Pantano de sangre (46 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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Hayward pensó en los aligátores. «A pie. Genial.» Plantó la pértiga y dio otro empujón a la lancha. De repente, en un destello negro y silencioso, Pendergast se le echó encima, la cogió por la cintura y ambos cayeron por la borda, a las aguas negras. Hayward se irguió debajo del agua, demasiado sorprendida para resistirse, mientras se le hundían los pies en el cieno del fondo. Al impulsarse y sacar la cabeza por la superficie, oyó una salva de disparos.

Una bala hizo clang al dar en el motor. Se encendió una pequeña llama. ¡Clang! ¡Clang! Los disparos procedían de la derecha, entre la oscuridad.

—Coja un arma —le susurró al oído Pendergast.

Asida a la borda, Hayward esperó un paréntesis en los disparos para levantarse, coger el arma que tuviera más cerca —un pesado fusil— y deslizarse otra vez hacia abajo. Otra ráfaga impactó en la lancha. Varias balas agujerearon el motor. Apareció una línea de fuego en el fondo de la embarcación. Le habían dado al tubo de la gasolina.

—¡No dispare! —susurró Pendergast, empujándola—. Vaya al otro lado del barco, diríjase a la otra orilla del canal y póngase a cubierto.

Medio a nado y medio vadeando, sin levantar la cabeza más de lo estrictamente necesario, Hayward se movió por el agua. La embarcación en llamas explotó tras ellos, proyectando un resplandor amarillo en el canal. Después de oír un estallido sordo, Hayward recibió la onda expansiva, a la vez que se elevaba en el aire nocturno una bola de fuego anaranjada y negra. Del montón de armas incendiadas surgió un petardeo de detonaciones de menor intensidad.

De pronto, llegaban disparos desde todas partes, agujereando al agua.

—Nos han visto —dijo con urgencia Pendergast—. ¡Sumérjase y nade!

Hayward respiró hondo, se zambulló y empezó a avanzar, con una mano torpemente cerrada en el fusil, impulsándose por las oscuras aguas. Cuando hundía los pies en el cieno, notaba objetos duros, y a veces no tan duros, y de vez en cuando la viscosa agitación de un pez. Trató de no pensar en los mocasines de agua, ni en las nutrias, ni en las sanguijuelas de veinte centímetros ni en todo lo que infestaba el pantano. Oía el ruido de las balas que penetraban en el agua. Con los pulmones a punto de explotar, salió, tomó una bocanada de aire y volvió a sumergirse.

El agua parecía viva, a causa del zumbido de las balas. Hayward no tenía ni idea de dónde estaba Pendergast. Aun así, siguió adelante; salía aproximadamente cada minuto para coger aire. Bajo sus pies, el fango empezaba a subir de nivel. Al poco tiempo empezó a arrastrarse por aguas cada vez menos profundas, mientras aparecían sobre ella los árboles del fondo del canal. A su derecha, el tirador seguía disparando. Las balas se clavaban en los troncos de encima. Aunque ahora los disparos eran más intermitentes. Evidentemente, o le había perdido el rastro o disparaba por aproximación.

Se arrastró por la resbaladiza orilla y se puso de espaldas entre los jacintos, recuperando el aliento con dificultad. Estaba totalmente cubierta de barro. Había sido todo tan rápido, que no había tenido tiempo de pensar. Finalmente lo hizo, y con denuedo. Esta vez no era la gente del pantano. Estaba segura. Parecía un solo tirador, alguien que sabía que irían allí, y que había tenido tiempo para prepararse.

Se atrevió a mirar a su alrededor, pero no vio ni rastro de Pendergast. Con el fusil apoyado en una mano, cruzó un riachuelo poco profundo, medio a rastras, medio a nado, al amparo de los árboles. Después se cogió a un viejo tocón podrido de ciprés y se escondió detrás. En ese momento oyó un suave chapoteo. Estuvo a punto de llamar en voz alta, pensando que era Pendergast, pero de repente se encendió un foco en el canal e iluminó el pantano a su izquierda.

Se agachó, procurando ocupar el mínimo espacio detrás del tocón. Con movimientos lentos y precisos, se puso el fusil por delante. Estaba cubierto de barro. Lo sumergió en el agua del riachuelo, agitándolo un poco para limpiarlo. Después lo sacó y lo fue palpando en toda su longitud, intentando averiguar qué era. De palanca, pesado, cañón octogonal y gran calibre. Parecía una 45-70, una copia moderna de un fusil del Oeste; tal vez una reproducción Winchester de una Browning antigua, lo cual significaba que probablemente aún pudiera disparar, pese a haberse mojado. En el cargador debía de haber entre cuatro y nueve balas.

El foco penetraba entre los árboles, barriendo el pantano. Ya no se oían disparos, pero la luz se acercaba.

Debería disparar a la luz. De hecho, era su único blanco, puesto que impedía ver lo demás. En silencio y muy despacio levantó el fusil, sacudiéndole los restos de agua. Después lo amartilló con precaución e introdujo a tientas una bala en la recámara. De momento todo iba bien. La luz, ya muy visible, se movía lentamente por el canal. Levantó el fusil para apuntar... y de repente notó el peso de una mano en el hombro.

