Pantano de sangre (27 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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—No. Quiero oír la teoría.

—Si me acordase se la explicaría.

—¿Seguro que no recuerda nada más?

—Es de lo único que me acuerdo. Le juro que es de lo único.

—Gracias.

Con un rugido ensordecedor, uno de los cañones vomitó humo y llamas. Blast sintió que se levantaba del suelo y salía despedido hacia atrás, hasta caer con un tremendo impacto. Notó un hormigueo en el pecho; era extraño, pero no sentía dolor. Por unos instantes, albergó la absurda esperanza de que hubiera fallado el tiro. Después miró su pecho destrozado.

Vio cómo, de muy lejos, aquel hombre —algo borroso e indefinido—, se acercaba y se detenía junto a él. Los cañones de la escopeta, que parecían hocicos de animal, se separaron de aquella silueta y se cernieron sobre la cabeza de Blast. Intentó protestar, pero tenía la garganta llena de otro calor, reconfortante, por extraño que pareciera, y no podía vocalizar...

Después llegó otra terrible confusión de fuego y ruido, que esta vez trajo consigo la inconsciencia.

39

Nueva York

Eran las siete y cuarto de la mañana, pero la división XV de homicidios ya estaba en plena actividad, tomando nota de los posibles asesinatos y crímenes de la noche anterior, que no eran pocos, y reuniéndose en las zonas de descanso para hablar de cómo iban las investigaciones abiertas. La capitana Laura Hayward, sentada a su escritorio, estaba acabando un informe mensual más exhaustivo de lo acostumbrado para el jefe de policía. El pobre hombre era nuevo, venía de Texas, y Hayward era consciente de que agradecería un poco de respaldo burocrático.

Acabó el informe, lo guardó y bebió un poco de café. Ni siquiera estaba tibio. La capitana ya llevaba más de una hora en el despacho.

Mientras dejaba el vaso, sonó su móvil; el privado, no el oficial. Solo había cuatro personas que tuvieran ese número: su madre, su hermana, el abogado de la familia... y Vincent D'Agosta.

Lo sacó del bolsillo de la chaqueta y lo miró. Normalmente, con lo puntillosa que era con el protocolo, no lo habría cogido en horas de trabajo, pero esta vez cerró la puerta del despacho y abrió el teléfono.

—¿Diga? —contestó.

—Laura. —Era la voz de D'Agosta—. Soy yo.

—¿Va todo bien, Vinnie? Anoche me quedé un poco preocupada de que no llamaras.

—Sí, todo bien. Perdona. Es que la cosa se puso un poco... acelerada.

Hayward volvió a sentarse detrás de la mesa.

—Cuéntamelo.

Hubo una pausa.

—Hemos encontrado el
Marco Negro
.

—¿El cuadro que buscabais?

—Sí; al menos creo que sí.

No parecía demasiado ilusionado; más bien irritado.

—¿Y cómo lo habéis encontrado?

Otra pausa.

—Pues... hum... entrando sin permiso.

—¿Entrando sin permiso?

—Sí.

Empezaron a dispararse las alarmas.

—¿Cómo? ¿Cuando ya estaba cerrado?

—No. Lo hicimos ayer por la tarde.

—Sigue.

—Lo planeó Pendergast. Entramos haciéndonos pasar por inspectores de Obras Públicas, y Pendergast...

—He cambiado de idea. No quiero saber nada. Cuéntame qué pasó después de conseguir el cuadro.

—Verás, por eso no pude llamar a la hora habitual. Al salir de Baton Rouge nos dimos cuenta de que nos seguían, y empezamos a correr como locos por los pantanos de...

—¡Eh, Vinnie! Para un momento, por favor. —Era justo lo que había temido—. Creía que me habías prometido que tendrías cuidado, y que no te dejarías arrastrar por las excentricidades de Pendergast.

—Ya lo sé, Laura. Y no lo he olvidado. —Otra pausa—. Al saber que estábamos cerca del cuadro, realmente cerca, decidí que haría casi cualquier cosa para ayudar a resolver el misterio y volver contigo.

Hayward suspiró y sacudió la cabeza.

—¿Después qué pasó?

—Nos quitamos de encima al que nos perseguía. No volvimos a Penumbra hasta medianoche. Llevamos a la biblioteca la caja de madera que habíamos cogido y la pusimos encima de una mesa. Es increíble lo meticuloso que fue Pendergast. En vez de abrirla con una palanca, usamos unas herramientas diminutas que harían bizquear hasta a un joyero. Tardamos horas. En algún momento debió de entrar humedad, porque el cuadro estaba pegado a la madera por la parte de atrás, así que aún tardamos más en desprenderlo.

—Pero ¿era el
Marco Negro
}

—El marco era negro, en efecto, pero el lienzo estaba cubierto de moho, y tan sucio que no se veía nada. Pendergast cogió algodones, pinceles y varios disolventes y productos de limpieza, y empezó a retirar la suciedad. A mí no me dejó ni tocarlo. Al cabo de un cuarto de hora, más o menos, consiguió despejar una parte pequeña de la pintura, y...

—¿Qué?

