Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
La voz de Pendergast se hizo más gutural, hasta apagarse. Estuvo un momento callado.
—Excepto usted, tal vez, querido Vincent.
A D'Agosta le sobresaltó el súbito halago.
—Gracias.
—¡Qué absurda verborrea! Me he dejado llevar—dijo bruscamente Pendergast—. El pasado tiene las respuestas, pero eso no quiere decir que podamos refocilarnos en él. Aun así, creo que ha sido importante, para los dos, empezar por aquí.
—Empezar —repitió D'Agosta. Se volvió—. Pendergast...
—¿Sí?
—Hablando del pasado, me estaba haciendo una pregunta. ¿Por qué se tomaron tantas molestias, los que lo hicieron?
—No estoy seguro de entenderle.
—Conseguir el león adiestrado. Organizar la muerte del fotógrafo alemán como señuelo para que usted y Helen fueran al campamento. Sobornar a tanta gente. Invirtieron mucho tiempo y dinero. Es un plan muy complicado. ¿Por qué no organizaron un secuestro, o un accidente de coche aquí en Nueva Orleans? Habría sido una manera mucho más fácil de...
Dejó la frase a medias.
Al principio, Pendergast no contestó. Después asintió despacio.
—En efecto. Es muy curioso. Sin embargo, no olvide que nuestro amigo Wisley dijo que uno de los conspiradores a quienes oyó hablar era alemán. Y que el turista a quien mató el león en primer lugar también era alemán. Quizá ese primer asesinato fuera algo más que un señuelo.
—Se me había olvidado este detalle —reconoció D'Agosta.
—En tal caso, estarían más justificados las molestias y los gastos. Pero dejemos esta idea en reserva, Vincent. Estoy convencido de que nuestro siguiente paso debe ser averiguar más cosas sobre Helen, si podemos.
Metió una mano en el bolsillo, sacó un papel doblado y se lo entregó a D'Agosta, que lo abrió. Había una dirección, escrita en la elegante letra de Pendergast:
—¿Qué es? —preguntó D'Agosta.
—El pasado, Vincent. La dirección donde vivió de niña. Será su siguiente tarea. La mía... está aquí.
Plantación Penumbra
—¿El señor desea otra taza de té?
—No, gracias, Maurice.
Pendergast contempló los restos de una cena temprana —succotash, guisantes y jamón con salsa de café— con extremo agrado. Al otro lado de las ventanas altas del comedor, la noche caía sobre las tuyas y los cipreses. De algún lugar de la oscuridad llegaba el largo y complicado canto de un sinsonte.
Se limpió con una servilleta blanca de tela las comisuras de los labios y se levantó de la mesa.
—Ahora que ya he comido, ¿podrías mostrarme la carta que ha llegado esta tarde a mi nombre?
—Por supuesto, señor.
Maurice salió del comedor y volvió al poco rato con una carta. Estaba muy arrugada, ya que la habían devuelto en más de una ocasión. A juzgar por el matasellos, había tardado casi tres semanas en llegar a sus manos. Aunque no hubiera reconocido la letra, elegante y anticuada, los sellos chinos habrían identificado al remitente: Constance Greene, su pupila, que en aquel momento residía en un remoto monasterio tibetano con su hijo pequeño. Rasgó el sobre con el cuchillo, sacó la única hoja de papel que contenía y leyó el mensaje.
Querido Aloysius:
Desconozco la índole exacta del trance por el que estás pasando, pero he visto en sueños que estás sufriendo mucho, o lo harás pronto, y lo siento en el alma. Para los dioses, somos como moscas en manos de niños caprichosos: nos matan por diversión.
Pronto volveré. Intenta descansar; todo está controlado. Y lo que no lo está, lo estará pronto.
Quiero que sepas que pienso en ti. Estás en mis oraciones, o lo estarías si rezase.
CONSTANCE
Pendergast releyó la carta, ceñudo.
—¿Ocurre algo, señor? —preguntó Maurice.
—No estoy seguro.
Tras unos momentos en los que pareció reflexionar sobre la carta, la dejó y se volvió hacia su factótum.
—En fin, Maurice, desearía que te reunieras conmigo en la biblioteca.
El anciano, que estaba quitando la mesa, se quedó inmóvil.
—¿Señor?
—Se me ha ocurrido que podríamos tomarnos una copa de jerez y recordar los viejos tiempos. Me encuentro de un humor nostálgico.
El carácter sumamente insólito de la invitación se reflejó en el rostro de Maurice.
—Gracias, señor. Si me permite acabar de despejar la mesa...
—Perfecto. Yo bajaré a la bodega y buscaré una buena botella llena de moho.
