Panteón (135 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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El shek trató de resistirse, pero cuando quiso darse cuenta estaba junto a ella. Se sintió furioso, comprendiendo, una vez más, hasta qué punto no era más que un juguete en manos de su diosa.

Gerde se había situado ante la Puerta, con los brazos extendidos. Sus ojos relucieron un breve instante y, tras un breve estremecimiento, la abertura empezó a ensancharse lentamente.

Christian sintió de pronto un leve temblor de tierra bajo sus pies.

«Están llegando», pensó. Aquel pensamiento flotó un momento y se topó con uno similar. Cruzó una mirada con Eissesh. Nunca se habían llevado especialmente bien; el ex-gobernador de Vanissar siempre había mostrado una fría indiferencia hacia el híbrido, como si de esa manera lograse olvidar que existía realmente. Pero en aquel momento, las mentes de ambos entrelazaron un mismo pensamiento.

«No quiero marcharme», se dijo Christian. Aquella idea llegó también hasta Eissesh.

«Sussh tampoco quería marcharse», comentó solamente.

Christian no dijo nada más. Lo cierto era que no estaba muy seguro de lo que deseaba hacer.

Los sheks se marchaban. Todos ellos, o al menos, casi todos. En aquellos instantes, Umadhun estaba completamente vacío. Centenares de sheks sobrevolaban las inmediaciones o aguardaban en las oquedades y quebradas de los picos cercanos, esperando el momento de cruzar al mundo que les esperaba más allá de la Puerta, el mundo que Gerde había creado para ellos. Cuando se marcharan, Christian se quedaría vacío e irremediablemente solo. Y una parte de él ansiaba seguirlos, a pesar de que sabía que muchos de ellos le matarían si tenían ocasión, a pesar de que la posibilidad de perder de vista a Gerde era lo que más le gustaba de todo aquel plan. Una parte de él se estremecía de terror ante la simple idea de estar tan insondablemente solo. De ser el último de su especie.

Pero, por otro lado, si se marchaba, probablemente jamás volvería a ver a Victoria, ni vería nacer a su hijo.

—>No te esfuerces en tomar una decisión —dijo Gerde—. No tienes opción.

Había terminado de trabajar en la Puerta, que ahora flotaba ante ellos, mucho más amplia y alta que antes, lo bastante como para que un shek pudiera traspasarla con comodidad. Más allá no se veía otra cosa que un leve resplandor rojizo; por alguna razón, Gerde les velaba la visión de su futuro hogar.

Christian cerró los ojos, comprendiendo, de pronto, que en realidad deseaba quedarse en Idhún, aunque fuera la última serpiente del mundo de los tres soles. Sonrió con cierta amargura. Se lo debía a Gerde: ella haría lo posible por hacerlo desgraciado, por lo que, si de verdad hubiese deseado marcharse, le habría obligado a quedarse.

—>No te quedes ahí parado —dijo ella—. Necesito que la mantengas estable.

Christian vio que los bordes de la abertura tendían a contraerse de nuevo. Entendió lo que tenía que hacer. Se acercó a la puerta, alzó las manos y utilizó su poder para mantenerla abierta del todo. Gerde le dio la espalda para dirigirse a Eissesh.

—>Es la hora —dijo.

El shek asintió. Transmitió la información a todos los sheks de Idhún, y pronto empezaron a planear sobre el desfiladero y a descender, uno por uno, hacia la Puerta interdimensional. Cuando el primero de los sheks la cruzó para adentrarse en aquel nuevo mundo desconocido, Christian sintió que una parte de su alma se iba con él.

Kimara se sintió asfixiada por la oleada de gente que huía, desesperada, hacia el corazón del desierto. A sus espaldas, los más rezagados habían estallado en llamas. La semiyan no quería mirar atrás, pero tenía ya la espalda cubierta de ampollas producidas por el intenso calor.

Se dejó arrastrar por aquella marea de gente, humanos, yan, szish, todos juntos, corriendo en una misma dirección... Kimara no pudo dejar de pensar que, después de todo lo que había pasado, después del odio, de aquellas sangrientas batallas... resultaba irónico que se hubiesen puesto todos de acuerdo con tanta rapidez.

De pronto, no quiso ser una más. Trató de cambiar de dirección para alejarse de todo el mundo, y avanzó a trompicones, abriéndose paso entre la aterrorizada multitud, desplazándose hacia uno de los flancos de la masa. Le costó un buen rato, muchos empujones y quedarse un poco más rezagada, recibiendo, de nuevo, una bofetada del ardiente calor de Aldun, pero logró escapar de la multitud y correr, sola, sobre la abrasadora arena del desierto.