—Se quedó tieso de repente. Me echó de la biblioteca y se encerró con llave.

—¿Sin más?

—Sin más; así que me quedé en el pasillo, sin poder ponerle la vista encima al cuadro.

—Siempre te he dicho que este tío no está muy bien de la cabeza.

—Reconozco que es un poco peculiar. Como ya debían de ser las tres de la madrugada, lo mandé todo a la mierda y me fui a la cama. Cuando me he despertado esta mañana, Pendergast seguía dentro, trabajando.

Hayward sintió que empezaba a indignarse.

—Típico de Pendergast. Vinnie, reconoce que no se comporta como un amigo.

Oyó que D'Agosta suspiraba.

—Me he recordado que estamos investigando la muerte de su mujer, y que para él todo esto debe de ser muy duro... Además, sí que es amigo mío, aunque lo demuestre de manera extraña. —Hizo una pausa—. ¿Alguna novedad sobre Constance Greene?

—Está encerrada en la prisión del hospital de Bellevue. He hablado con ella, y sigue afirmando que tiró a su bebé por la borda.

—¿Te ha dicho por qué?

—Sí. Dice que era malo. Como su padre.

—Caramba. Sabía que estaba loca, pero no tanto.

—¿Cómo se lo ha tomado Pendergast?

—No sabría decírtelo. Con él siempre es igual. Exteriormente, casi no parece que le haya afectado.

Hubo un breve silencio. Hayward se preguntó si convenía presionarle para que volviera, pero no quería agravar sus preocupaciones.

—Hay otra cosa —dijo D'Agosta.

—¿Qué?

—¿Te acuerdas de aquel hombre del que te hablé, Blackletter? ¿El que había sido jefe de Helen Pendergast en Médicos con Alas?

—¿Qué le pasa?

—Anteayer por la noche le asesinaron en su casa. Dos cartuchos del doce a bocajarro; las tripas le salieron por la espalda.

—Dios mío.

—Espera, aún hay más. ¿Sabes? John Blast, ese tío repelente que fuimos a ver en Sarasota. Yo había dado por supuesto que era él quien nos seguía, pero acabo de oír en las noticias que también le han pegado un tiro; ayer mismo, más o menos a la misma hora en la que nosotros pillábamos el cuadro. A ver si lo adivinas: otra vez dos cartuchos del 12.

—¿Tienes alguna idea de qué ocurre?

—Al enterarme de que le habían pegado un tiro a Blackletter, pensé que Blast estaba detrás de todo, pero ahora que también él ha muerto...

—Eso tienes que agradecérselo a Pendergast. Por donde va siempre hay problemas.

—Espera un segundo. —Pasaron unos veinte segundos de silencio antes de que se oyera otra vez la voz de D'Agosta—. Es Pendergast. Acaba de llamar a mi puerta. Dice que el cuadro está limpio y quiere saber mi opinión. Te quiero, Laura. Esta noche te llamo. Y colgó.

40

Plantación Penumbra

Cuando D'Agosta abrió la puerta, Pendergast estaba fuera, con las manos en la espalda, de pie sobre la mullida moqueta del pasillo. Aún llevaba la camisa de cuadros y los vaqueros de su incursión en Port Allen.

—Lo siento mucho, Vincent—dijo—. Le ruego que me disculpe por lo que debe de haberle parecido el colmo de la grosería y una falta de consideración por mi parte.

D'Agosta no respondió.

—Quizá lo entienda mejor cuando vea el cuadro. Si es tan amable...

Pendergast señaló la escalera. D'Agosta salió y le siguió por el pasillo.

—Blast está muerto —dijo—. Le han disparado con el mismo tipo de arma que mató a Blackletter.

Pendergast se paró a medio paso.

—¿Un disparo, dice?

Siguió caminando, un poco más despacio.

La puerta de la biblioteca estaba abierta, derramando su luz amarilla en el vestíbulo. Pendergast, que iba en cabeza, bajó por la escalera y cruzó el arco en silencio. El cuadro estaba en el centro de la sala, sobre un caballete, cubierto con un grueso terciopelo.

—Colóquese allí, delante del cuadro —dijo Pendergast—. Necesito una reacción sincera.

D'Agosta se situó justo enfrente.

Pendergast se puso a un lado, levantó el terciopelo y dejó el cuadro al descubierto.

D'Agosta se quedó de piedra. No era un cuadro de una cotorra de las Carolinas, ni de ningún otro pájaro o motivo naturalista; representaba a una mujer madura, desnuda y demacrada, en una cama de hospital. Detrás, en lo alto de la pared, había una pequeña ventana por la que penetraba en diagonal un rayo de luz fría. La mujer tenía los tobillos cruzados y las manos sobre los pechos, casi en la postura de cadáver. Se le marcaban las costillas a través de una piel de color de pergamino. Se notaba que estaba enferma, y quizá no del todo en sus cabales. Aun así, había en ella algo repulsivamente incitante. Al lado de la cama había una mesita, con una jarra de agua y unas vendas. El pelo negro se esparcía por una almohada de tela basta. Las paredes de yeso pintado, la carne flácida y reseca, la urdimbre de las sábanas... Todo estaba observado con meticulosidad, hasta las motas del aire polvoriento, y plasmado con una claridad y aplomo despiadados, en una imagen cruda, desnuda y elegiaca. Pese a no ser ningún experto, D'Agosta recibió un impacto visceral enorme.

