Pantano de sangre (18 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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—No hace falta, Vincent. —Se volvió y miró el restaurante. Una mujer corpulenta y de edad avanzada, con una bata muy fina, había salido de la cocina; estaba en el porche, entre dos flamencos de plástico, con una revista en una mano y un purito en la otra, y les escrutaba a través de unas gafas estilo años cincuenta—. Es posible que hayamos levantado la perdiz que buscábamos.

Volvieron al viejo aparcamiento, y a la puerta de la cocina de Jake's. La mujer observó con una mirada taciturna, inexpresiva, cómo se acercaban.

—Buenas tardes, señora —dijo Pendergast, inclinándose ligeramente.

—Buenas —contestó ella.

—¿Por casualidad es la dueña de este magnífico establecimiento?

—Puede ser —dijo, y dio una profunda calada al purito. D'Agosta se fijó en que llevaba una boquilla de plástico blanco.

Pendergast señaló el Spyder con un gesto de la mano.

—¿Y habría alguna posibilidad de que reconociera este automóvil?

Ella apartó la vista y observó el coche a través de sus gafas sucias.

—Puede ser —repitió.

Hubo un momento de silencio. D'Agosta oyó que se cerraban de golpe una ventana y una puerta.

—¡Qué negligencia la mía! —exclamó de pronto Pendergast—. ¡Consumir un tiempo tan valioso como el suyo sin compensarla!

Como por arte de magia apareció en su mano un billete de veinte dólares. Se lo tendió a la mujer que, ante la sorpresa de D'Agosta, se lo quitó de los dedos y se lo embutió en el escote, arrugado pero aún generoso.

—He visto este coche tres veces —dijo ella—. A mi hijo le pirraban los deportivos extranjeros. Trabajaba en el puesto de bebidas. Murió hace unos años, en un accidente de coche en las afueras del pueblo. En fin, la cuestión es que la primera vez que apareció casi se volvió loco. Hizo que todo el mundo dejara lo que estaba haciendo y fuera a verlo.

—¿Recuerda quién lo conducía?

—Una chica joven. Tampoco estaba mal.

—No se acordará de lo que pidió, ¿verdad? —preguntó Pendergast.

—No es fácil olvidarlo. Un
egg cream
. Dijo que venía de Nueva Orleans solo por eso. Imagínese, ir tan lejos para un
egg cream
.

Otro silencio, más corto.

—Ha dicho que había visto el coche tres veces —dijo Pendergast—. ¿Cuál fue la última?

La mujer dio otra calada al purito y estuvo un momento hurgando en su memoria.

—La última se presentó a pie. Había tenido un pinchazo.

—La felicito por su magnífica memoria, señora.

—Ya le digo que coches así, o mujeres así, no se le olvidan a nadie. Mi Henry la invitó al
egg cream
. Luego, ella volvió a pasar por aquí y le dejó ponerse al volante, aunque no le dejó conducir. Dijo que tenía prisa.

—Ah. ¿Así que iba a alguna parte?

—Dijo que había estado dando vueltas porque no encontraba la salida de Caledonia.

—¿Caledonia? Desconozco esa localidad.

—No es ninguna localidad. Me refiero al Bosque Nacional de Caledonia. Esa maldita carretera no estaba indicada antes y sigue sin estarlo.

Pendergast no dejó ver su entusiasmo. D'Agosta pensó que los gestos del agente del FBI —al encenderle a la anciana otro purito— parecían lánguidos.

—¿Allí era adonde iba? —preguntó, guardándose el mechero en el bolsillo—. ¿Al bosque nacional?

La mujer se sacó de la boca el nuevo purito, lo miró, movió un poco las mandíbulas y volvió a introducir la boquilla entre sus labios, como si enroscase un tornillo.

—No.

—¿Podría decirme adonde iba?

La mujer fingió que intentaba acordarse.

—A ver, a ver... Es que hace tanto tiempo... Por lo visto, la magnífica memoria se había debilitado. Apareció otro billete de veinte, que fue a parar una vez más con rapidez al mismo canalillo.

—Sunflower —dijo inmediatamente.

—¿Sunflower? —repitió Pendergast.

Ella asintió con la cabeza.

—Sunflower, Luisiana. Apenas tres kilómetros después de la frontera. Cojan el desvío de Bogalusa, justo antes del pantano.

Señaló en esa dirección.

—Le estoy profundamente agradecido. —Pendergast se volvió hacia D'Agosta—. No perdamos tiempo, Vincent. Mientras volvían al coche, la mujer berreó:

—¡Giren a la derecha al pasar a la altura de la vieja mina!

24

Sunflower, Luisiana

—¿Ya sabes lo que quieres, encanto? —preguntó la camarera.

D'Agosta dejó caer la carta encima de la mesa.

—El pez gato.

—¿Frito, rebozado, al horno o a la parrilla?

—Creo que a la parrilla.

—Buena elección. —La camarera tomó nota en su libreta y se giró—. ¿Y usted, señor?