Entonces tropezó y cayó cuan larga era. Gritó de dolor al sentir los granos de arena que se clavaban cruelmente en su maltratada piel, trató de levantarse, pero no pudo. Quiso llorar, y tampoco fue capaz. El calor había secado todas sus lágrimas.

Estaba ya a punto de sucumbir al fuego, cuando algo tapó la luz de aquel corazón de llamas, proporcionándole sombra durante un breve y glorioso instante. Parpadeando, Kimara alzó la cabeza y sintió que la esperanza renacía en su corazón.

Era un dragón.

Volaba en círculos sobre ella, y era evidente que la había visto y que estaba allí para ayudarla. Por un momento, creyó ver reflejos dorados en sus escamas; pero fue solo una ilusión óptica confundida por el recuerdo.

Porque el dragón era negro como el ébano, y Kimara solo pudo pensar, antes de que descendiera en picado sobre ella y la atrapara entre sus garras, que debía de ser un sueño, porque a aquellas alturas él ya debía de estar lejos, muy lejos de allí...

Apenas fue consciente de que el dragón se la llevaba, alejándola de la aterradora bola de fuego. Debió de perder el conocimiento, y por eso no se dio cuenta de que el dragón volaba hacia el oeste. No vio desde el aire la desoladora estampa de Kosh, que había sido inundada por las aguas, tras la súbita y espectacular crecida del mar de Raden. No despertó hasta que el dragón se posó, con suavidad, a las afueras de la ciudad, y la dejó caer en una charca de poca profundidad.

Eso la despertó inmediatamente. El agua estaba turbia, pero refrescó su piel y alivió el calor que sentía. Aún aturdida, se deslizó hasta el fondo de la charca para mojarse hasta el cuello.

El dragón negro descansaba cerca de ella. La escotilla superior se abrió de golpe, y de ella surgió Rando, que bajó hasta el suelo y acudió a su encuentro.

Kimara alzó la cabeza, todavía sin saber muy bien lo que estaba sucediendo. Se topó con los ojos bicolores del semibárbaro y detectó que estaban repletos de emoción.

—>Menos mal que te he encontrado a tiempo —dijo Rando.

Kimara no pudo más. Un torrente de emociones inundó su pecho y, sin poder evitarlo, se echó a llorar. Rando la abrazó con cierta torpeza. La semiyan dejó caer la cabeza sobre su ancho pecho y siguió llorando, liberándose de todas las tensiones, calmando su miedo y su dolor. El contacto del semibárbaro le hacía daño porque tenía la piel quemada por el fuego de Aldun, pero no le importó. La sola presencia de Rando era ya un bálsamo que alivió todas las heridas de su alma.

De nuevo, el temblor de tierra, esta vez más intenso.

Karevan se acercaba. Christian contempló a los sheks que volaban en círculos sobre la Puerta interdimensional. Uno tras otro iban cruzándola, camino de un nuevo mundo, pero, aunque el tránsito se estaba realizando de forma rápida y eficaz, seguían siendo muchos, y él se estaba cansando.

Gerde pareció leer sus pensamientos.

—>Aparta de ahí, ya sigo yo —dijo, y se colocó a su lado para reforzar la Puerta.

Christian asintió, sin una palabra. A sus pies, el suelo tembló de nuevo.

«¿Cuántos quedan todavía?», le preguntó a Eissesh.

«Trescientos cincuenta y ocho», respondió él. Entonces, de pronto, entornó los ojos y alzó la cabeza, con un siseo amenazador. El instinto de Christian se disparó apenas unos instantes después.

Dragones.

Habían dado un rodeo para esquivar el tornado que, en aquellos momentos, abandonaba los confines de Shia para deslizarse por la Cordillera de Nandelt. Habían sobrevolado el campamento base de los szish y lo habían hallado vacío. Pero no se les había escapado la nube de sheks que, a lo lejos, volaban sobre las montañas.

Denyal y Tanawe iban montados en el mismo dragón. Era uno especialmente grande, en el que cabían tres personas, incluyendo al piloto. Los dos hermanos contemplaron el campamento vacío a través de las escotillas, y luego Tanawe comentó:

—>Deberíamos esperar a Alsan y a los ejércitos de tierra.

Denyal negó con la cabeza. Estaba al tanto de que el ejército había partido sin Alsan. Y, aunque sabía que les habría sido de mucha utilidad contar con su fuerza y su habilidad, él, personalmente, no lo echaba de menos. Además, estaba el hecho de que las tropas de tierra se habían quedado demasiado atrás, por culpa del tornado. Tendrían que aguardar a que se disipase, o bien dar un larguísimo rodeo.

—>Creo que los sheks ya saben que hemos llegado —dijo—. No podemos esperar más. Además, ese extraño remolino se dirige hacia aquí: cuanto antes terminemos con todo esto, mejor.

