El brazo de Jacobo se tensó. Mosi dio otro paso más. Instintivamente, Kilian se lanzó contra su cuerpo y se oyó un disparo.
La bala pasó rozando la cabeza de Kilian y se incrustó en el pecho de Mosi.
Todo sucedió a la vez: Kilian en el aire, la bala cerca de su cabeza, la sangre de Mosi mezclándose con las insistentes gotas, Kilian en el suelo y el gigante cayendo sobre él.
De pronto, no se oía ni la lluvia.
Llegaron unos pies.
Alguien le quitó a Mosi de encima, lo ayudaron a levantarse y le preguntaron si se encontraba bien.
El médico. Enfermeras.
Jacobo dando explicaciones a un mudo Manuel:
—Intentó atacarme —decía una y otra vez—. Tú lo has visto.
Mateo moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Se veía venir —repetía—. Está claro que los blancos ya no somos queridos aquí.
Y Jacobo:
—Acabaremos todos durmiendo con un arma bajo la almohada… Gracias a Dios que no te ha pasado nada, Kilian.
Y Mateo:
—¡Jamás me hubiese imaginado esto de Mosi!
Bisila arrodillada sobre el cuerpo de Mosi.
Todo era agua y silencio.
«Corre, Bisila. Ve y dile a tu hijo que su padre ha muerto.»
Gente y más gente.
Agua y más agua.
Kilian necesitaba algo donde apoyarse.
Y Jacobo:
—Intentó atacarme. Tú lo has visto, Kilian. No tuve más remedio. Fue en defensa propia.
—¿A quién pagaste, Jacobo, para que te consiguiera la pistola?
—¿Por qué te lanzaste sobre él? ¿Acaso querías salvarlo?
Bisila recogiendo su sombrero del suelo, acariciándolo con sus suaves manos.
Y la voz de Jacobo:
—Será mejor que Manuel te eche un vistazo. Yo me encargaré de zanjar este asunto con la policía.
—Vete, Jacobo. Vendrán a por ti.
—¿Qué tonterías estás diciendo?
«Lárgate de mi isla.»
Bëköttò
(Días de duelo)
1965-1971
Lorenzo Garuz se encargó personalmente de agilizar los trámites para el rápido regreso de Jacobo a España y la finalización del contrato que unía a este con la finca Sampaka. Los últimos acontecimientos debían ser olvidados cuanto antes. Jacobo, poniendo en peligro su vida, había disparado contra quien había matado ya a dos europeos. Asunto resuelto. Por su propia seguridad, era mejor que se marchara cuanto antes, sin fiesta ni cena de despedida; solo unas palmadas en la espalda por parte de sus emocionados amigos y dos leves besos de Julia, quien le mostró un apoyo y comprensión —que echó de menos en Kilian y Manuel— sosteniendo sus manos durante unos segundos mudos.
Kilian no acompañó a su hermano al aeropuerto. Tampoco asistió al entierro de Mosi. José le había convencido de que era mejor así. Ninguno de los compañeros y vecinos del marido de Bisila comprendería la presencia del hermano de quien lo había asesinado. Kilian había dejado de ser
massa
Kilian: ahora era otro blanco.
Desde la muerte de Mosi no había parado de llover y el viento soplaba en ese rincón de la isla con una intensidad que Kilian no recordaba. No veía a Bisila desde hacía veinte días. Había preguntado a José, pero este había rehusado darle noticias de su paradero, y acercarse a la zona de barracones hubiera sido una imprudencia. Las jornadas se le hacían insoportablemente largas en la finca mientras los hombres iniciaban los preparativos para la siguiente cosecha. Con más frecuencia de lo habitual, los tornados le traían a la mente las palabras de su padre: «Los tornados. La vida es como un tornado. Paz, furia, y paz de nuevo».
A medida que pasaba el tiempo, iba comprendiendo mejor muchas de las cosas que Antón le había dicho. A sus treinta y seis años, Kilian tenía la sensación de haber disfrutado de poca paz y mucha furia. Solo Bisila había sido capaz de proporcionarle momentos de paz. Y necesitaba más. ¿Cuándo volverían a verse?
Por fin, una noche, alguien abrió la puerta de su habitación y entró sigilosamente cuando acababa de acostarse. Se incorporó con miedo, dispuesto a defenderse, pero una inconfundible voz se apresuró a tranquilizarlo:
—Sigues dejando la puerta abierta.
—¡Bisila! —Kilian se levantó, como empujado por un resorte, y corrió hacia ella.
Bisila llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Kilian deseaba estrecharla entre sus brazos y aspirar su aroma inconfundible, susurrarle al oído todo el torrente de emociones que lo embargaban, besarle la cara y el cuerpo, hacerle entender que nada había cambiado para él.
En lugar de eso, permaneció clavado frente a ella como si esperase una señal que le indicara que ella deseaba lo mismo.
—Tengo que hablar contigo —dijo ella con dulzura.
Se llevó las manos a la cabeza y retiró el pañuelo que la cubría. Kilian soltó un grito de asombro al ver que llevaba la cabeza afeitada.
