Panteón (137 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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Gerde lo miró un momento. Dudó un instante entre cruzar la Puerta, dejándolos a todos abandonados a su suerte, y esperar, aun sabiendo lo que podía suceder si lo hacía.

Aquel instante de duda decidió por ella.

Christian lo vio venir. Gritó el nombre de Gerde, corrió con todas sus fuerzas, pero un violento temblor de tierra lo hizo perder el equilibrio y caer al suelo cuan largo era. El haz de luz que enfocaba a Gerde se hizo aún más intenso, y Christian, tan deslumbrado que apenas podía ver nada, se protegió el rostro con las manos...

Llegó a distinguir el cuerpo esbelto de Gerde en aquella columna luminosa, una sombra sutil alzándose en medio de aquel glorioso resplandor divino, un débil cuerpo mortal abandonado a la furia de los dioses. Llegó a ver a Gerde un último momento, apenas un instante antes de que la luz de los dioses la desintegrara para siempre.

Su última mirada había sido para Assher.

El joven szish no habría sido capaz de definir lo que había en la expresión del rostro del hada un instante antes de que desapareciera en la luz de Irial. Terror, pena, dolor, ternura... tal vez todo eso, o tal vez más, o tal vez menos. Nunca lo sabría.

Le costó unos momentos darse cuenta de que Gerde ya no estaba, de que jamás volvería a verla, de que la había perdido para siempre. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo, ignorando el hecho de que temblaba y retumbaba, ignorando el viento que destrozaba sus oídos, la luz que hería sus ojos, el calor que abrasaba sus sentidos. Estrechó a la llorosa y aterrada Saissh entre sus brazos y lloró por Gerde, con el corazón roto en pedazos.

—>Mi señora... —sollozó—. Yo era tu elegido... y te he fallado...

El llanto ahogó sus palabras.

De pronto parecía que había menos luz. Christian se arriesgó a incorporarse un poco y a echar un vistazo. No vio a Gerde, y comprendió enseguida lo que había pasado.

«La Puerta se está cerrando», dijo entonces una voz en su cabeza. Christian reconoció a Eissesh.

Alzó la cabeza y vio a los sheks, esperando en torno a la Puerta, inquietos. Entendió lo que debía hacer.

Se levantó, no sin esfuerzo, y avanzó, cojeando, hasta la brecha interdimensional. Sobrepasó a Assher, que seguía sollozando, protegiendo a Saissh entre sus brazos, se colocó ante la Puerta y la mantuvo abierta para los sheks.

«Vete, Eissesh», le dijo. «Marchaos antes de que sea tarde».

Sintió la mirada del shek sobre él.

«Si te quedas aquí, morirás», dijo Eissesh.

«Lo sé. Pero este es mi mundo, y aquí está mi vida. No puedo marcharme a ninguna otra parte».

«Si sobrevives al día de hoy», vaticinó el shek, «cambiarás de opinión».

Christian no respondió, y Eissesh no añadió nada más. Fue el siguiente en cruzar la Puerta.

Victoria deshizo el globo de oscuridad y avanzó como pudo sobre aquel suelo convulso para tratar de llegar hasta Christian. Jack la sostuvo del brazo para evitar que se cayera.

—>¿A dónde vas?

—>Con Christian. Allí... corre peligro.

—>Y tú también. No permitiré...

—>¿Qué? ¿Vas a tratar de impedirme que acuda en su ayuda?

Los dos cruzaron una larga mirada.

—>No —dijo Jack—. Voy contigo.

—>Mirad eso —dijo entonces Alsan, señalando al cielo.

Algo había ensombrecido la luz de Irial, algo parecido a una nube de tormenta henchida de electricidad, algo informe que se desplazaba sobre ellos, hostigado por las energías de las seis divinidades. Todos los que lo miraron se estremecieron de terror, y los que estaban más cerca sintieron cómo hasta su alma se deslizaba algo indefinible, poderoso y oscuro, que los hizo temblar y sentirse pequeños e insignificantes y, al mismo tiempo, inquietantemente vivos. Todos los sheks lo contemplaron con veneración. Incluso Christian alzó la mirada para verlo y sintió que algo le estallaba en el pecho, una sensación de jubiloso reconocimiento.

Aquello era el Séptimo dios.

No estaba en su mejor momento. Los Seis lo rodeaban y parecían estar creando en torno a su esencia una especie de manto luminoso, que iba envolviéndolo y atrapándolo. Todas las serpientes sisearon, horrorizadas.

—>Van a volver a encerrarlo —murmuró Victoria.

Pero nadie la oyó, porque la roca retumbaba, los vientos aullaban y el torrente de agua que caía por el desfiladero se había convertido en una atronadora cascada que seguía agrietando la pared rocosa. No tardaría en hacerla estallar, y entonces toda la quebrada se vería inundada de agua.

