Pantano de sangre (15 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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—La joven... ¿Recuerda su nombre?

—No. Es curioso, pero no me lo dijo. Recuerdo que lo estuve pensando después de que se fuera.

—¿Tenía un acento como el mío?

—No, un acento del norte. Como los Kennedy. El director se estremeció.

—Comprendo. Gracias por su tiempo. —Pendergast se giró—. Ya encontraré yo solo la salida.

—No, no —se apresuró a decir Chausson—, le acompaño hasta su coche. Insisto.

—No se preocupe, señor Chausson, no diré nada a sus huéspedes.

Y con una pequeña reverencia y una sonrisa aún más pequeña, teñida de tristeza, Pendergast dio unas zancadas hacia el largo túnel, hacia el mundo exterior.

20

St. Francisville, Luisiana

D'Agosta frenó ante la mansión encalada, que se erguía con altiva formalidad entre macizos muertos y árboles sin hojas. El cielo invernal escupía lluvia, formando charcos en el asfalto. Se quedó un momento en el coche de alquiler, escuchando por la radio los pésimos versos finales de «Just You and I», a la vez que intentaba superar la irritación por haber recibido poco más que un simple encargo. ¿Qué carajo sabía él de pájaros muertos?

Al final de la canción se levantó, cogió un paraguas y salió del coche. Subió los escalones de la casa de la plantación Oakley y entró en la galería: un porche con celosías cerradas por la constante lluvia. Dejó el paraguas mojado en un paragüero, se quitó el impermeable, lo colgó en un perchero y entró en el edificio.

—Usted debe de ser el señor D'Agosta —dijo una mujer vivaracha, con aspecto de pájaro, levantándose de su escritorio y yendo afanosamente a su encuentro sobre unas piernas regordetas, calzadas con zapatones que resonaban sobre las planchas de madera—. En esta época del año no viene mucha gente. Yo soy Lola Marchant.

Tendió la mano. Al cogerla, D'Agosta recibió un apretón sorprendentemente enérgico. La mujer, con colorete, polvos y pintalabios, no debía de tener menos de sesenta años, aunque se la veía recia y vigorosa.

—¡Debería darle vergüenza traer tan mal tiempo! —Soltó una risa cantarina—. De todos modos, los expertos en Audubon siempre son bienvenidos. Aunque aquí suelen venir solo turistas.

D'Agosta la siguió a una sala de visitas, con madera pintada de blanco y vigas muy macizas. Empezó a arrepentirse de la tapadera que le había dado por teléfono. Sabía tan poco de Audubon, y de los pájaros en general, que tuvo la certeza de que cualquier intercambio de información, hasta el más nimio, acabaría con su expulsión. Lo mejor sería no abrir la boca.

—¡Vayamos por partes! —Marchant rodeó otro escritorio y empujó hacia él un libro enorme de registro—. Firme aquí, por favor, y ponga la razón de su visita.

D'Agosta escribió su nombre y la supuesta razón.

—¡Gracias! —dijo ella—. Bien, empecemos. ¿Qué quiere ver exactamente?

D'Agosta carraspeó.

—Soy ornitólogo. —Lo pronunció bien—. Me gustaría ver algunos de los especimenes de Audubon.

—¡Maravilloso! Ya debe de saber que Audubon solo vivió cuatro meses aquí; daba clases de dibujo a Eliza Pirrie, la hija del matrimonio Pirrie, los propietarios de la plantación Oakley. Después de un altercado con la señora Pirrie, se fue a Nueva Orleans repentinamente, llevándose todos sus especimenes y sus dibujos. Pero hace cuarenta años, cuando el gobierno del estado nos designó Lugar Histórico, recibimos un legado de dibujos, cartas y algunos especimenes de aves de Audubon, que hemos ido aumentando con los años. ¡Ahora tenemos una de las mejores colecciones de Audubon de toda Luisiana!

Coronó su informe con una amplia sonrisa, mientras su pecho subía y bajaba rápidamente a causa del esfuerzo.

—Entiendo —masculló D'Agosta, mientras sacaba una libreta de taquigrafía de su americana negra con la esperanza de que añadiera un toque de verosimilitud.

—Por aquí, doctor D'Agosta, por favor.

«Doctor D'Agosta.» El teniente sintió que su temor aumentaba.

Pisando fuerte los suelos de pino pintado, Marchant le condujo hasta una escalera. Subieron a la primera planta, y después de cruzar numerosas salas espaciosas, llegaron a una puerta cerrada con llave, que al abrirse reveló una escalera que subía a un desván, empinada y estrecha. D'Agosta siguió a Marchant hasta el final. De desván solo tenía el nombre. Estaba impoluto y cuidado, y olía a pintura fresca. En tres de las cuatro paredes se sucedían vitrinas antiguas de roble y cristal ondulado, mientras que al fondo había armarios cerrados, más modernos. La luz procedía de una serie de claraboyas con cristales esmerilados, que dejaban pasar una luz blanca y fría.