Tanawe asintió, sombría. Denyal dio instrucciones al piloto, y el dragón dio un par de vueltas, para atraer la atención de los demás, y se dirigió hacia el lugar donde se habían reunido todos los sheks. Los pilotos, encantados de experimentar al fin un poco de acción, lo siguieron.

Los sheks trataron de luchar contra el instinto. Algunos lo consiguieron, y siguieron pendientes de la Puerta interdimensional. Otros, los más jóvenes, observaron a los dragones que se acercaban, enseñándoles los colmillos y siseando por lo bajo.

Gerde les ordenó a todos, en silencio, que no respondieran a los dragones, y las serpientes lo intentaron. Pero el odio era demasiado poderoso.

Cuando el primer shek se abandonó al instinto y salió al encuentro de los dragones artificiales, varios más lo siguieron.

El hada se volvió hacia Christian, que contemplaba el cielo, sombrío. También él deseaba con todas sus fuerzas transformarse en shek y unirse a la lucha.

—>Te dije que no quería ver por aquí a los sangrecaliente —le dijo Gerde, irritada.

Christian se encogió de hombros.

—>Ya te expliqué que yo solo no conseguiría retenerlos —dijo, pero lo cierto era que, desde su experiencia con aquella gema siniestra que por poco lo había matado, no había vuelto a ocuparse del tema.

Gerde exhaló un suspiró de impaciencia.

—>Ocúpate tú de esto —ordenó, y se retiró de la Puerta. Christian volvió a emplear su poder para mantenerla del todo abierta, mientras los sheks, uno tras otro, seguían cruzando.

El hada alzó la mirada y contempló a los dragones artificiales, que atraían como imanes a los sheks. Eran listos aquellos humanos, pensó el hada. Aquellos artefactos despertaban el instinto de los sheks y los arrastraban a una lucha irracional, pero los pilotos no estaban encadenados a ese odio que había dominado también a los dragones de verdad. En época de guerra, el odio había sido útil a ambos bandos. Ahora resultaba un tremendo contratiempo. Por una vez en la historia de la especie, la Séptima diosa no deseaba que los sheks luchasen. No podían perder tiempo con algo así.

Y, sin embargo, el número de sheks que abandonaban el grupo que aguardaba su turno para cruzar la Puerta era cada vez mayor.

Acudían al encuentro de los dragones artificiales, y pronto se enfrentarían a ellos. Había que hacerlos volver.

—>¡Libéralos del odio! —exclamó entonces Christian—. ¡Es la única manera de que atiendan a razones!

Gerde se rió.

—>Tendría que modificarlos uno a uno, o destruirlos a todos y volver a crear a la especie de nuevo. No; hay un método más rápido.

Alzó la mano y la dirigió al dragón más avanzado, uno pequeño y veloz que, llevado por el entusiasmo, había adelantado al gran dragón que parecía ser el líder. Fue apenas un instante; el aire se onduló y el dragón artificial y su piloto estallaron en millones de partículas.

Gerde volvió a alzar la mano. Esta vez la dirigió hacia toda la flota en pleno. Podría destruirlos a todos con solo desearlo.

Pero, entonces, un destello dorado
cruzó
 su campo de visión, algo que voló velozmente al encuentro de los dragones, interponiéndose entre ellos y los sheks.

Christian también lo había visto.

—>¡No! —gritó; abandonó la Puerta para correr junto a Gerde—. ¡No lo hagas!

Gerde había reconocido ya al dragón dorado, el último de Idhún. Bajó la mano y dirigió una aviesa sonrisa a Christian.

—>Tu amigo el dragón no quiere perderse la acción —comentó—. Y la pequeña unicornio, tampoco, ¿verdad?

Christian se quedó helado al darse cuenta de que, en efecto, Victoria iba también a lomos de Jack. Palideció.

—>Déjalos —le pidió—. Han venido para tratar de detener a los dragones, no para luchar contra nosotros.

—>Será más rápido destruirlos a todos de golpe —comentó Gerde con indiferencia—. Vuelve a la Puerta; hemos de mantenerla abierta.

Christian la miró a los ojos. La fuerza de la mirada de Gerde no admitía réplica, y sabía que, si ella quería que permaneciese allí, manteniendo estable la brecha interdimensional, tendría que hacerlo. No tenía opción.

¿O sí?, se preguntó, de pronto, recordando a Sussh. Entrecerró los ojos.

Tenía opción. Una sola opción, pero serviría. Había otro mandato de su diosa, una orden grabada a fuego en su alma. Ambas órdenes, en aquel preciso instante, se contradecían. Christian podía elegir entre obedecer una, u otra.

Se transformó en shek.

—>¡Kirtash! —ordenó Gerde—. ¡La Puerta!

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