La botella resultó ser más que buena: un Hidalgo Oloroso Viejo VORS. Pendergast bebió un sorbo de su copa, admirando la complejidad del jerez: madera, fruta, con un final que parecía eternizarse en el paladar. Maurice estaba sentado al otro lado de la antigua alfombra de seda de Kashan, en una otomana, muy tieso y erguido en su uniforme de mayordomo, cómicamente incómodo.
—¿El jerez es de tu agrado? —preguntó Pendergast.
—Excelente, señor —contestó el mayordomo, antes de beber un nuevo sorbo.
—Entonces bebe, Maurice, seguro que va bien para combatir la humedad.
Maurice obedeció.
—¿Quiere que ponga otro tronco en el fuego?
Pendergast sacudió la cabeza y volvió a mirar la sala.
—Parece mentira que volver aquí despierte tal cantidad de recuerdos.
—Estoy seguro de ello, señor.
Pendergast señaló un gran globo terráqueo con armazón de madera.
—Recuerdo, por ejemplo, una agria discusión con la institutriz acerca de si Australia era o no un continente. Ella insistía en que solo era una isla.
Maurice asintió con la cabeza.
—Y la exquisita vajilla de Wedgwood que había en la última repisa de aquella estantería. —Pendergast señaló con la cabeza—. Recuerdo el día en el que mi hermano y yo reprodujimos el asalto romano a Silvium. El arma de asedio construida por Diógenes resultó quizá demasiado eficaz. La primera andanada aterrizó justo en aquella repisa. —Pendergast sacudió la cabeza—. Todo un mes castigados sin cacao.
—Lo recuerdo perfectamente, señor —asintió Maurice, acabándose la copa.
Parecía que el jerez empezaba a hacerle efecto. Pendergast volvió a llenar las copas.
—No, no, insisto —dijo ante las protestas de Maurice.
El mayordomo asintió con la cabeza y se lo agradeció con un murmullo.
—Esta sala siempre fue el punto central de la casa —dijo Pendergast—. Fue donde celebramos mi fiesta por haber obtenido las mejores notas en Lusher. Y donde mi abuelo solía practicar sus discursos... ¿Te acuerdas de que nos sentábamos todos a su alrededor y hacíamos de público, aplaudiendo y silbando?
—Como si fuera ayer. Pendergast bebió un poco más.
—Y fue donde ofrecimos la recepción después de la ceremonia nupcial en los jardines.
—Sí, señor.
La anterior reserva de Maurice se había relajado un poco. Parecía sentado con más naturalidad en la otomana.
—A Helen también le encantaba esta sala —prosiguió Pendergast.
—En efecto.
—Aún me acuerdo de todas las noches que pasaba aquí, investigando o poniéndose al día con las revistas técnicas.
Por el rostro de Maurice pasó una sonrisa melancólica y pensativa.
Pendergast examinó su copa, y el líquido de color otoñal que contenía.
—Podíamos pasarnos horas sin hablar, disfrutando de estar aquí juntos. —Hizo una pausa y, despreocupadamente, preguntó—: Maurice, ¿mi esposa te habló alguna vez de su vida antes de conocerme?
Maurice se acabó la copa y la dejó con un gesto delicado.
—No. No era muy habladora.
—¿Qué es lo que más recuerdas de ella?
Pensó un poco.
—El té de escaramujo que le servía. Esta vez fue Pendergast quien sonrió.
—Sí, era su preferido. Parecía que no se cansara nunca. La biblioteca siempre olía a escaramujo. —Olfateó. Ahora la sala solo huele a polvo, humedad y jerez—. Me temo que me ausenté con más frecuencia de la deseable. A menudo me pregunto cómo se divertía Helen en esta casa tan vieja y fría cuando yo estaba de viaje.
—A veces ella también se iba de viaje por trabajo, señor. Aunque pasaba mucho tiempo aquí—dijo Maurice—. Le echaba tanto de menos...
—¿De verdad? Como siempre se hacía la valiente...
—En ausencia del señor, siempre me la encontraba aquí —dijo—, mirando los pájaros.
Pendergast hizo una pausa.
—¿Los pájaros?
—Sí, ya me entiende. El favorito de su hermano, antes de... de que llegara la mala época. El libro grande de aquel cajón, el de los grabados de pájaros.
Señaló con la cabeza un cajón en la base de un viejo aparador de nogal.
Pendergast frunció el ceño.
—¿El Gran Folio de Audubon?
—Ese mismo. Yo le servía el té, pero ella casi no se fijaba en mi presencia. Pasaba las páginas durante horas.
Pendergast dejó la copa con cierta brusquedad.
—¿Te habló alguna vez de su interés por Audubon? ¿Te hizo alguna pregunta?