—Tenemos unos cien pájaros de la colección original de Audubon —dijo Marchant, caminando deprisa por el pasillo central—. Por desgracia, Audubon no era un gran taxidermista, así que observará que la mayoría de los especimenes está en mal estado. Los hemos estabilizado, claro, pero los bichos ya los habían estropeado mucho. Ya hemos llegado.

Se detuvieron frente a un gran armario de metal gris, que casi parecía una caja fuerte. Marchant giró el disco central y accionó la palanca. La gran puerta se abrió con un suspiro de aire y dejó a la vista unos armarios interiores de madera, con etiquetas en unas placas de latón fijadas con tornillos a todos los cajones. D'Agosta recibió una vaharada de naftalina. Marchant cogió un cajón y lo sacó para mostrar tres hileras de pájaros disecados, con unas etiquetas amarillentas alrededor de cada garra y algodón blanco sobresaliendo por los ojos.

—Las etiquetas son las originales de Audubon —dijo—. Únicamente yo manipulo los pájaros, así que, por favor, no los toque sin mi permiso. ¡Y bien! —Sonrió—. ¿Cuáles quiere ver?

D'Agosta consultó su libreta. Había copiado algunos nombres de pájaros de una página web donde se enumeraban todos los especimenes originales de Audubon, y su localización. Recurrió a ellos.

—Me gustaría empezar por la reinita de Luisiana.

—¡Estupendo! —El cajón volvió a su sitio, y salió otro—. ¿Quiere examinarla en la mesa o en el cajón?

—En el cajón estará bien.

D'Agosta se encajó una lupa en el ojo y examinó de cerca el pájaro, emitiendo gruñidos y murmullos. El ejemplar se hallaba en un estado bastante deplorable: apolillado, descolorido, con las plumas torcidas —o desaparecidas— y gran parte del relleno por fuera. Esperó que resultase convincente su concentración, y sus pausas para hacer anotaciones ininteligibles.

Se irguió.

—Gracias. El siguiente de mi lista es el jilguero americano.

—Ahora mismo se lo enseño.

Volvió a fingir ostentosamente que examinaba el pájaro, escudriñándolo a través de la lupa, tomando notas y hablando solo.

—Espero que encuentre lo que busca—dijo Marchant, invitándole a hablar.

—Oh, sí, gracias.

Aquello empezaba a ser aburrido; además, el olor de las bolas de naftalina le estaba mareando.

—Ahora... —Fingió consultar su libreta—. Ahora miraré la cotorra de las Carolinas.

Un súbito silencio. A D'Agosta le sorprendió ver que Marchant se sonrojaba un poco.

—Lo siento, pero ese espécimen no lo tenemos.

Sintió que su irritación aumentaba. Ni siquiera tenían el espécimen por el que había ido allí.

—Pues, consta en toda la bibliografía —dijo, más molesto de lo que pretendía—. De hecho, dicen que hay dos.

—Ya no los tenemos.

—¿Dónde están? —preguntó, abiertamente exasperado.

Se hizo un largo silencio.

—Lo siento, pero han desaparecido.

—¿Desaparecido? ¿Perdidos?

—No, perdidos no, robados. Fue hace muchos años, cuando yo aún era ayudante. Lo único que queda son unas cuantas plumas.

El interés de D'Agosta se avivó de golpe. Se le había disparado el radar de policía. Supo inmediatamente que aquella visita no sería en vano.

—¿Hubo una investigación?

—Sí, pero de simple rutina. No es fácil que la policía se entusiasme por dos pájaros robados, aunque estén extinguidos.

—¿Tiene una copia del informe?

—Aquí cuidamos mucho los archivos.

—Me gustaría verla.

Vio que Marchant le miraba con curiosidad.

—Perdone, doctor D'Agosta, pero... ¿por qué? Hace más de doce años que los pájaros ya no están aquí.

D'Agosta pensó deprisa. La situación había cambiado. Decidiéndose rápidamente, metió la mano en el bolsillo y sacó su placa.

—¡Dios santo! —Ella le miró con los ojos muy abiertos—. Es policía. No ornitólogo. D'Agosta la guardó.

—Exacto. Soy teniente, detective de homicidios en la policía de Nueva York. Ahora, sea buena chica y tráigame el informe.

Marchant asintió con la cabeza y vaciló.

—¿De qué se trata?

Al mirarla, D'Agosta vio que le brillaban los ojos con una especie de entusiasmo contenido.

