Pantano de sangre (21 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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—Quizá esté en lo cierto —dijo Pendergast vagamente—. Lo que me desconcierta es esa súbita explosión de talento creativo justo antes... del final. En toda la familia.

—Es bien sabido que hay familias en las que la locura... —D'Agosta renunció a llevar la observación hasta el final—. Bueno, en todo caso los que se vuelven locos siempre son los que más talento tienen.

—«La venturosa juventud de los poetas / Acaba en la locura y la tristeza.»
4
—Pendergast se volvió hacia D'Agosta—. ¿Así que usted cree que su creatividad les llevó a la locura?

—Está claro que es lo que sucedió con la hija de los Doane.

—Aja. Y que Helen robase el loro no tuvo nada que ver con lo qué le ocurrió más tarde a la familia. ¿Es su hipótesis?

—Más o menos. ¿Usted qué piensa?

D'Agosta tenía la esperanza de que Pendergast le diera su opinión.

—Lo que pienso es que no me gustan las coincidencias, Vincent.

D'Agosta vaciló.

—Estaba pensando en otra cosa... ¿Helen a veces era...?

Quiero decir... ¿Hacía cosas curiosas o... raras?

Pareció que la expresión de Pendergast se tensara. —No estoy seguro de entenderle.

—Lo digo por... —D'Agosta volvió a titubear—. Por lo de irse tan de repente, y a sitios tan raros. Por los secretos. Por lo de robar pájaros: primero dos muertos de un museo, y después uno vivo de una familia. ¿Es posible que Helen estuviera tensa por algo, o... bueno... que sufriera algún trastorno nervioso? La verdad es que en Rockland oí rumores de que su familia no era exactamente normal...

Se calló al tener la sensación de que la temperatura ambiente en la zona de sus asientos bajaba unos diez grados.

La expresión de Pendergast no se alteró, pero al hablar lo hizo en un tono distante y formal.

—Es posible que Helen Esterhazy se saliera de lo común, pero también era una de las personas más racionales, más cuerdas, que he conocido.

—No lo dudo. No he querido insinuar...

—Y también la que menos riesgo corría de ceder a la presión.

—Claro —se apresuró a decir D'Agosta. Había sido mala idea sacar aquel tema.

—Creo que aprovecharíamos mejor el tiempo si habláramos de lo que nos ocupa. —Pendergast pretendía dar un nuevo rumbo a la conversación—. Hay unas cuantas cosas que debería usted saber acerca de él. —Sacó un sobre fino del bolsillo de la americana y extrajo una hoja de papel—. John Woodhouse Blast. Cincuenta y ocho años. Nacido en Florence, Carolina del Sur. Domicilio actual: 4112 de Beach Road, Siesta Key. Ha tenido diversas ocupaciones: marchante, galerista, importador-exportador... También ha sido grabador e impresor. —Guardó el papel—. Sus grabados eran bastante especializados.

—¿De qué tipo?

—Del que lleva retratos de presidentes muertos.

—¿Era falsificador?

—El servicio secreto le investigó. Pero nunca se demostró nada. También le investigaron por contrabando de marfil de elefante y cuerno de rinoceronte, dos artículos ilegales desde la Convención sobre Especies en Peligro de 1989. Tampoco en este caso se demostró nada.

—Ese tío es más escurridizo que una anguila.

—Está claro que tiene recursos, sabe lo que quiere... y es peligroso. —Pendergast se quedó un momento callado—. Hay otro aspecto relevante: su nombre, John Woodhouse Blast.

—¿Ah, sí?

—Es descendiente directo de John James Audubon, a través del hijo de este, John Woodhouse Audubon. —¡No me diga!

—John Woodhouse es un artista de pleno derecho. Completó la última obra de Audubon,
Viviparous Quadrupeds of North America
; pintó prácticamente la mitad de las láminas después de la repentina decadencia de su padre.

