.
Ahora fue Jacobo quien se sonrojó.
—Bueno, todavía nos estamos conociendo. —Bajó el tono hasta convertirlo en un susurro—. Y ahora yo vuelvo a estar aquí y ella allí…
Julia suspiró. Esa tal Carmen, pensó, tendría mucho trabajo para transformarlo en un hombre de familia, si no lo abandonaba por imposible.
Kilian deslizó la vista por el horizonte. Su hermano era un juerguista incorregible, pero el hecho de que le hablase abiertamente solo de una mujer —y delante de Julia— indicaba dos cosas: una, que le importaba más de lo que creía, y dos, que realmente su estancia en Guinea se iba a acortar. De pronto, sintió un repentino acceso de remordimiento. Su hermano tenía muchos defectos, sí, pero nunca le había ocultado nada. Sin embargo, él sí llevaba meses ocultándole su amor por Bisila; un amor tan profundo que, ya que no podía ser pregonado a los cuatro vientos como merecería, sí podía, al menos, ser compartido con quien nunca lo traicionaría. Se pasó la lengua por los labios resecos. Tal vez debería hablar con su hermano sobre Bisila, pero algo en su interior le decía que esperase. A pesar del afecto fraternal que los unía, dudaba de que su hermano lo pudiera comprender. Pensaría que se había vuelto loco, que era exactamente como se sentía: enajenado, aturdido y completamente seducido por ella.
Julia se ofreció a ir a buscar otra ronda de bebidas. Cuando se quedaron solos, el semblante de Jacobo se ensombreció.
—¿Pasa algo en casa? —preguntó Kilian.
—Es Catalina. Está muy enferma.
Kilian sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
Jacobo se aclaró la voz.
—Yo…, bueno, yo me he despedido de ella. Te he traído una carta de mamá en la que me imagino que te pide que vayas tú ahora para estar con ellas.
—¡Pero justo ahora es cuando más trabajo hay aquí! —protestó Kilian débilmente. Lamentó sus palabras nada más pronunciarlas. Su corazón le estaba traicionando. No quería aceptar ninguna razón que lo apartase de Bisila, pero su hermana era su hermana y no había tenido una vida fácil, con un cuerpo enfermizo y una mente debilitada por la muerte de su único hijo. Hacía más de tres años que no veía a su madre y a su hermana. No podía dejarlas abandonadas. Tendría que ir. Bisila lo comprendería.
Jacobo lo distrajo de sus reflexiones.
—No estará mal que des una vuelta por casa, Kilian. Las cosas están cambiando. Hay rumores de que se podría poner una estación de esquí en lo alto de Pasolobino. ¿Sabes lo que eso significaría? —Los ojos de Jacobo comenzaron a brillar y sus explicaciones se aceleraron—. La tierra valdría mucho dinero. Ahora no vale nada y lo del ganado es una esclavitud. Podríamos cambiar de vida, trabajar en la construcción o en la estación de esquí, ¡incluso montar un negocio! Dejaríamos de ser un pueblo olvidado de la mano de Dios para convertirnos en un lugar turístico.
Kilian lo escuchaba atentamente.
—Ya han visitado la zona unos inversores que tienen experiencia en estos temas. Dicen que la nieve es el oro blanco del futuro…
Kilian se sentía aturdido. Su hermana se estaba muriendo. Tenía que ir a despedirse de ella. Tendría que separarse de Bisila por un tiempo. Una gran pena le corroía por dentro y, sin embargo, su hermano tenía la pasmosa fortaleza de pensar en el futuro.
El futuro era lo que más inquietaba a Kilian. Él no quería pensar en el futuro. Solo quería que las cosas nunca cambiasen, que el mundo se redujera a un abrazo con Bisila.
—Eh, Kilian… —La voz de Jacobo lo volvió a la realidad.
—Estaba pensando… que tendré que ir a casa.
A casa.
Hacía siglos que no pensaba en Pasolobino como en su casa.
—Pronto todos nos iremos definitivamente de aquí, Kilian. —Jacobo sacudió la cabeza con una mezcla de resignación y alivio—. El futuro ya no está en Guinea.
Julia regresó con las bebidas. Alguien saludó a Jacobo, que se ausentó unos segundos.
—¿Sabes, Julia? —dijo Kilian—. Tienes razón. Nos hacemos mayores.
Unas semanas después, Bisila envió a Simón para que acompañase a Kilian al hospital. Una vez allí, extrajo un papel y le mostró el dibujo de una pequeña campana rectangular con varios badajos.
—Es un
elëbó
—explicó—. Sirve para ahuyentar a los malos espíritus. Me gustaría que Simón te lo tatuara para que te proteja en el camino. ¿Te parece bien en la axila izquierda?
A Kilian le gustó el obsequio de Bisila. ¿Qué mejor regalo que uno que estuviera permanentemente pegado a su piel? En la axila, cerca del corazón, podría acariciarlo en cualquier momento.
—Te dolerá un poco —le advirtió Simón—. El dibujo es pequeño, pero complicado. Cierra los ojos y respira hondo.
—Creo que podré soportarlo —dijo Kilian, mirando a Bisila fijamente.
Kilian no cerró los ojos ni dejó de mirar a Bisila durante todo el proceso. La última vez que regresó de Pasolobino, Bisila había tenido un hijo de Mosi. Quería que ella tuviera bien claro que esta vez no tardaría en volver. Tenía la mirada clavada en la de ella. Apenas parpadeó cuando Simón le trazó el dibujo con un bisturí, ni cuando le aplicó sobre la herida trozos de palma a los que prendió fuego para que quemaran la piel. Ni siquiera se mordió el labio para soportar el dolor. Los enormes ojos de Bisila leían los suyos y le transmitían fuerza y calma a la vez.