—¡Tu pelo, Bisila! ¿Qué ha pasado?
Ella tomó una mano entre las suyas, lo guió hasta el borde de la cama y se sentó a su lado sin soltarle la mano. Comenzó a acariciársela, se la llevó a los labios y la besó. Entonces, él sintió que la esperanza encontraba un hueco en su pecho.
La luz de la luna iluminaba la estancia. Aun sin cabello, Bisila estaba más hermosa que nunca. La dureza de su mirada había desaparecido y sus labios habían abandonado el amargo rictus de sus últimos encuentros para atreverse a esbozar una tímida sonrisa.
—Siento tanto por lo que has pasado… —comenzó a decir él. Las palabras le salían como un torrente, atropellándose unas a otras—: No debería haberme marchado. Lo único que deseo es que todo sea como antes… Mosi ha muerto… Ahora eres libre para estar conmigo…
Bisila posó una mano sobre sus labios para evitar que continuara y dijo:
—Te dije que eso era posible si una mujer cumple con rigor el ritual del duelo… Nunca he renunciado a mis creencias. Lo que siento por ti me ha apartado temporalmente de lo que una vez fui, pero algo en mi interior me pide que me aleje para pensar en lo que ha pasado, en lo que quiero y en quién soy realmente.
Kilian frunció el ceño.
—¿Necesitas tiempo para admitir que en tu corazón yo soy tu verdadero marido?
Bisila esbozó una triste sonrisa.
—Ante los ojos de la ley divina y humana, Mosi era mi marido, así que, de cara a mi gente, el periodo de duelo es indispensable. Pero hay algo más. —Los ojos se le llenaron de lágrimas y la voz le tembló—. Las imágenes de lo sucedido están siempre ahí, en mi mente. No puedo borrarlas. Y sus palabras, Kilian… No solo se apoderaron de mi cuerpo, sino también de mi alma. Me hicieron sentir tan insignificante como un gusano. Tengo que superarlo. Si no, no seré libre para amarte. No quiero compararte con ellos, Kilian, con los blancos que han abusado de nosotros durante tanto tiempo. Por eso necesito distanciarme de ti.
Kilian se puso de pie y comenzó a caminar por la habitación. El recuerdo de la agresión sufrida por Bisila le dolía profundamente, pero el sentimiento de temor por sus últimas palabras era todavía más inquietante.
—Mañana me iré a Bissappoo y estaré sola otros veinte días en una cabaña a las afueras… —añadió ella recuperando la serenidad.
—¡Casi otro mes! —exclamó Kilian, exasperado.
Bisila se mordió el labio inferior y permaneció en silencio unos segundos antes de atreverse a continuar:
—Después me alojaré en una casa junto a la de mi madre, con quien se quedará Iniko. Mosi no tenía familia, así que nadie reclamará a mi hijo, lo cual me alegra. Me pintaré el cuerpo con una pasta arcillosa y me adornaré las rodillas, los brazos, las muñecas y la cintura con pulseras de esparto. Tendré que estar unos días sin que nadie me vea con ese atuendo de viuda. Luego podré salir y pasear adonde yo quiera, pero ni yo bajaré a Sampaka ni tú subirás a verme mientras dure el periodo de duelo —concluyó precipitadamente—: Ya está. Eso es todo. No es tan complicado.
Kilian había escuchado las palabras de Bisila sin detener su ir y venir por la habitación.
—¿Y cuánto tiempo estarás así? ¿Cuánto tiempo
estaremos
así?
Bisila murmuró algo.
—Un año —respondió ella, con voz apenas perceptible, mientras se ponía de pie.
Kilian se detuvo al instante.
—No me pidas tanto —susurró, desesperado—. ¿Qué voy a hacer aquí? —Se acercó a ella y buscó su mirada—. ¿No temes que el tiempo se nos acabe?
Los ojos de la mujer desprendían una firma determinación.
—No puedes prohibirme que suba a verte a Bissappoo…
—Si subes… —le advirtió Bisila—, ¡nunca más volveré contigo! ¡Tienes que prometerlo!
—No puedo prometerte eso, Bisila —replicó Kilian con obstinación. Sus manos acariciaron la piel de su cabeza, su nuca, sus hombros y descendieron por su espalda hasta la curva de sus caderas. Su voz se volvió suave, casi lastimosa—. Tenerte tan cerca y no poder estar contigo…
—Te lo dije una vez y te lo repito. Siempre estaré a tu lado… —Bisila alzó una mano para acariciarle la mejilla, se puso de puntillas y lo besó con una ternura tan palpable que Kilian se estremeció—, aunque no puedas verme.
