Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
—¿Es esto? —exclamó D'Agosta.
Pendergast asintió con la cabeza, señalando la tienda de móviles.
—He ahí el punto exacto donde se encontraba la casucha de Torgensson.
D'Agosta miró los edificios uno a uno; de repente, se le pasó el buen humor que parcialmente había recuperado durante el corto paseo.
—Tal como dijo Blast —musitó—, no hay nada que hacer.
Pendergast se metió las manos en los bolsillos y se acercó tranquilamente al centro comercial. Entró en todos los establecimientos. D'Agosta, que no tenía fuerzas para seguirle, se limitó a observarle desde el aparcamiento. El agente tardó cinco minutos en volver. Sin decir nada, escrutó el horizonte muy despacio, girándose de un modo casi imperceptible, hasta haber inspeccionado todo lo que había en trescientos sesenta grados a su alrededor. Después repitió la operación, pero esta vez interrumpió el examen más o menos a la mitad.
—Fíjese en aquel edificio, Vincent —dijo.
Siguiendo su gesto con la mirada, D'Agosta vio el centro de visitantes junto al que habían pasado al principio del paseo. —¿Qué le pasa? —preguntó.
—Salta a la vista que es una antigua estación de bombeo de agua. Su estilo neogótico indica que probablemente data de la población original de St. Michel. —Pendergast hizo una pausa—. Sí —murmuró al cabo de un momento—, estoy seguro.
D'Agosta esperó.
Pendergast se giró y señaló en dirección contraria. Desde aquel privilegiado observatorio, se dominaba sin obstáculos el paseo del río, la esclusa en ruinas y, al fondo, el ancho Mississippi.
—Qué curioso —comentó—. Este centro comercial queda en línea recta respecto a la antigua estación de bombeo y la esclusa del río.
Echó a caminar otra vez hacia el río, a paso rápido. D'Agosta le siguió.
Pendergast se paró casi al borde del agua, y se agachó para examinar la esclusa. D'Agosta vio que desembocaba en un gran conducto de piedra, sellado con cemento y parcialmente rellenado.
Pendergast se irguió.
—Lo que imaginaba. Aquí había un acueducto. —¿Ah, sí? ¿Y qué significa?
—Sin duda lo abandonarían y lo cerrarían cuando la mitad este de St. Michel se desmoronó en el río. ¡Qué interesante!
D'Agosta no compartía el entusiasmo de su amigo por los detalles históricos.
—Lo entiende, ¿verdad, Vincent? La casa de Torgensson tuvo que construirse después de que cerraran el acueducto.
D'Agosta se encogió de hombros. No tenía ni la menor idea de por dónde iba el razonamiento de Pendergast.
—Por estos pagos se tenía la costumbre, al menos en el caso de los edificios construidos sobre el trazado de un antiguo conducto de aguas, de excavar el acueducto antiguo y usarlo como sótano. Así se ahorraban mucho trabajo, porque en aquel entonces los sótanos se excavaban a mano.
—¿Y usted cree que el conducto todavía existe...?
—Exacto. En 1855, cuando construyeron la casa, probablemente usaran como sótano una parte del túnel rellenado y abandonado, por el que, huelga decirlo, ya no circulaba agua. Esos acueductos antiguos no eran redondeados, sino cuadrados, y estaban hechos de mortero. A los constructores les bastaba con apuntalar los cimientos, construir dos paredes de ladrillo en los lados perpendiculares a las paredes existentes del acueducto y...
¡voila!
Un sótano instantáneo.
—¿Y a usted le parece que ahí es donde encontraremos el
Marco Negro
? —preguntó D'Agosta, con la respiración un poco acelerada—. ¿En el sótano de Torgensson?
—No, no en su interior. ¿Se acuerda de la nota del acreedor que nos mostró Blast? «Hemos registrado toda la choza, del sótano al desván, y está vacía. No queda nada de valor, y menos un cuadro.» —Entonces, ¿a qué viene tanto revuelo, si no está en el sótano?
Pendergast era tan reservado que a veces llegaba a ser exasperante.
—Piense un poco: una hilera de casas pegadas las unas a las otras sobre un túnel ya existente, todas con un sótano hecho a partir de un segmento de ese túnel. Pero no olvide los espacios entre las casas, Vincent. Le recuerdo que los cimientos serían aproximadamente del mismo tamaño que las viviendas de encima.
—Quiere decir... que habría espacios entre los sótanos.
—En efecto. Partes del antiguo acueducto entre sótano y sótano, tapiadas y en desuso. Ahí es donde Torgensson pudo esconder el
Marco Negro
.
—¿Y por qué lo escondió tan bien?
—Cabe suponer que, puesto que el doctor daba tanto valor al cuadro como para no separarse de él ni en las mayores estrecheces, lo valoraba bastante como para no querer alejarse nunca de él. Pero al mismo tiempo tenía que escondérselo a sus acreedores.
—Pero un relámpago cayó sobre la casa. Solo quedaron cenizas.
