Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Ahora que pisaba terreno conocido, Tipton sintió que disminuía un poco su nerviosismo.
—¿Y a Helen le interesaba?
—Como a cualquier experto en Audubon. Fue el principio de la etapa de su vida que culminó con
The Birds of America
, la obra de ciencias naturales más importante que se ha publicado, con diferencia. El Marco Negro, según quienes lo vieron, fue su primera obra genial.
—Comprendo. —Pendergast se sumió en un silencio pensativo. De pronto salió de su mutismo y consultó su reloj de pulsera—. ¡En fin! Ha sido un gran placer volver a verle, señor Tipton.
Rodeó con su mano la de Tipton, que se quedó desconcertado al notarla aún más fría que al entrar, como si Pendergast fuera un cadáver que empezaba a enfriarse.
Le siguió hasta la puerta, y en el momento en el que Pendergast la abría, reunió el valor necesario para hacerle a su vez una pregunta.
—Señor Pendergast, ¿por casualidad aún tiene el Gran Folio de la familia?
Pendergast se volvió.
—Sí.
—¡Ah! Pues permítame una propuesta, y discúlpeme por ser tan directo: si alguna vez, por el motivo que sea, busca usted un lugar adecuado para el libro, donde esté bien cuidado y el público pueda disfrutarlo, nos sentiríamos muy honrados, como comprenderá...
Dejó la frase en el aire, esperanzado.
—Lo tendré presente. Que pase usted una buena noche, señor Tipton.
Para Tipton fue un alivio que no le tendiese por segunda vez la mano.
Cuando se cerró la puerta, giró la llave, echó el cerrojo y se quedó un buen rato inmóvil, pensativo. La mujer, devorada por un león; los padres, muertos tras un incendio en la casa provocado por unos incontrolados... Qué familia tan extraña. Estaba claro que a aquel hombre el paso de los años no le había vuelto más normal.
El Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Tulane ocupaba un rascacielos gris y anodino de la calle Tulane que no habría desentonado en el distrito financiero de Nueva York. Pendergast salió del ascensor en la planta 31, se dirigió a la división de Salud Femenina y, tras una serie de preguntas, se halló frente a la puerta de Miriam Kendall. Llamó discretamente.
—Adelante —dijo una voz clara y vigorosa.
Abrió la puerta. El despacho, pequeño, solo podía ser de un profesor. Había dos estanterías de metal, a rebosar de manuales y revistas. Sobre el escritorio se apilaban los cuadernos de exámenes. Detrás había una mujer de unos sesenta años, que se levantó al ver entrar a Pendergast.
—Doctor Pendergast —dijo, aceptando con ciertas reservas la mano que le tendía.
—Llámeme Aloysius —contestó él—. Gracias por recibirme.
—No hay de qué. Siéntese, por favor.
Ella lo hizo en su lado de la mesa, y le observó con un distanciamiento casi clínico.
—Para usted no pasa el tiempo.
No podía decirse lo mismo de Miriam Kendall. Pese a la brillante luz matinal que entraba por las ventanas, altas y estrechas, se la veía mucho mayor que cuando compartía despacho con Helen Esterhazy Pendergast. Su actitud, en cambio, era tal como la recordaba Pendergast: incisiva, serena y profesional.
—Las apariencias engañan —repuso Pendergast—. De todos modos, se lo agradezco. ¿Cuánto tiempo lleva en Tulane?
—Nueve años. —Kendall puso las manos sobre la mesa, formando un triángulo con los dedos—. Reconozco, Aloysius, que me sorprende que no haya acudido directamente al antiguo jefe de Helen, Morris Blackletter.
Pendergast asintió con la cabeza.
—En realidad lo he hecho. Está jubilado, aunque, como sabrá, tras dejar Médicos con Alas fue asesor de varias compañías farmacéuticas. Ahora está de vacaciones en Inglaterra, y aún tardará unos cuantos días en volver.
Ella asintió.
—¿Y Médicos con Alas?
—He ido esta mañana. Había una actividad frenética debida a la movilización para Azerbaiyán. Kendall asintió.
—Ah, sí, el terremoto. Tengo entendido que se teme que haya muchos muertos.
—No he visto ni una sola persona de más de treinta años. Ninguno de los que se han parado a hablar conmigo se acordaba en absoluto de mi mujer.
Volvió a asentir.
—Es un trabajo para gente joven. Fue una de las razones de que me fuera de Médicos con Alas para dar clases sobre salud femenina. —Sonó el teléfono del escritorio. Kendall no le hizo caso—. De todos modos —dijo, enérgica—, estaré encantada de contarle mis recuerdos de Helen, Aloysius, aunque tengo curiosidad por conocer el motivo de que venga a verme después de tantos años.
—Es comprensible. El caso es que tengo pensado escribir una biografía sobre mi esposa; una especie de celebración de su vida, aunque fuese tan corta. Médicos con Alas fue el primer y único trabajo de Helen después de doctorarse en biología farmacéutica.