Volvió a agacharse, reprimiendo un grito de sorpresa.

—No dispare —dijo la voz casi inaudible de Pendergast—. Podría ser una trampa.

Hayward se recuperó de la sorpresa y asintió.

—Sígame.

Pendergast dio media vuelta y se arrastró por el riachuelo. Hayward hizo lo mismo. La luna se había escondido detrás de las nubes, pero los últimos rescoldos del incendio de la lancha les proporcionaban la luz justa para orientarse. El pequeño canal se estrechaba. No tardaron en atravesar un barrizal cubierto aproximadamente por treinta centímetros de agua. El foco lo cruzó, en dirección hacia ellos. Pendergast se paró, respiró hondo y se hundió lo más posible en el agua. Parecía tan cubierto de barro como ella. Hayward siguió su ejemplo, con la cara casi en el cieno. El foco les pasó justo encima. Se puso tensa, esperando un disparo que no llegó.

Cuando la luz se alejó, se levantó. Vio al fondo del barrizal un grupo enorme de tocones de ciprés y troncos podridos. Pendergast iba derecho hacia allá. Hayward le siguió. Un minuto después estaban en posición.

Hayward pasó rápidamente por agua su fusil y volvió a limpiarlo. Pendergast sacó la Les Baer de la funda e hizo lo mismo que ella. Trabajaban deprisa, en silencio. Volvió a pasar la luz, más cerca que antes, directamente hacia ellos.

—¿Cómo sabe que es una trampa? —susurró Hayward.

—Demasiado evidente. Aquí hay más de un tirador, y están esperando a que disparemos al foco.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Esperar. En silencio. Sin movernos.

La luz se apagó. Reinó la oscuridad. Pendergast se puso en cuclillas, inmóvil, inescrutable, tras el gran amasijo de tocones.

Hayward escuchó atentamente. Parecía que se oyera ruido de agua y correteos en todas direcciones. Animales moviéndose, ranas saltando... ¿O era gente?

Al fin, la lancha incendiada se hundió. La capa de gasolina se consumió enseguida, dejando el pantano en una fresca penumbra. Aun así, siguieron esperando. La luz volvió a encenderse, y se acercó.

70

Judson Esterhazy, con botas altas de goma y llevando un Winchester 30-30 en las manos, cruzaba la maleza con la máxima precaución. El Winchester era mucho más ligero que el fusil de precisión, bastante más manejable, y lo usaba desde la adolescencia para cazar ciervos. Potente, pero elegante, era casi una extensión de su persona.

A través de los árboles veía la luz de Ventura, que oscilaba cada vez más cerca de la zona donde debían de haberse escondido Pendergast y la mujer. Esterhazy estaba apostado unos cien metros por detrás de donde les habían obligado a ir. ¡Qué poco sospechaban que les estaban encerrando en una pinza, a medida que Esterhazy se situaba por detrás de su posición entre los árboles caídos, y que Ventura se acercaba por delante! Eran un blanco fácil. Ahora solo necesitaba que disparasen, una sola vez. Entonces podría establecer su posición, y matarles a ambos. Tarde o temprano se verían obligados a disparar al foco.

El plan estaba saliendo de fábula. Ventura había hecho bien su parte. La luz, colocada en la punta de una pértiga, se movía despacio, dando saltos, cada vez más cerca de ellos dos. Esterhazy veía saltar el haz entre una maraña de raíces de ciprés y un tronco enorme y podrido tras un antiguo vendaval. Ahí era donde estaban ellos. No había ningún otro escondrijo en las inmediaciones.

Hizo una lenta maniobra para tener bien a la vista los árboles derribados por el viento. La luna, que estaba muy alta, salió de entre las nubes, bañando de luz blanca los más oscuros recovecos del pantano. Esterhazy les entrevió, en cuclillas detrás del tronco, concentrados en la luz que tenían delante... y plenamente expuestos a su maniobra lateral. Al final, ni siquiera haría falta que disparasen al foco.

Levantó despacio el fusil hasta la mejilla y miró por el visor nocturno Trident Pro 2,5x. Todo el lugar adquirió un relieve muy marcado. No podía apuntar a ambos a la vez, pero si abatía primero a Pendergast, ella no le pondría muchas dificultades.

Tras acomodar bien el cuerpo, ajustó la mira para situar la espalda de Pendergast en el centro de la cruz y se dispuso a disparar.

Hayward estaba en cuclillas detrás del tronco podrido, mientras la luz oscilaba erráticamente en las tinieblas.

Pendergast le susurró al oído.

—Creo que la luz está en la punta de una pértiga.

—¿Una pértiga?

—Sí. Mire qué manera tan extraña tiene de mecerse. Es un truco. Lo cual significa que hay otro tirador.

De repente la agarró y la sumergió en el agua poco profunda, con la cara en el barro. Medio segundo después, Hayward oyó un disparo justo encima, y el impacto sordo de una bala que se clavaba en la madera.