—¿Vincent? —preguntó en voz baja Pendergast.

D'Agosta levantó una mano y deslizó las puntas de los dedos por el
Marco Negro
del cuadro.

—No sé qué pensar —dijo.

—En efecto. —Pendergast vaciló—. Cuando empecé a limpiar la pintura, lo primero en salir a la luz fue esto. —Señaló los ojos de la mujer, que miraban fijamente al espectador desde el lienzo—. Después de verlo he comprendido que todas nuestras suposiciones eran erróneas. Necesitaba tiempo y estar a solas para limpiar el resto. No quería que usted lo viese aparecer de forma gradual. Quería que descubriera el cuadro entero, en su conjunto. Necesitaba una opinión fresca e inmediata. Por eso le he dejado tan bruscamente al margen. Una vez más le pido disculpas.

—Es increíble. Pero... ¿está seguro de que esto es obra de Audubon?

Pendergast señaló una esquina, donde D'Agosta distinguió a duras penas una firma. Después, el agente indicó en silencio otro rincón oscuro de la habitación pintada, donde había un ratón agazapado, como si esperase.

—La firma es auténtica, pero lo más importante es que nadie más que Audubon podría haber pintado este ratón. Y estoy seguro de que lo pintó del natural, en el sanatorio. Está demasiado detallado para no ser real.

D'Agosta asintió lentamente.

—Yo estaba convencido de que nos encontraríamos con una cotorra de las Carolinas. ¿Qué tiene que ver una mujer desnuda en todo esto?

Pendergast se limitó a abrir sus manos blancas, en señal de misterio. D'Agosta leyó frustración en su mirada. Dando la espalda al caballete, el agente dijo:

—Échele un vistazo a esto, si es tan amable, Vincent.

Cerca, sobre una mesa grande, estaban expuestos varios grabados, litografías y acuarelas. El lado izquierdo lo ocupaban bocetos de animales, pájaros, insectos, bodegones y retratos rápidos de gente. Encima de todo había una acuarela de un ratón.

Los dibujos del lado derecho estaban separados del resto. No tenían nada que ver con los de la izquierda. Casi todo eran pájaros, de un realismo y detalle tales que parecían a punto de salir del papel, aunque también había algunos mamíferos y escenas de bosque.

—¿Percibe alguna diferencia?

—¡Desde luego! Los de la izquierda no valen nada. Pero los de la derecha... la verdad es que son preciosos.

—Los he sacado de las carpetas de mi tatarabuelo —dijo Pendergast—. Estos... —Señaló los toscos bocetos de la izquierda—. Se los dio Audubon a mi abuelo en 1821, cuando vivía en la casita de la calle Dauphine, justo antes de caer enfermo. Así era como pintaba antes de ingresar en el sanatorio de Meuse St. Claire. —Se volvió hacia las obras del lado derecho—. Y así es como pintaba más tarde, después de salir del sanatorio. ¿Ve usted el enigma?

D'Agosta aún estaba impresionado por la imagen del
Marco Negro
.

—Mejoró —dijo—. Es normal en los artistas. ¿Qué tiene de enigmático?

Pendergast sacudió la cabeza.

—¿Mejorar? No, Vincent; esto es una transformación. Nadie mejora tanto. Estos bocetos de la primera época son malos. Se trata de obras esforzadas, literales, torpes. Aquí, Vincent, no hay nada, nada que indique la menor chispa de talento artístico.

D'Agosta no tuvo más remedio que estar de acuerdo.

—¿Qué pasó?

Los ojos claros de Pendergast sometieron la obra de arte a un estudio detallado; luego regresó lentamente hacia el sillón que había situado frente al caballete y tomó asiento ante el
Marco Negro
.

—Está claro que esta mujer era una paciente del sanatorio. Quizá el doctor Torgensson se enamorase de ella. Quizá tuvieran algún tipo de relación, lo que explicaría que se aferrase tanto a la obra, incluso en la más absoluta pobreza. Lo que no explicaría, en cambio, es el desesperado interés de Helen por este cuadro.

D'Agosta volvió a mirar a la modelo, reclinada en la sencilla cama de enfermería, con una actitud cercana a la resignación.

—¿Cree que podría ser una antepasada de Helen? —preguntó—. ¿Una Esterhazy?

—Se me había ocurrido —respondió Pendergast—, pero ¿cómo explicaría una búsqueda tan obsesiva?

—La familia de Helen se marchó de forma vergonzante de Maine —dijo D'Agosta—. Quizá había alguna mancha en el historial familiar, y este cuadro podía ayudar a limpiarla.

—Sí, pero ¿cuál? —Pendergast señaló la figura—. A mí me parece que una imagen tan controvertida, en vez de dar lustre al buen nombre familiar, lo mancillaría. Al menos ahora podemos hacer conjeturas sobre la razón por la que nunca se mencionó el motivo de la pintura. Es tan turbadora, y tan provocativa...

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