—Creía que era epidemióloga.
—Esa era su segunda especialidad. —Pendergast hizo una pausa—. Me he dado cuenta de lo poco que sé de su trabajo en Médicos con Alas. La culpa es únicamente mía, y estoy intentando remediarlo.
Al oír esas palabras, las facciones de Kendall se ablandaron un poco.
—Me alegro. Helen era una mujer muy especial.
—Entonces, ¿tendría la amabilidad de desgranar algunos recuerdos de su época en Médicos con Alas? Sin idealizar nada, por favor. Mi mujer no carecía de imperfecciones. Prefiero la verdad sin adornos.
Kendall le miró un minuto. Después, sus ojos se enfocaron tras él, en un punto indeterminado, y su mirada se volvió lejana, como si regresara al pasado.
—Ya sabe en qué consiste Médicos con Alas: teníamos programas de higiene, agua potable y nutrición en el Tercer Mundo. Se trataba de proporcionar a la gente los medios para mejorar su salud y sus condiciones de vida, pero si había algún desastre, como el terremoto de Azerbaiyán, movilizábamos equipos de médicos y personal sanitario y los enviábamos en avión a las zonas afectadas.
—Sí, eso ya lo sabía.
—Helen...
Kendall vaciló.
—Siga —murmuró Pendergast.
—Helen siempre fue muy eficiente, desde el primer momento, pero a menudo me daba la impresión de que le gustaba más la aventura que el hecho de curar propiamente. Como si aguantase meses de despacho a cambio de que la enviaran al epicentro de algún desastre.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Me acuerdo... —Kendall volvió a interrumpirse—. ¿No apunta nada?
—Tengo una memoria excelente, señora Kendall. Siga, se lo ruego.
—Me acuerdo de una vez, en Ruanda, en la que íbamos en grupo y nos rodeó una multitud con machetes. Serían cincuenta, como mínimo, medio borrachos. De repente, Helen sacó una Derringer de doble cañón y los desarmó a todos. Les dijo que tirasen sus armas al suelo y se largasen. ¡Y se fueron! —Sacudió la cabeza—. ¿Se lo había contado?
—No.
—Además, sabía cómo usar una Derringer. Aprendió a disparar en África, ¿verdad?
—Sí.
—Siempre me pareció un poco raro.
—¿El qué?
—Que disparara. Era una afición un poco extraña para una bióloga. Claro que cada cual tiene su remedio contra el estrés... Además, en las misiones la presión puede llegar a ser insoportable: muertes, crueldad, salvajismo...
Un recuerdo íntimo le hizo sacudir la cabeza.
—He ido a MCA con la esperanza de ver su ficha personal, pero ha sido imposible.
—Ya les conoce. Como puede imaginar, el papeleo no es su fuerte, y menos si es de hace más de una década. Además, el expediente de Helen sería más delgado que la mayoría.
—¿Por qué?
—Porque trabajaba media jornada, claro.
—¿No era un trabajo... a tiempo completo?
—Bueno, tampoco se puede decir exactamente que fuera de media jornada; casi siempre hacía las cuarenta horas, o muchas más, si estaba de misión, pero a menudo se iba del despacho y a veces tardaba varios días en volver. Yo siempre había dado por supuesto que tenía otro trabajo, o que estaba ocupada en algún proyecto personal, pero usted acaba de decir que era su único trabajo.
Kendall se encogió de hombros.
—No tenía ningún otro trabajo. —Pendergast se quedó un momento callado—. ¿Algún otro recuerdo de carácter personal?
Kendall vaciló.
—Siempre me pareció una persona muy reservada. Ni siquiera sabía que tuviera un hermano hasta el día en el que este se
presentó en el despacho. Un hombre muy guapo, dicho sea de paso. Si mal no recuerdo, también se dedicaba a la medicina.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Judson.
—Sí, ese era su nombre. Me imagino que dedicarse a la medicina les venía de familia.
—En efecto. El padre de Helen era médico —dijo Pendergast.
—No me sorprende.
—¿Le habló alguna vez de Audubon?
—¿El pintor? No, nunca. Pero es curioso que le mencione.
—¿Por qué razón, exactamente?
—Porque me recuerda la única vez que vi que Helen se quedaba sin palabras.
Pendergast se inclinó en la silla.
—Cuéntemelo, por favor.
—Estábamos en Sumatra. Había pasado un tsunami, y los destrozos eran enormes. Pendergast asintió.
—Sí, ya me acuerdo de ese viaje. Llevábamos casados pocos meses.
—Fue un caos absoluto. Nos exprimían al máximo. Una noche volví a la tienda que compartía con Helen y con otra cooperante. Helen estaba sola, en una silla plegable. Se había quedado dormida con un libro en las rodillas; estaba abierto por la imagen de un pájaro. Como no quería despertarla, le quité el libro con cuidado. Ella se sobresaltó, me lo arrancó de las manos y lo cerró. Estaba muy nerviosa. Después se recuperó y se rió para quitarle importancia; dijo que la había asustado.