—Cierto, pero si nuestro razonamiento es correcto, lo más probable es que el cuadro quedara intacto dentro de su nicho, en la seguridad del túnel de acueducto que había entre el sótano de Torgensson y el siguiente.
—Así que solo tenemos que entrar en el sótano de la tienda de móviles.
Pendergast retuvo a D'Agosta por el brazo.
—Por desgracia, la tienda de móviles carece de sótano. Lo he comprobado al entrar. Después del incendio debieron de rellenar el sótano de la edificación anterior.
De nuevo, D'Agosta se desinfló de golpe.
—¿Entonces qué coño hacemos? No podemos ir a buscar una excavadora, arrasar la tienda y excavar un nuevo sótano.
—No, pero tenemos alguna posibilidad de acceder a esa parte del túnel desde el sótano adyacente; he verificado que aún existe.
Una vez más, los ojos de Pendergast recuperaron la vivacidad que en los últimos días había brillado por su ausencia: la del cazador.
—Me apetecería comer unos donuts —dijo—. ¿Ya usted?
St. Francisville, Luisiana
El doctor Morris Blackletter conectó minuciosamente el servomecanismo a la rueda trasera. Tras comprobarlo dos veces, enchufó a su ordenador portátil el cable USB del control remoto e hizo un diagnóstico. Todo correcto. Entonces escribió un programa sencillo, de cuatro líneas, lo descargó en la unidad central y dio la orden de ejecutar. El pequeño robot —un ensamblaje más bien feo de procesadores, motores e inputs sensoriales, montado sobre grandes ruedas de goma— puso en marcha su motor delantero, rodó por el suelo cinco segundos exactos y se paró de golpe.
El sentimiento de victoria que abrumó a Blackletter no guardaba proporción con la magnitud del logro. Era el momento que anhelaba desde el principio de sus vacaciones; unas vacaciones en las que había contemplado catedrales inglesas y se había sentado en la penumbra de los pubs.
Años atrás había leído un estudio acerca de los jubilados según el cual solían cultivar intereses diametralmente opuestos al trabajo que habían desempeñado en sus vidas profesionales. En su caso estaba muy claro, pensó, compungido. Durante todos los años en los que había trabajado en el ámbito de la salud, primero en Médicos con Alas y después en varios laboratorios farmacéuticos y de investigación médica, le había obsesionado el cuerpo humano: su funcionamiento, la causa de sus disfunciones y el modo de mantenerlo saludable o de curar sus enfermedades.
Y en esos momentos jugaba con robots, la antítesis de los seres de carne y hueso. Si se quemaban, solo había que tirarlos a la basura y pedir otros. Sin sufrimiento ni muerte.
Qué diferencia con los años que había pasado en países del Tercer Mundo, muerto de sed, acribillado por los mosquitos, amenazado por guerrillas y agobiado por la corrupción; años de lucha para contener las epidemias de enfermedades que a veces también él contraía. Había salvado cientos de vidas, quizá miles, pero habían perecido tantas otras... No por culpa suya, claro, pero estaba esa otra cosa en la que intentaba no pensar, y que era la que le hacía rehuir los seres de carne y hueso y refugiarse en la satisfacción del plástico y de la silicona...
Ya estaba otra vez a vueltas con lo mismo. Movió lentamente la cabeza, como si quisiera sacudirse el terrible sentimiento de culpa que le provocaba, y volvió a mirar el robot. El sentimiento de culpa fue apagándose. Lo hecho, hecho estaba. Sus motivos siempre habían sido puros.
De pronto, apareció en su rostro una sonrisa. Levantó la mano e hizo chasquear los dedos.
Captándolo con su sensor de audio, el robot se giró hacia el sonido.
—Robo quiere galleta —graznó con una voz metálica, incorpórea.
Con un absurdo sentimiento de satisfacción, Blackletter se levantó y salió del estudio para ir a buscar otra taza de té a la cocina, la última antes de acostarse. De pronto, con la mano en la tetera, se paró a escuchar.
Otra vez: un tablón que crujía.
Dejó lentamente la tetera sobre la encimera. ¿Era el viento?
No, imposible. La noche era plácida.
¿Alguien en la calle? Tampoco. Demasiado cercano, y nítido.
Quizá eran imaginaciones suyas. Conocía muy bien esa tendencia del cerebro, por la que la ausencia de estímulos auditivos reales hacía que este tendiera a proveerlos por sí mismo. Llevaba horas en su estudio, con sus inventos, y...
Otro crujido. Esta vez, Blackletter estaba seguro; había sido dentro de la casa.
—¿Quién anda ahí? —dijo en voz alta.
No se oyeron más crujidos.
¿Sería un ladrón? Poco probable. Era una calle con casas mucho más grandes y lujosas. ¿Entonces?
Los crujidos se reanudaron, regulares, lentos, hasta que supo de dónde procedían: del salón de la fachada.
Al levantar la vista hacia el teléfono, vio el soporte vacío. ¡Malditos inalámbricos! ¿Dónde demonios lo había dejado?