Cuando Simón terminó, recogió sus cosas y, antes de marcharse, esbozó una sonrisa y dijo:
—Ahora,
massa
Kilian, ya eres un poco más bubi.
Bisila se inclinó sobre él, le untó la herida con una pomada y le susurró de forma casi imperceptible:
—Mi guerrero bubi.
Por la noche, Kilian daba vueltas por la habitación sin saber qué hacer. Bisila no había acudido. Miró el reloj. A esas horas era probable que ya no viniera. ¿Es que no iban a poder despedirse? Por fin se tumbó en la cama, abatido, y un ligero adormecimiento se apoderó de él.
Poco después, un ruido seco hizo que se incorporara de un salto. Enseguida sintió a Bisila, que entraba con sigilo, cerraba la puerta y echaba el pestillo. Kilian emitió un sonido de alegría. A pocos pasos de la cama ella le indicó que se mantuviera en silencio y que se tapara los ojos.
Bisila se quitó la fina bata de tela, la falda plisada y la blusa y extrajo unos objetos del pequeño cesto que había traído. A Kilian, los minutos que tardó en terminar lo que quiera que estuviera haciendo se le hicieron eternos. Por fin, ella avisó de que podía mirar.
Kilian abrió los ojos y emitió una exclamación de sorpresa.
Bisila iba cubierta de pies a cabeza con cuerdas de
tyîbö
sobre su piel desnuda. Las cuerdas, cargadas de pequeñas conchas, se abrían sobre sus pechos y sus caderas, como si no tuvieran más remedio que evitar sus curvas. Sobre la cabeza lucía un ancho sombrero adornado con plumas de pavo real. Una púa de madera lo atravesaba de parte a parte y permitía mantenerlo sujeto al cabello.
Bisila indicó a Kilian que se levantara y se dirigiera hacia ella.
Siempre en silencio, lo desvistió muy lentamente.
Una vez desnudo, ella vertió agua en un cuenco y extrajo unos polvos de colores que fue mezclando con el agua hasta obtener una pasta de color rojizo con la que untó el cuerpo de Kilian comenzando por los pies y las piernas. Ungió con suavidad sus muslos y sus nalgas, luego la espalda y por último el pecho.
Kilian recordó aquel día en el poblado, cuando mostró su deseo de que solo ella lo nombrase
botuku
, untándole de
ntola
en un río de agua pura, y agradeció que ella recordase el comentario. Quiso rodearla con sus brazos, pero ella negó con la cabeza y continuó con la placentera tortura de pintar su vientre y su pecho. Entonces se lavó las manos y cogió otros polvos de color azul y amarillo, los mezcló con agua, y con la pasta resultante trazó unas líneas en su cara, con suavidad, como si quisiera memorizar la distancia desde la nariz a cada oreja, y desde la base del pelo a la barbilla.
Cuando terminó, Bisila se lavó y secó las manos y tomó las de Kilian entre las suyas.
—Me he vestido de novia bubi, según la tradición más antigua —dijo, con la voz embargada por la emoción—. Y a ti te he pintado como a un guerrero.
Kilian agradeció escuchar por fin el sonido de su voz, pero no dijo nada.
—Sabes que nosotros tenemos dos tipos de matrimonio —continuó ella—. Uno se llama
ribalá rèötö
, o matrimonio para comprar la virginidad. Es el matrimonio verdadero ante la ley y es el que me une a Mosi. El otro se llama
ribalá rè rihólè
, o matrimonio por amor. No tiene valor ante la ley, pero sí ante nosotros mismos.
Levantó los ojos hacia Kilian y continuó con voz temblorosa:
—No tenemos a nadie que haga de sacerdotisa, pero supongo que no importa.
Kilian subió sus manos y las de ella hasta la altura del pecho y las apretó con fuerza.
—Primero debo hablar yo —continuó ella—. Y debo decirte, pero no te rías, que no olvidaré mi deber de cultivar las tierras de mi marido y de elaborar aceite de palma y que prometo serte fiel, al menos en mi corazón, dadas las circunstancias…
Bisila enmudeció tras sus últimas palabras y cerró los ojos para repetir mentalmente sus promesas.
—Ahora me toca a mí —dijo Kilian con voz ronca, al cabo de unos segundos—. ¿Qué debo decir?
—Tienes que prometer que no abandonarás a esta esposa —Bisila abrió los ojos—, a pesar de las muchas más que puedas tener.
Kilian sonrió.
—Prometo que no abandonaré a esta esposa, al menos en mi corazón, pase lo que pase.
Sellaron sus promesas con un largo y cálido beso.
—Y ahora, ¿qué se hace antes de pasar al lecho nupcial? —preguntó Kilian con un brillo especial en sus ojos.
Bisila echó la cabeza hacia atrás y rio abiertamente.
—Bueno, diríamos amén y alguien tocaría un
elëbó
y cantaría…
—Yo ya llevo el
elëbó
conmigo para siempre —dijo Kilian, alzando la mano hacia la axila izquierda y apoyándola con cuidado sobre el tatuaje—. Siempre estaremos juntos, Bisila. Esta es mi verdadera promesa, mi
muarána muèmuè
.
Ë ripúríi ré ëbbé
(La semilla del mal)
1965
A Bisila se le hacía el tiempo muy largo. Transcurrían los días y las semanas y Kilian no regresaba. No podían tener noticias el uno del otro, y cartearse hubiera sido demasiado arriesgado.
A miles de kilómetros, Kilian sí le escribía cartas que no enviaba. Se las narraba a sí mismo como si ella pudiera leer su pensamiento y entender que el tiempo se le hacía muy largo; que su cuerpo recorría las estancias de la casa, pero su corazón y su mente estaban lejos, y que, sin ella, la vida en Pasolobino le resultaba familiar pero vacía.