—Pine Bark Stew, por favor —dijo Pendergast—. Sin los
hush puppies
3

—Perfecto.

La camarera volvió a tomar nota, dio media vuelta con una reverencia y se fue, balanceándose sobre sus zapatos blancos de trabajo.

D'Agosta la miró mientras iba contoneándose hacia la cocina. Después suspiró y bebió un sorbo de cerveza. La tarde había sido larga, agotadora. Sunflower, Luisiana, era un pueblo de unos tres mil habitantes, rodeado por un lado de bosques de roble perenne y por el otro del gran marjal de cipreses que recibía el nombre de Black Brake. Había resultado ser un lugar anodino: casitas humildes con vallas de madera, aceras de planchas desgastadas, necesitadas de una buena reparación, y redbone hounds adormilados en los porches. Era un pueblucho de gente trabajadora y curtida, olvidado del mundo.

Tras pedir habitación en el único hotel, se habían separado para intentar averiguar cada uno por su cuenta la razón de que Helen Pendergast hubiera ido tres días de peregrinación a aquel lugar perdido.

El golpe de suerte, al parecer, moría en los umbrales de Sunflower. D'Agosta se había pasado cinco infructuosas horas mirando ojos vacíos y llegando a callejones sin salida. No había marchantes, museos, colecciones privadas ni sociedades históricas. Nadie recordaba haber visto a Helen Pendergast, y la única reacción al enseñar su foto había sido la absoluta falta de ella. Ni tan siquiera el coche había logrado despertar alguna chispa de reconocimiento. Las investigaciones de D'Agosta y Pendergast estaban demostrando que John James Audubon jamás se había acercado a aquella zona del estado de Luisiana.

Cuando D'Agosta, finalmente, se reunió a comer con Pendergast en el pequeño restaurante del hotel, casi estaba tan desmoralizado como el agente del FBI por la mañana. También el cielo parecía sumarse a su estado de ánimo: el sol de la mañana estaba cubierto por un oscuro frente que amenazaba tormenta.

—Nada de nada —dijo en respuesta a la pregunta de Pendergast. Pasó a describir su desalentadora mañana—. Puede que la vieja no se acordara bien. O dijo lo primero que se le ocurrió, para conseguir veinte más. ¿Usted qué tal?

Les sirvieron la comida. La camarera les puso los platos delante con un simpático «¡aquí está!». Pendergast miró el suyo en silencio y levantó algunas cucharadas de estofado para examinarlo con mayor atención.

—¿Te traigo otra cerveza? —preguntó ella a D'Agosta, con una amplia sonrisa.

—¿Por qué no?

—¿Otra agua con gas? —le dijo a Pendergast.

—No, gracias, ya tengo bastante.

La camarera se alejó otra vez, pizpireta.

D'Agosta volvió a girarse.

—¿Qué, ha habido suerte?

—Un momento. —Pendergast sacó el móvil y marcó un número—. ¿Maurice? Nos quedaremos a dormir aquí en Sunflower. Exacto. Buenas noches. —Lo guardó de nuevo—. Lamento reconocer que mi experiencia ha sido tan descorazonadora como la suya.

Pero un brillo en los ojos desmentía su decepción, y una sonrisa irónica tensaba las comisuras de sus labios.

—¿Por qué será que no me lo creo? —acabó preguntando D'Agosta.

—Le ruego que observe mi pequeño experimento con la camarera.

Esta volvió, con una Bud y una servilleta limpia. En el momento en el que depositaba ambas cosas frente a D'Agosta, Pendergast le dijo con su voz más melosa, exagerando su acento.

—Oye, preciosa, me preguntaba si podría hacerte una pregunta...

Ella se giró con una sonrisa vivaracha.

—Claro que sí, cariño.

Pendergast sacó aparatosamente una libreta del bolsillo de la americana.

—Soy periodista, de Nueva Orleans, y estoy investigando sobre una familia que vivía aquí.

Abrió la libreta y miró expectante a la camarera.

—Claro, hombre. ¿Qué familia?

—Doane.

La reacción no habría sido tan espectacular si Pendergast le hubiese dicho que aquello era un atraco. La camarera se cerró inmediatamente en banda, su rostro se volvió inexpresivo y endureció la mirada. Su vivacidad se apagó de golpe.

—Yo no sé nada de eso —masculló—. No puedo ayudarle.

Se giró y se fue; al llegar a la puerta de la cocina la empujó con fuerza.

Pendergast metió la libreta dentro de la americana y se volvió hacia D'Agosta.

—¿Qué le ha parecido mi experimento ?

—¿Cómo coño sabía que reaccionaría así? Está claro que esconde algo.

—Ahí está la cuestión, querido Vincent. —Pendergast bebió un sorbo de agua con gas—. No la he elegido a ella en particular. Todo el pueblo reacciona igual. ¿Durante sus pesquisas de esta tarde no ha advertido cierto recelo y titubeo?

D'Agosta se paró a pensar. Era cierto que nadie se había mostrado demasiado servicial, aunque él lo había atribuido a la agresividad de los pueblerinos, que no se fiaban de que se presentara un yanqui y les hiciera tantas preguntas.