Siguió a Pendergast con movimientos desesperados, mientras el agente reptaba por el lodo hasta encajarse detrás de unas raíces enredadas; luego tiró de ella. Hubo más disparos; esta vez venían de delante y de detrás, atravesando las raíces en dos direcciones.

—Aquí no estamos protegidos —dijo Hayward, sin aliento.

—Tiene razón. No podemos quedarnos. Tarde o temprano alguna de las balas dará en el blanco. —Pero ¿qué podemos hacer?

—Yo me encargo del tirador que tenemos detrás. Cuando me vaya, cuente noventa segundos, dispare, cuente otros noventa y vuelva a disparar. No se moleste en apuntar, lo único que necesito es el ruido. Tenga cuidado de que no se vea el fogonazo. Luego péguele un tiro a la luz, pero solo tras los primeros dos disparos, los de mentira. No antes. Después, láncese al ataque... y vaya a matar.

—De acuerdo.

Pendergast desapareció raudo en el pantano. En respuesta, se oyó otra ráfaga de tiros.

Hayward contó hasta noventa, y disparó sin levantar el cañón de la escopeta. La 45-70 hizo un ruido enorme y dio un culatazo, sorprendiéndola con su estampido, cuyo eco se dispersó por el pantano. La réplica, una salva de balazos, penetró entre las raíces justo sobre su cabeza. Se tumbó en el fango. Después oyó a su izquierda el contraataque de Pendergast, que disparó en la noche su 45. Los disparos se alejaron. La luz osciló, pero sin avanzar.

Contó otra vez y apretó el gatillo. La segunda detonación del fusil de gran calibre desgarró el aire.

Las balas volvieron a pasar cerca, pero Pendergast replicó con un redoble de disparos, esta vez desde otro punto. La luz seguía sin moverse.

Hayward se giró, agazapada en el barro, y apuntó a la luz con absoluta precisión. Apretó lentamente el gatillo, hasta que hizo rugir la escopeta y la luz se deshizo en una lluvia de chispazos.

Se levantó de inmediato y, yendo a la máxima velocidad posible por un barro denso, que la succionaba, se dirigió hacia donde antes había estado la luz. Oyó cómo Pendergast disparaba con furia a sus espaldas, para mantener en su sitio al tirador de detrás.

Dos disparos perforaron los helechos, a su lado. Se arrojó hacia delante con el fusil preparado, y al irrumpir detrás de los helechos se encontró con el tirador, que estaba en cuclillas en una barca de fondo plano. El, sorprendido, se volvió hacia ella, que se lanzó al agua al mismo tiempo que apuntaba y disparaba. El hombre también disparó. Hayward sintió un dolor agudo en la pierna, seguido de un brusco aturdimiento. Reprimió un grito e intentó levantarse, pero la pierna no le obedecía.

Frenéticamente, abrió el cerrojo, esperando recibir en cualquier momento otro disparo, esta vez mortal, pero no llegó. Comprendió que debía de haber alcanzado al tirador. Sacando fuerzas de flaqueza, se tambaleó hasta conseguir arrastrarse por el agua poco profunda, y se cogió a la borda, apuntándole con la escopeta.

Estaba tirado en la barca, con una herida en el hombro, de la que manaba sangre. El fusil estaba partido en dos, evidentemente a causa de un balazo. Estaba intentando sacar una pistola con una sola mano. No era ninguno de los hombres del pantano. De hecho, Hayward nunca le había visto.

—¡No se mueva! —gritó, apuntándole con la escopeta, a la vez que intentaba no jadear de dolor. Se acercó, le quitó la pistola y le apuntó con ella—. Levántese despacio, sin trucos. Con las manos a la vista.

El gruñó y levantó una sola mano. La otra la tenía colgando, sin poder moverla.

Pensando en el otro tirador, Hayward procuró llamar lo menos posible la atención. Al examinar la pistola, vio que tenía el cargador Heno. Se la quedó y tiró al agua la escopeta.

El hombre gimió; tenía una mancha de luna en el torso, y otra oscura, de sangre, que se extendía poco a poco hacia abajo, desde el hombro.

—Estoy herido —se quejó—. Necesito ayuda.

—No es mortal —dijo Hayward.

Ella también sentía cómo palpitaba su herida, y su pierna parecía de plomo. Esperó no estar desangrándose. Como estaba medio hundida en el agua, el tirador no podía ver que había acertado. Sentía cómo resbalaban y chocaban cosas en su pierna herida; probablemente peces, atraídos por la sangre.

Sonaron más disparos por detrás: la rotunda detonación de la 45 de Pendergast, alternando con las del fusil del segundo tirador, más secas. Los tiros se volvieron esporádicos. Después, silencio. Un silencio largo.

—¿Cómo se llama? —preguntó Hayward.

—Ventura —dijo el hombre—. Mike...

Un único disparo. El hombre llamado Ventura salió despedido hacia atrás y cayó pesadamente en el fondo de la barca con un gruñido. Tembló un poco y se quedó quieto.

Presa del pánico, Hayward se hundió en el agua, agarrándose a la borda con una mano. Aquellos animales repulsivos de las aguas se estaban cebando en su herida. Sintió cómo se retorcían innumerables sanguijuelas.

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