—De vez en cuando, señor. Le fascinaba la amistad del tatarabuelo con Audubon. Era bonito ver que se interesaba tanto por la familia.
—¿El tatarabuelo Boethius?
—Exacto.
—¿Cuándo fue eso, Maurice? —preguntó Pendergast al cabo de un momento.
—Veamos... poco después de que se casaran, señor. Quiso ver los documentos.
Pendergast dejó transcurrir un instante y dio un sorbo, pensativo.
—¿Documentos? ¿Cuáles?
—Los que están allí dentro, en el cajón, debajo de los grabados. Siempre estaba consultando aquellos documentos y cuadernos antiguos. Y el libro.
—¿Te dijo alguna vez por qué?
—Supongo que admiraba los dibujos. Son unos pájaros preciosos, señor Pendergast. —Maurice bebió un poco más de jerez—. A propósito... ¿no fue allí donde se conocieron? ¿En la casa Audubon de la calle Dauphine?
—Sí, en la exposición de grabados de Audubon. Pero entonces no parecía que le interesaran mucho. Me dijo que solo había ido porque daban vino y queso gratis.
—Ya conoce a las mujeres; les gusta tener sus secretos.
—Eso parece —admitió Pendergast en voz muy baja.
Rockland, Maine
—En condiciones normales, la taberna Salty Dog habría sido justo el tipo de bar que le gustaba a Vincent D'Agosta: sencillo, sin pretensiones, para trabajadores, y barato. Pero las condiciones no eran normales. En cuatro días había viajado en avión o en coche entre otras tantas ciudades. Echaba de menos a Laura Hayward, y estaba enormemente cansado, extenuado. Además, Maine, en febrero, no era lo que se dice un lugar encantador. Lo último que le apetecía en esos momentos era tomarse unas cervezas con unos pescadores.
Sin embargo, empezaba a estar desesperado. Rockland había resultado ser un callejón sin salida. En doce años, desde que los Esterhazy se habían ido a vivir a otro sitio, su antigua casa había pasado por muchas manos. La única persona en todo el vecindario que parecía acordarse de la familia era una vieja solterona, pero que le había cerrado la puerta en las narices. En los periódicos de la biblioteca pública no aparecían ni una vez los Esterhazy, y en el registro no había nada pertinente salvo información tributaria. Y luego decían que en los pueblos todo eran chismorreos...
De ahí que hubiera tenido que recurrir a la taberna Salty Dog, un antro situado en la playa donde, según le habían informado, mataban el tiempo los más viejos lobos de mar. Resultó ser un edificio de madera en pésimo estado, entre dos almacenes en el interior del muelle de pescadores. Una tormenta se acercaba rápidamente; del mar, llegaban en remolinos los primeros copos de nieve, y el viento levantaba espuma, a la vez que hacía rodar periódicos abandonados por las rocas de la playa. «¿Qué coño hago yo aquí?», se preguntó. Pero sabía la respuesta. Se lo había explicado el mismo Pendergast: «Lo siento, pero tendrá que ir usted —había dicho—. Es un asunto que me toca demasiado de cerca. Carezco de la distancia y la objetividad necesarias para investigar».
El interior del bar estaba oscuro, con un ambiente recargado que olía a pescado frito y a cerveza agria. Cuando sus ojos se acostumbraron, D'Agosta vio que los presentes —el encargado y cuatro clientes con chaquetas y gorras de marinero— habían dejado de hablar y lo miraban con atención. Se notaba que era un local de clientes habituales. Aunque, al menos se estaba caliente, gracias a la estufa de leña del centro de la sala.
Una vez sentado al fondo, hizo una señal con la cabeza al encargado y pidió una Bud. Intentó pasar inadvertido. Poco a poco se reanudó la conversación; gracias a ella averiguó que los cuatro clientes eran pescadores y que en ese momento la pesca era mala, aunque en realidad siempre lo era.
Entre sorbos de cerveza, observó el bar. Previsiblemente, la decoración era marinera y de época: paredes cubiertas de mandíbulas de tiburón, enormes pinzas de bogavante y fotos de barcos de pesca, y en el techo, redes con bolas de cristal de colores. Todas las superficies tenían una gruesa pátina de vejez, humo y roña.
Después de echarse dos cervezas entre pecho y espalda, decidió que era el momento de mover ficha.
—Mike —dijo, llamando al encargado por el nombre de pila que había oído en la conversación—, permítame invitar a una ronda; y ya que estamos, tómese usted una cerveza.
Mike se lo quedó mirando un momento; luego, con una palabra hosca de agradecimiento, cumplió su petición. El reparto de cervezas fue acompañado de gestos y gruñidos.