En aquellos momentos, Kilian no podía saber que el periodo transcurrido entre mayo de 1965 y abril de 1966 no sería ni el más dramático ni el más insoportable de su vida, aunque a él así se lo pareciera. Una vez más se refugió en la rutina del trabajo y agradeció que la cosecha de ese año fuese de las más generosas que había producido la finca en décadas. Desde finales de agosto, los secaderos funcionaron a todo gas y él no faltó ni un solo día a su encuentro con el agobiante calor que lo sumía en un estado de sopor y adormilamiento permanente. Dormir y trabajar: esas eran sus ocupaciones. Afortunadamente, los recién casados, Mateo y Marcial, andaban ocupados con sus nuevas vidas en la ciudad y se marchaban de la finca en cuanto terminaba la jornada laboral, y Julia se dedicaba exclusivamente al cuidado de sus dos hijos, Ismael y Francisco. Así, Kilian ya no tenía que buscar excusas para abandonar por completo la vida social y podía contar cada minuto de los que restaban para que el duelo de Bisila —y el suyo propio— llegase a su fin, ajeno por completo a los sucesos que estaban cambiando la historia a su alrededor.
La época de la cosecha se superponía con las labores de poda. José y Kilian caminaban por las amplias calles de los cacaotales, supervisando el trabajo de los braceros. En cada hilera, los cacaos estaban situados a la misma distancia unos de otros. Se erguían iguales, como fértiles vasos abiertos, bien formados, con un tronco único, la horqueta a la misma altura, las copas bien equilibradas y limpios de rebrotes, tocones o ramas entrecruzadas. No muy lejos de ellos, se escuchaba la voz de Simón, que alternaba gritos de protesta, risas y cantos con los nigerianos de su brigada.
Kilian caminaba pensativo.
El mundialmente conocido cacao de Sampaka provenía del trabajo diario de los cientos de trabajadores que pasaban sus días cortando maleza, regulando la sombra de los árboles nodriza, reemplazando las plantas enfermas, curando los cortes accidentales, injertando diferentes tipos de cacao y cosechando cada quince días cuando los árboles producían sus frutos.
Y siempre los oía cantar.
Las alegres voces armonizadas de manera improvisada en cantos solemnes se imponían a la matemática exactitud con la que los cacaotales marcaban el paso de las estaciones.
Algunos de esos hombres llevaban años sin ver a sus esposas, a sus hijos, a sus familiares cercanos. Trabajaban de sol a sol. Se levantaban, acudían a las fincas, comían, continuaban su trabajo, cenaban, cantaban y conversaban hasta que se retiraban a descansar a sus barracones —todos iguales, dispuestos en ordenadas filas como los árboles del cacao—, confiando en un nuevo día que los engulliría en su rutina. Lo único que esperaban de la vida era que les pagasen bien para poder enviar el dinero a su país y dar una vida mejor a sus familias.
Y aun así seguían cantando.
Día tras día. Mes tras mes. Estación tras estación…
Hacía once meses y una semana que no veía a Bisila.
Durante todo ese tiempo, él no había sentido ganas de cantar.
—Estás muy callado —dijo José, observando la expresión absorta de Kilian—. ¿En qué piensas?
Kilian dio unos golpecitos en el suelo con su machete.
—¿Sabes, Ösé? Llevo muchos años aquí y nunca me he sentido extraño. He hecho lo mismo que todos vosotros. Trabajar, comer, divertirme, amar, sufrir… —Pensó en la muerte de su padre y en la ausencia de Bisila—. Ösé, creo que la mayor diferencia entre un bubi como tú y un blanco como yo es que el bubi deja crecer el árbol del cacao libremente, pero el blanco lo poda y lo educa para sacar el mayor provecho de él.
José asintió con la cabeza. Al crecer, el cacao producía una gran cantidad de retoños que había que cortar para que no le chupasen la savia. Y aun haciendo eso, con el paso de los años, los árboles se iban deformando. Por esa razón, se comenzaba a podar cuando el árbol era joven. Si se cortaban muchas ramas, el árbol se desmandaba y agotaba a la vez porque la planta tenía que gastar demasiada energía en producir las hojas necesarias para cargar flores; y si no se cortaban las suficientes ramas secas, enfermas, mal formadas, desgarradas o mal dirigidas, los suficientes chupones o los restos de la cosecha anterior, el sol no podía llegar hasta el mismo tronco y el árbol podía pudrirse hasta morir.
Al cabo de un rato, José dijo:
—Ahora hay negros que podan como los blancos y negros que quieren que los cacaotales crezcan a su ritmo. También hay blancos que quieren seguir podando y blancos que abandonan sus plantaciones. Dime, Kilian, ¿cuál de ellos eres tú?
Kilian sopesó la pregunta.
—Soy un hombre de montaña, Ösé —respondió, encogiéndose de hombros y mirándole directamente a los ojos—, que ha pasado trece años entre tornados tropicales.
Sacudió la cabeza con aire de resignación y añadió:
—Por eso sé que solo hay una cosa cierta. No se puede poner riendas a la naturaleza. Se podan cacaotales, pero los árboles siguen generando retoños y ramas desordenadas en tal cantidad que no hay machetes suficientes que acaben con ellos. Igual que las aguas de los ríos y barrancos, Ösé. Las tormentas acrecientan sus cauces y se desbordan.
—Hay un refrán que dice que las aguas siempre vuelven a su cauce… —repuso José.