Jack miró entonces a Christian largamente. Le estaba pasando algo extraño. De pronto, deseaba matarlo, lo deseaba con todas sus fuerzas. Luchó contra aquel impulso, y en un instante de lucidez comprendió que sus dioses le estaban ordenando que acabara con la vida del shek que mantenía abierta la Puerta por la que escapaban las serpientes. Y quiso rebelarse ante aquella orden, quiso luchar, pero la voz de los dioses fue superior a su voluntad: con un grito, desenvainó a Domivat y corrió hacia él.

Christian dio un salto atrás para esquivar la arremetida de Jack. Se mostró confuso un momento, pero un instante después ya había sacado a Haiass de su vaina y respondía a la provocación, abandonando la Puerta a su suerte.

—>¡Jack! —gritó Victoria—. ¿Qué se supone que estás haciendo?

Jack no la escuchó. Encadenó una serie de movimientos para llegar hasta Christian, pero él hizo una finta y se apartó de su camino, interponiendo a Haiass entre ambos. Una vez más, ambas espadas chocaron, y sus filos se estremecieron de odio y de placer. Victoria trató de correr hacia ellos, pero Alsan la retuvo.

—>¡No te acerques! ¡Podrían hacerte daño!

—>¡Sé cuidar de mí misma! —protestó ella.

—>Pues ten un poco de sentido común. ¡Estás embarazada!

Victoria apenas lo escuchaba. Estaba observando las caras de ambos, de Jack, de Christian. Siempre había habido rivalidad entre ellos, una enemistad manifiesta, pero jamás se habían mirado de aquella manera. Sus rostros ahora eran una máscara de odio; sus ojos no reconocían al contrario. A pesar de seguir todavía bajo su aspecto humano, en aquellos momentos eran solamente un dragón y un shek.

Y no parecía importarles que el suelo retumbara bajo sus pies, o que el viento entorpeciera sus movimientos. Nada de todo aquello era importante. Nada, salvo la voluntad de matarse el uno al otro.

—>¿Qué les pasa? —dijo Victoria, angustiada.

Un poderoso trueno ahogó sus palabras. Sobre sus cabezas, aquella extraña niebla oscura, siniestra y cambiante, que se deslizaba de un lado para otro, seguía tratando de escapar de la luz envolvente que trataba de aprisionarla. Todo el firmamento parecía estar contemplando la última batalla de los Siete.

—>¡Los dioses pelean entre ellos! —gritó Alsan, para hacerse oír por encima de aquel estruendo—. ¡Sus criaturas, también!

Victoria buscó señales de los dragones artificiales en el cielo, pero no vio ninguno. Los que no habían caído en la batalla contra los sheks, habían sido arrastrados por el tornado, o habían logrado escapar. Los sheks supervivientes regresaban a las inmediaciones de la Puerta, que se estaba cerrando por momentos. Sin embargo, a nadie parecía importarle; por alguna razón, todos contemplaban, sobrecogidos, la doble lucha que se desarrollaba allí mismo, entre los Seis y el Séptimo, entre un dragón y un shek.

Jack logró alcanzar a Christian, pero el shek se movió a un lado, y el golpe le acertó en la cadera. Fue doloroso. Ahogó un grito y se retiró un poco más, cojeando. Detuvo una nueva estocada de Jack. A pesar del dolor, golpeó de nuevo. Estuvo a punto de hundirle a Haiass en el estómago, pero Jack dio un salto atrás, trastabilló y un nuevo movimiento sísmico le hizo caer de espaldas al suelo. Rodó a un lado para escapar de la embestida de Christian, que llegó a producirle una fría brecha en el antebrazo izquierdo. Jack gritó, pero instantes más tarde estaba de nuevo en pie y atacando otra vez.

—>¡Hay que detenerlos! —insistió Victoria—. ¡En cualquier momento cambiarán de forma, y en cuanto Jack vuelva a ser un dragón, todos los sheks se le echarán encima!

Alsan frunció el ceño. Dio una mirada circular, buscando a los sheks, y descubrió a varias docenas de ellos acurrucados contra las paredes de roca, contemplando, impotentes, cómo su dios luchaba por su libertad contra los otros seis. Se dio cuenta entonces de que la Puerta continuaba cerrándose; soltó de golpe a Victoria y echó a correr hacia allí, desafiando a los elementos, tratando de mantener el equilibrio sobre aquel suelo bamboleante. Pasó junto a Jack y a Christian, que seguían luchando entre ellos, pero no les prestó atención, ni ellos a él. Pasó junto a Assher, que seguía de rodillas, acunando a una berreante Saissh, y se detuvo en seco frente a la Puerta. Observó, entornando los ojos para protegerse de la luz, la abertura rojiza que se iba estrechando por momentos, y se dio cuenta, de pronto, de que no tenía ni la menor idea de cómo mantenerla abierta. Hizo lo primero que se le ocurrió: extrajo a Sumlaris de la vaina y la hundió en aquella pantalla fluida. Fue como si clavara la espada en un charco de agua. Sin embargo, aquel material pareció succionar el arma, y Alsan, con un grito, tiró de ella para no ser arrastrado también. Sintió, de pronto, que una gran oleada de energía pasaba a través de la espada y llegaba hasta la misma empuñadura, abrasando las palmas de sus manos y obligándole a gritar, pero no cedió.