—¿Qué tipo de pájaro era?
—Uno pequeño y de muchos colores. Tenía un nombre curioso... —Se quedó callada, intentando recordarlo—. Una parte era el nombre de un estado.
Pendergast pensó un momento.
—¿Rascón de Virginia?
—No, de ese me acordaría.
—¿Rascador de California?
—No. Era verde y amarillo. Se hizo un largo silencio.
—¿Cotorra de las Carolinas? —preguntó finalmente Pendergast.
—¡Ese! Sabía yo que era raro. Recuerdo que entonces dije que no sabía que en Estados Unidos hubiera especies de cotorra, pero ella se hizo la sorda, y eso fue todo.
—Entiendo. Gracias, señora Kendall. —Pendergast se quedó muy quieto. Después se levantó y tendió la mano—. Gracias por ayudarme.
—Me gustaría leer ese libro. Le tenía mucho cariño a Helen.
Pendergast se inclinó un poco.
—Lo tendrá en cuanto se publique.
Se volvió y se fue hacia el ascensor, con el que bajó en silencio hasta la calle; sus pensamientos estaban muy, muy lejos.
Pendergast deseó buenas noches a Maurice y, llevándose la botella medio vacía de Romannée-Conti de 1964 que había descorchado para la cena, fue a la biblioteca por el largo pasillo central de la plantación Penumbra. Había llegado una tormenta del sur, del golfo de México. El viento gemía por toda la casa, haciendo temblar los postigos y zarandeando las ramas desnudas de los árboles. La lluvia azotaba las ventanas. Grandes nubes negras tapaban la luna llena.
Se acercó a la estantería con puertas de cristal donde se guardaban los libros más valiosos de la familia: una segunda impresión del
First Folio
de Shakespeare, la edición de 1755 en dos volúmenes del diccionario de Johnson, un ejemplar del siglo XVI de
Les tres riches heures du Duc de Berry
, con las miniaturas originales de los hermanos Limbourg... Los cuatro tomos de la edición Gran Folio de
The Birds of America
, de Audubon, merecían un cajón para ellos solos al pie de la vitrina.
Después de enfundarse unos guantes blancos de algodón, sacó los cuatro enormes libros y los depositó uno al lado del otro encima de la mesa del centro de la sala. Cada uno de ellos medía más de un metro por un metro veinte. Se acercó al primero y lo abrió con gran cuidado por el primer grabado:
Pavo Silvestre, Macho
. La imagen, deslumbrante y tan fresca como el día de su impresión, poseía tal grado de realismo que parecía a punto de salir de la página. Aquella serie, de la que solo existían doscientas en el mundo, la había obtenido su tatarabuelo por suscripción directa a Audubon, cuyo recargado ex libris seguía adornando las guardas, junto a su firma. Era el libro más valioso impreso en el Nuevo Mundo, y su valor se aproximaba a los diez millones de dólares.
Pasó lentamente las páginas:
Cuclillo Piquigualdo, Chipe Dorado, Carpodaco Morado
... Los fue mirando uno tras otro, atentamente, lámina a lámina, hasta llegar a la 26:
Cotorra de las Carolinas
.
Metió una mano en el bolsillo de la americana y sacó una hoja en la que había hecho algunas anotaciones.
Cotorra de las Carolinas
(Conuropsis carolinensis) Única especie de loro autóctona de la zona oriental de Estados Unidos. Declarada extinguida en 1939.
Ultimo espécimen en libertad matado en Florida en 1904; último pájaro cautivo, Incas, muerto en el zoo de Cincinnati en 1918.
Tala forestal; abatido para usar sus plumas en la fabricación de sombreros de mujer; abatido por los granjeros, por considerarlo una plaga; abundante captura como pájaro doméstico.
Principal motivo de su extinción
: Comportamiento gregario. Cuando un pájaro recibía un disparo y cata al suelo, la bandada, en vez de huir, se posaba reunida alrededor del muerto o herido para ayudarlo, con el exterminio consiguiente de toda la bandada.
Tras doblar el papel, y volver a guardarlo, se sirvió una copa de Borgoña, de una cosecha excepcional, que sin embargo apenas pareció apreciar al apurar la copa.
Había averiguado algo muy humillante: su primer encuentro con Helen no había sido casual. Sin embargo, casi no podía creerlo. Estaba seguro de que no se había casado con él a causa de su parentesco con John James Audubon... Estaba seguro de que Helen había estado enamorada de él. Aun así, cada vez quedaba más claro que su mujer había llevado una doble vida. ¡Qué cruel ironía! Helen había sido la única persona del mundo en quien había sido capaz de confiar, y a quien había podido abrirse. Y en todo ese tiempo, ella le había ocultado un secreto. Mientras se servía otra copa de vino, pensó que era esa misma confianza la culpable de que no hubiera sospechado que guardaba un secreto; en cualquier otro amigo le habría resultado evidente.