D'Agosta silbó.

—Así que es probable que Blast considere que el Marco Negro le corresponde por derecho.

—Es lo que he supuesto. Al parecer ha dedicado gran parte de su vida adulta a buscarlo, aunque todo apunta a que en estos últimos años ha renunciado.

—¿Y ahora qué hace?

—No he podido averiguarlo. Mantiene una estricta reserva sobre sus actuales negocios. —Pendergast miró por la ventanilla—. Tendremos que ir con cuidado, Vincent. Con mucho cuidado.

28

Sarasota, Florida

Para D'Agosta, Siesta Key fue una revelación: calles estrechas bordeadas de palmeras, un césped de color esmeralda que bajaba hacia calas de un azul como de piedra preciosa, canales sinuosos en los que cabeceaban perezosamente embarcaciones de recreo... La playa propiamente dicha era ancha, de arena blanca, fina como el azúcar, y tan larga que se perdía entre la bruma y la niebla, tanto al norte como al sur. A un lado rompían las olas espumosas del mar, y al otro se veía una procesión de bloques de pisos y hoteles de lujo, salpicada de piscinas, fincas y restaurantes. El sol se estaba poniendo. Mientras observaba, tuvo la impresión de que todos —bañistas, constructores de castillos de arena, buscadores de objetos de valor por la playa— hacían una pausa para mirar hacia el oeste, como en respuesta a una señal invisible. Se reorientaron las tumbonas y aparecieron cámaras de vídeo. D'Agosta siguió la mirada de la gente. El sol se ponía en el golfo de México, en un semicírculo de fuego naranja. Él nunca había visto un crepúsculo sin el obstáculo del perfil urbano, o de Nueva Jersey, y le sorprendió: primero el sol caía poco a poco tras la horizontal infinita del horizonte... y al momento siguiente había desaparecido, dejando franjas de un resplandor rosado. Se humedeció los labios, saboreando el aire levemente salado. No había que hacer un gran esfuerzo para imaginarse viviendo con Laura en un lugar como aquel, después de retirarse.

El piso de propiedad de Blast estaba en la última planta de un rascacielos de lujo, con vistas a la playa. Subieron en ascensor. Pendergast llamó al timbre. Tras una larga espera se oyó el leve roce de la tapa de la mirilla. Otra espera, más corta, seguida de la apertura de la cerradura, y luego de la puerta. Al otro lado había un hombre bajo y de constitución delgada, con una frondosa mata de pelo negro peinado hacia atrás con brillantina.

—¿Sí?

Pendergast mostró su placa. Lo mismo hizo D'Agosta.

—¿El señor Blast? —inquirió Pendergast.

El hombre miró las dos placas, y después a Pendergast. D'Agosta reparó en que sus ojos no expresaban miedo o nerviosismo, sino solo cierta curiosidad.

—¿Podemos pasar?

El hombre se lo pensó un momento y abrió más la puerta.

Cruzaron un recibidor, que les llevó a una sala de estar decorada con opulencia, pero una opulencia vulgar. Había un ventanal con vistas al mar, enmarcado por gruesas cortinas doradas. El suelo estaba recubierto de moqueta blanca de lana larga. Se percibía un aroma a incienso. Cerca, en una otomana, dos pomeranias les miraban agresivamente.

D'Agosta volvió a fijarse en Blast. No se parecía en nada a su antepasado, Audubon. Era bajo y relamido, con un bigote fino y, teniendo en cuenta el clima, llamaba la atención que no estuviera moreno. Sus movimientos, sin embargo, eran veloces y ágiles, ajenos por completo a la decadencia lánguida que le rodeaba.

—¿Les apetece sentarse? —dijo, indicando dos grandes sillones con tapicería de terciopelo rojo.

Arrastraba ligeramente las palabras, con acento sureño.

Pendergast tomó asiento, seguido de D'Agosta. Blast se hundió en un sofá de cuero blanco, enfrente de ellos.