Los bordes de la abertura siguieron estrechándose durante unos segundos más, y después se estabilizaron. Alsan clavó bien los pies en el suelo, tratando de mantener el equilibrio, y aferró con más fuerza aún el puño de la espada. Apretó los dientes y cerró los ojos, en un esfuerzo por aguantar el dolor...

La abertura seguía siendo lo bastante amplia. Uno de los sheks replegó las alas y se atrevió a reptar hasta ella y cruzar al otro lado.

Lentamente, los demás lo siguieron, pasando junto a Alsan, que seguía manteniendo la Puerta abierta, tendiendo a las serpientes un puente hacia su libertad.

Con un nuevo grito salvaje, Jack y Christian volvieron a arremeter el uno contra el otro. Las espadas estuvieron a punto de chocar por encima de sus cabezas, pero algo se interpuso, una vez más: el báculo de Ayshel, brillante, cristalino, y más henchido de energía que nunca.

El choque entre las tres armas fue brutal. La energía despedida del báculo los lanzó hacia atrás, separándolos y rompiendo la espiral de odio en la que estaban atrapados el shek y el dragón. Los dos cayeron al suelo con violencia.

Jack sacudió la cabeza y trató de volver a la realidad. Y la realidad no le gustó.

Los vientos bramaban sobre ellos. En la lejanía, los volcanes retumbaban. La cordillera entera temblaba, y la cresta del desfiladero empezaba a desprenderse. Un violento torrente de agua estaba agrietando la pared rocosa de parte a parte. Hacía tanto calor que apenas podía respirar. Y las enredaderas estaban empezando a extenderse, como tentáculos, por todas partes. Además, había tanta luz como si fuera de día, a pesar de que algo cubría sus cabezas, una niebla que se movía de un lado a otro, una especie de garra oscura que lanzaba sus dedos ganchudos en todas direcciones, buscando una manera de escapar de la brillante red de relámpagos en la que los dioses la habían atrapado. Y aquella trampa se hacía cada vez más compacta y más resistente, asemejándose cada vez más a una especie de crisálida. De nuevo, los Seis estaban a punto de encerrar al Séptimo en la nueva Roca Maldita que estaban creando.

Los sheks contemplaban todo aquello, sin ser capaces de reaccionar. Jack podía oler su miedo, su incertidumbre. ¿Qué sería de ellos si su dios era capturado?

Volvió la mirada hacia la Puerta, por la que iban escapando, uno a uno, mientras Alsan la mantenía abierta a duras penas. Buscó entonces a Christian, y vio que él trataba de incorporarse, con dificultad, y sacudía la cabeza para despejarse. Vio también a Victoria cerca de allí, arrodillada en el suelo, con el báculo entre las manos. Su cuerpo estaba envuelto en un centelleante manto de chispas, y ella, temblando y con la cabeza gacha, trataba de extraer de sí misma toda aquella energía. La piedra del báculo parecía a punto de explotar. Inquieto, Jack pensó que su vientre parecía todavía más abultado que antes.

Corrió hacia ella y se arrodilló a su lado. Colocó una mano sobre el abdomen de ella, y, en efecto, le pareció que su bebé seguía creciendo, lentamente.

—>Tengo que sacarte de aquí —le dijo, pero ella
no
 le oyó.

Christian, por su parte, se levantó y trató de ir a reunirse con ellos, pero alguien lo detuvo. Se volvió y se topó con la mirada de Assher, extraordinariamente seria.

Él dijo algo, pero Christian no pudo escucharlo porque el estruendo que provocaba la presencia de los dioses hacía retumbar todo el desfiladero. Sin embargo, tomó a Saissh en brazos cuando Assher se la tendió.

«¿Qué significa esto?», le preguntó el shek.

«Tendrás que cuidar de ella», dijo Assher. «Yo soy el elegido de Gerde. He de hacer lo que ella esperaba de mí».

Lo demás sucedió muy deprisa. Haiass había caído al suelo, cerca de Christian. Antes de que este pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, Assher cayó de rodillas junto a la espada y la cogió con ambas manos. Gritó de dolor cuando le congeló las palmas, pero se sobrepuso, alzó el arma... y, con un certero y decidido movimiento, se clavó la espada en el corazón.

Christian reprimió el impulso de tratar de detenerlo. Había subestimado a Assher, pensó. Sabía muy bien cuál era su función dentro del círculo de Gerde. Había intuido, tal vez mucho tiempo atrás, para qué lo estaba entrenando.

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