Ah, sí, en el estudio, encima de la mesa, al lado del ordenador portátil.
Volvió rápidamente, cogió el teléfono de la superficie de madera... y se quedó de piedra. Había alguien justo allí, en el pasillo; un hombre alto, con una larga gabardina, había surgido de la oscuridad.
—¿Qué hace en mi casa? —exigió saber—. ¿Qué quiere?
El intruso no habló. Se limitó a abrirse la gabardina, para que se vieran los dos cañones de una escopeta recortada. La culata era de una madera densa y negra, con pequeñas rosas en relieve. La luz del estudio hacía brillar ligeramente el pavón de los cañones.
Blackletter se sintió incapaz de apartar la vista del arma. Dio un paso hacia atrás.
—Un momento —empezó a decir—. Está cometiendo un error... podemos hablar...
El arma se levantó. Dos tremendas explosiones acompañaron la detonación casi simultánea de los cañones. Blackletter salió despedido hacia atrás y se estampó ruidosamente en la pared del fondo. Se derrumbó en el suelo, bajo una lluvia de fotos enmarcadas y adornos que caían de pequeños estantes de madera.
La puerta de la casa se cerró.
Con los sensores de audio activados, el robot se giró hacia la forma inmóvil de su constructor.
—Robo quiere galleta —dijo la voz metálica, mitigada por la sangre que había recubierto su minúsculo altavoz—. Robo quiere galleta.
Port Allen, Luisiana
Todo lo que había tenido de agradable el día anterior, lo tuvo el siguiente de oscuro y lluvioso. Para D'Agosta era mejor así; habría menos clientes de los que ocuparse en la tienda de donuts. El plan de Pendergast no le convencía en absoluto.
Aloysius, al volante del Rolls, abandonó la I-10 por la salida de Port Allen, con un silbido de neumáticos en el asfalto mojado. A su lado, D'Agosta hojeaba el
Star-Picayune
de Nueva Orleans.
—No entiendo por qué razón no podemos hacerlo de noche —dijo.
—El local tiene una alarma antirrobo. Además, se oiría más el ruido.
—Será mejor que hable usted; sospecho que por estos andurriales no gustaría mi acento de Queens. —Bien pensado, Vincent.
D'Agosta se fijó en que Pendergast volvía a mirar por el retrovisor.
—¿Tenemos compañía? —preguntó.
La respuesta de Pendergast fue una simple sonrisa. En vez de su habitual traje negro, llevaba una camisa de cuadros y unos vaqueros. Ya no parecía un director de funeraria, sino un sepulturero.
D'Agosta pasó de página y se detuvo en un artículo con el titular: «Matan en su casa a un científico jubilado».
—Eh, Pendergast —dijo tras echar un vistazo a los párrafos iniciales—, escuche esto: han matado en su casa a aquel hombre con el que quería hablar, Morris Blackletter, el ex jefe de Helen.
—¿Matado? ¿Cómo?
—Le han disparado.
—¿La policía sospecha que pudiera tratarse de un robo?
—No dice nada en el artículo.
—Acabaría de volver de vacaciones. Es una lástima enorme que no hayamos ido a verle antes. Podría habernos sido de bastante utilidad.
—Alguien se nos ha adelantado. Y yo ya imagino quién. —D'Agosta sacudió la cabeza—. No estaría de más volver a Florida e interrogar a Blast.
Pendergast dobló por la calle Court, hacia el centro y el río.
—Es posible, pero se me antoja dudoso el móvil de Blast.
—En absoluto. Puede que Helen le contase a Blackletter que Blast la estaba amenazando. —D'Agosta dobló el periódico y lo metió entre el asiento y el apoyabrazos del medio—. La noche siguiente de hablar con Blast, van y matan a Blackletter. El que no cree en las coincidencias es usted.
Pendergast parecía pensativo. Sin embargo, en vez de contestar salió de la calle Court y se dirigió hacia un aparcamiento situado a una manzana de su lugar de destino. Salieron. Lloviznaba. Pendergast abrió el maletero y le pasó a D'Agosta un casco amarillo de obras y una bolsa grande de tela. Después sacó otro casco y se lo ajustó a la cabeza. Finalmente, sacó un pesado cinturón de herramientas, del que colgaba una serie de linternas, cintas métricas, cortacables y otros útiles, y se lo ciñó en la cintura.
—¿Vamos? —dijo.
Pappy's Donette Hole estaba tranquilo; solo había dos chicas regordetas detrás del mostrador y un único cliente pidiendo una docena de FatOnes con doble de chocolate. Pendergast esperó a que pagara y se fuera para acercarse, haciendo tintinear el cinturón de herramientas.
—¿Está el encargado? —preguntó en tono imperioso, rebajando en unos cinco puntos el refinamiento de su acento sureño.
Una de las chicas se volvió sin decir nada y fue hacia el fondo. Regresó al cabo de un minuto con un hombre de mediana edad. Tenía los antebrazos fornidos, con mucho vello rubio y, aunque el día era fresco, sudaba.