—De un asesinato, por supuesto —dijo, sonriendo.

Ella volvió a asentir y se levantó. Volvió al cabo de unos minutos con una carpeta de cartulina. Al abrirla, D'Agosta se encontró con un informe policial de lo más somero, un solo párrafo escrito a toda prisa; la única información que consiguió fue que la ausencia de los pájaros había salido a relucir durante una revisión rutinaria de la colección. No había indicios de que hubiera entrado nadie a la fuerza. Tampoco se echaba nada más en falta, ni se encontraron pruebas o huellas dactilares. No había sospechosos. Lo único de provecho era la posible fecha del delito: tenía que haberse producido entre el 1 de septiembre y el 1 de octubre, ya que la colección se sometía a un inventario mensualmente.

—¿Hay un registro de los investigadores que usan la colección?

—Sí, pero después de que se vayan siempre la repasamos para estar seguros de que no se hayan llevado nada.

—Entonces podemos acotar aún más la fecha. Tráigame el registro, por favor.

—Ahora mismo.

Marchant se fue rápidamente; en el desván resonó su taconeo entusiasta mientras bajaba por la escalera.

Volvió al cabo de pocos minutos, con un gran libro encuadernado en tela buckram que dejó caer ruidosamente sobre la mesa del centro. D'Agosta vio que lo hojeaba hasta llegar al mes en cuestión. Entonces él echó un vistazo a la página. Aquel mes habían consultado la colección tres investigadores, el último el 22 de septiembre. El nombre estaba escrito con una letra amplia y curvilínea.

«Evidentemente, tanto el nombre como la dirección son falsos —pensó—. ¿Agassiz Drive? Y yo me lo creo.» Además, todos los códigos postales del estado de Nueva York empezaban por 1.

—Dígame —preguntó—, ¿los investigadores tienen que demostrar que son miembros de alguna organización, o identificarse de alguna manera, con algún carnet?

—No nos fiamos. Quizá no deberíamos. De todos modos, no les quitamos el ojo de encima. ¡No veo cómo un investigador podría robarnos los pájaros en las narices!

«A mí se me ocurren un millón de maneras», pensó D'Agosta, aunque no lo dijo en voz alta. La puerta del desván se cerraba con una llave muy anticuada, y el armario de los pájaros era un modelo barato, con unas clavijas ruidosas que podía forzar cualquier experto en cajas fuertes. Se dijo que de todos modos no hacía falta, porque recordaba haber visto que Marchant, antes de subir, cogía un manojo de llaves colgado en la pared de la recepción. La puerta de la mansión estaba abierta. El había entrado sin ningún problema. Nada más fácil que esperar a que el conservador de guardia se levantara del mostrador para ir al lavabo, entrar descolgar las llaves y subir directamente a por los pájaros. Pero lo peor era que Marchant le había dejado solo, con el armario de pájaros abierto, cuando había ido a buscar el libro de registro. «Si los pájaros tuvieran algún valor, a estas alturas no quedaría ni uno», se lamentó.

Señaló un nombre.

—¿Vio usted a esta investigadora?

—Como le he dicho, entonces yo solo era ayudante. El conservador era el señor Hotchkiss, que fue quien debió de vigilarla.

—¿Dónde está ahora?

—Falleció hace unos años.

D'Agosta volvió a fijarse en la página. Si realmente Matilda V. Jones se los había llevado —de lo cual estaba bastante seguro—, no era una ladrona muy lista. Más allá del alias, la letra de la entrada no parecía fingida. Supuso que el robo se habría producido hacia el 23 de septiembre, el día después de que le hubieran enseñado la situación exacta de los pájaros, cuando se hizo pasar por investigadora. Probablemente, por comodidad, es que se hubiera alojado en alguna pensión de la zona, aspecto que podía confirmar consultando el registro de hoteles.

—¿Dónde suelen alojarse los ornitólogos que vienen a investigar?

—Nosotros recomendamos el Houma House de St. Francisville; es el único sitio decente.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—¿Qué —dijo Marchant—, alguna pista?

—¿Podría hacerme una fotocopia de esta página?

—Oh, sí, claro.

Levantó el pesado tomo y se lo llevó, dejando una vez más solo a D'Agosta, que abrió enseguida su móvil y marcó un número.

—Pendergast —contestaron.

—Hola, soy Vinnie. Una pregunta rápida: ¿le suena de algo Matilda V. Jones?

Tras un brusco silencio, volvió a oírse la voz de Pendergast, fría como una ráfaga de viento polar.

—¿De dónde ha sacado ese nombre, Vincent?

—No tengo tiempo de explicárselo. Es demasiado complicado. ¿Lo conoce?

—Sí. Era el nombre del gato de mi mujer, un azul ruso.

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