—Supongo que no están aquí por la casa que alquilo en Shell Road...

—Está usted en lo cierto —contestó Pendergast. —Entonces, ¿en qué puedo ayudarles?

Pendergast dejó la pregunta en el aire durante un momento, antes de contestar.

—Venimos a propósito del
Marco Negro
.

La sorpresa de Blast solo se manifestó en un leve ensanchamiento de los párpados. Al cabo de un instante reaccionó y sonrió, mostrando unos pequeños dientes blancos y brillantes. No era una sonrisa particularmente amistosa. A D'Agosta, aquel individuo le recordaba a un visón, escurridizo y dispuesto a morder.

—¿ Quieren vendérmelo ?

Pendergast sacudió la cabeza.

—No. Deseamos examinarlo.

—Siempre es preferible conocer a la competencia —dijo Blast.

Pendergast cruzó una pierna encima de la otra. —Es curioso que hable de competencia, porque es otra de las razones por las que estamos aquí. Blast ladeó la cabeza, extrañado. —Helen Esterhazy Pendergast.

El a gente del FBI pronunció muy lentamente cada palabra.

Esta vez Blast guardó la más absoluta inmovilidad. Miró a Pendergast, luego a D'Agosta, y otra vez al agente.

—Perdonen, pero ya que estamos hablando de nombres, ¿les importaría decirme los suyos?

—Agente especial Pendergast. Y este es mi colega, el teniente D'Agosta.

—Helen Esterhazy Pendergast —repitió Blast—. ¿Pariente suya?

—Era mi mujer—dijo Pendergast con frialdad. El hombrecillo enseñó las palmas de las manos. —Nunca había oído ese nombre. Desolé. En fin, si no se les ofrece nada más... Se levantó.

Pendergast también se levantó de golpe. D'Agosta se puso tenso, pero en vez de enfrentarse físicamente a Blast, como temía, el agente juntó las manos en la espalda, se acercó al ventanal y miró hacia fuera. Después se volvió y paseó por la sala, examinando uno tras otro los cuadros, como en un museo. Blast se quedó donde estaba, sin moverse; solo lo hacían sus ojos, que seguían al agente. Pendergast salió al recibidor y se paró un momento ante la puerta de un armario. De pronto, su mano se metió en el traje negro, sacó algo y tocó la puerta del armario, que se abrió bruscamente.

Blast se acercó a toda prisa.

—¿Qué demonios...? —exclamó, enojado.

Pendergast introdujo una mano en el armario y, apartando varias cosas, sacó del fondo un abrigo largo de pieles. Tenía las rayas amarillas y negras típicas de los tigres.

—¿Cómo se atreve a invadir mi intimidad? —preguntó Blast, acercándose.

Pendergast sacudió el abrigo, mirándolo de arriba abajo.

—Digno de una princesa —dijo mientras se volvía hacia Blast con una sonrisa—. Auténtico. —Volvió a meter la mano en el armario y a apartar más abrigos, mientras Blast enrojecía de rabia—. Ocelote, maracayá... Toda una galería de especies en peligro de extinción. Y nuevos, además; al menos posteriores a la prohibición de 1989 de la CITES, por no hablar de la ESA del año 1972.

Dejó las pieles en su sitio, dentro del armario, y cerró la puerta.

—No cabe duda de que al departamento de recursos naturales le interesaría su colección. ¿Les llamamos?

La reacción de Blast sorprendió a D'Agosta. En vez de seguir protestando, se relajó visiblemente. Mostrando los dientes con otra sonrisa, miró a Pendergast de los pies a la cabeza con algo que parecía admiración.

—Por favor —dijo con un gesto—. Veo que tenemos más cosas de que hablar. Siéntese.

Pendergast volvió a su asiento, mientras Blast regresaba al suyo.

—Si puedo ayudarles... ¿qué suerte correrá mi pequeña colección?