—Por mi parte, en el transcurso de mis pesquisas —añadió Pendergast— he topado con un grado cada vez más sospechoso de opacidad y negativas. Cuando pedí insistentemente información a un señor mayor, me informó con vehemencia de que a pesar de lo que me hubieran contado, las historias sobre los Doane eran pura bazofia. Por supuesto, he empezado a preguntar por la familia Doane, y ha sido entonces cuando he observado reacciones como la que acaba de ver usted.

—¿Y luego?

—Luego he acudido a la sede del periódico del pueblo y he pedido ver los números que correspondían aproximadamente a las fechas de la visita de Helen. Primero no querían ayudarme. Ha hecho falta esto... —Pendergast sacó su placa—. Para hacerles cambiar de actitud. He averiguado que en algunos ejemplares que correspondían a los años en que pudo venir Helen había ciertas páginas cuidadosamente recortadas. Después de tomar nota de los números, he vuelto atrás por la carretera hasta la biblioteca de Kemp, el último pueblo antes de Sunflower. Sus ejemplares del periódico teman todas las páginas. Así es como he obtenido la historia.

—¿Qué historia? —preguntó D'Agosta.

—La extraña historia de la familia Doane. El señor Doane era un novelista que vivía de rentas, y que se trasladó a Sunflower con toda su familia para estar tranquilo y escribir la gran novela americana, lejos de las distracciones de la civilización.

Compraron una de las mayores y mejores casas del pueblo, construida por un pequeño magnate maderero antes de que cerrase la serrería del pueblo. Doane tenía dos hijos. Uno de ellos, el varón, sacó las mejores notas de la historia en el instituto de Sunflower. Según todos, era muy inteligente. La hija era una poetisa con talento, y publicó algunas cosas en revistas de la zona. He leído algunos de sus poemas, y lo cierto es que son excelentes. La señora Doane adquirió cierta fama como pintora de paisajes. El pueblo se enorgullecía mucho de su brillante familia adoptiva, que aparecía a menudo en la prensa, recogiendo premios, recaudando fondos para tal o cual organización benéfica de la zona, cortando cintas... Cosas así.

—Pintora de paisajes —repitió D'Agosta—. ¿Y de pájaros?

—Que yo sepa, no. Tampoco parece que tuvieran particular interés por Audubon o por las ilustraciones de ciencias naturales. Unos seis meses después de la visita de Helen, el constante flujo de artículos elogiosos empezó a secarse.

—Tal vez la familia se cansó de tanta atención.

—No creo. La familia Doane mereció un artículo más, el último —siguió explicando Pendergast—. Aproximadamente un año después. Informaba de que William, el hijo de los Doane, había sido capturado por la policía tras una larga persecución por el bosque nacional, y de que en ese momento estaba incomunicado en la cárcel del condado, acusado de asesinar a dos personas con un hacha.

—¿El alumno perfecto? —preguntó D'Agosta, incrédulo.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Después de leerlo, he empezado a preguntar por la familia Doane en Kemp; sus habitantes carecían por completo de las inhibiciones que he observado aquí. He recibido un verdadero alud de rumores e insinuaciones. Psicópatas homicidas que solo salían de noche. Locura y violencia. Persecuciones y amenazas. Al final resultaba difícil distinguir la realidad de la ficción, y los chismorreos de pueblo de la realidad. De lo único de lo que estoy razonablemente seguro es de que ya han muerto todos, cada uno de una manera distinta, a cual más desagradable.

—¿Todos?

—La madre se suicidó. El hijo murió en el corredor de la muerte, mientras esperaba su ejecución por los asesinatos con hacha que le he comentado. La hija falleció en un hospital psiquiátrico, después de negarse a dormir durante dos semanas. El último en fallecer fue el padre, muerto a tiros por el sheriff de Sunflower.

—¿Qué pasó?

—Parece que empezó a pasearse por el pueblo insinuándose a las chicas jóvenes y amenazando a la gente. Hubo denuncias de vandalismo, destrucción y desaparición de bebés. Las personas con quienes he hablado han insinuado que, más que morir, fue ejecutado, con la tácita aprobación de los prohombres de Sunflower. El sheriff y sus ayudantes mataron al señor Doane en su casa, a tiros de escopeta, supuestamente porque se resistió a ser detenido. No hubo ninguna investigación.

—Dios santo —se estremeció D'Agosta—. Eso explicaría la reacción de la camarera. Y que aquí sean todos tan hostiles.

—Exactamente.

—¿Usted qué cree que les pasó? ¿Algo en el agua?

—No tengo la menor idea, pero le diré una cosa: estoy convencido de que ellos eran los destinatarios de la visita de Helen.

—Eso es mucho suponer.

Pendergast asintió.

—Tenga en cuenta lo siguiente: son el único elemento excepcional en un pueblo que, por lo demás, no destaca en nada. Aquí no hay nada interesante. No sé cómo, pero son el eslabón que buscamos.

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