Blast señaló el armario con la cabeza.

—Depende de lo bien que vaya la conversación.

Blast espiró, con un sonido lento, sibilante.

—Permítame que le repita el nombre —dijo Pendergast—. Helen Esterhazy Pendergast.

—Sí, sí, me acuerdo muy bien de su esposa. —Blast entrelazó sus manos, muy cuidadas—. Disculpe mi anterior falta de sinceridad. He aprendido a ser reservado después de muchos años de experiencia.

—Prosiga —contestó fríamente Pendergast.

Blast se encogió de hombros.

—Su mujer y yo éramos competidores. Yo perdí casi veinte años buscando el
Marco Negro
. Me enteré de que ella también andaba husmeando y preguntando por él, y no me gustó, por decirlo con suavidad. Sin duda ya sabrá que soy tataratataranieto de Audubon. El cuadro era mío por derecho. No le correspondía a nadie sacarle provecho, excepto a mí.

»Audubon pintó el
Marco Negro
en el sanatorio, pero no se lo llevó. Tomé como premisa más probable que se lo regalase a uno de los tres médicos que le atendieron. Uno de ellos desapareció sin dejar rastro. Otro regresó a Berlín; si hubiera tenido el cuadro, lo habría destruido la guerra, o se habría perdido irremediablemente. Centré mi búsqueda en el tercer médico, Torgensson, más por esperanza que por otra cosa. —Abrió las manos—. Fue en ese momento cuando me topé con su mujer. Solo la vi una vez.

—¿Dónde y cuándo?

—Hará unos quince años. No, no llega a quince. En la antigua finca de Torgensson, en las afueras de Port Allen. —¿Y qué ocurrió exactamente durante ese encuentro?

La voz de Pendergast sonaba tirante.

—Le dije lo mismo que acabo de decirle a usted: que el cuadro era mío por derecho, y le manifesté mi deseo de que desistiese de buscarlo.

—¿Y qué dijo Helen?

La voz de Pendergast se había vuelto aún más gélida. Blast respiró hondo.

—Eso es lo curioso.

Pendergast esperó. El aire pareció congelarse.

—¿Recuerda lo que ha dicho antes sobre el
Marco Negro
?

«Queremos examinarlo.» Eso fue exactamente lo que dijo ella. Me aseguró que no quería quedarse el cuadro. Que no quería sacarle partido. Solo quería «examinarlo». Dijo que en lo que a ella respectaba, podía quedarme con el cuadro. Quedé encantado, y nos dimos la mano. Podría decirse que nos despedimos como amigos.

Otra tenue sonrisa.

—¿Cómo lo formuló?

—Me acuerdo muy bien. Me dijo: «Tengo entendido que lleva mucho tiempo buscándolo. Compréndame, por favor. Yo no quiero quedármelo; solo quiero examinarlo. Quiero confirmar algo. Si lo encuentro, se lo entregaré a usted, pero a cambio tiene que prometerme que si lo encuentra antes que yo, me permitirá estudiarlo con absoluta libertad». Yo estaba encantado con ese pacto.

—¡Miente! —exclamó D'Agosta, levantándose de la silla. Ya no podía aguantar más—. Helen se pasó años buscando el cuadro... ¿solo para mirarlo? No me lo creo. Está mintiendo.

—Le juro que es la verdad —dijo Blast.

Mostró su sonrisa de visón.

—¿Qué ocurrió después? —preguntó Pendergast. —Nada. Cada uno se fue por su lado. Fue mi único encuentro con ella. No volví a verla. Se lo juro por Dios. —¿Nunca? —preguntó Pendergast. —Nunca. Es todo lo que sé.

—Sabe mucho más —dijo Pendergast, que de repente sonreía—. Pero antes de que siga hablando, señor Blast, permítame que sea yo quien le dé a conocer algo que al parecer ignora, como muestra de buena fe.

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