Authors: Laura Gallego García
—¿Qué? —preguntó ella, con suavidad.
—Estáis cálida —dijo él, y se arrepintió enseguida de haber dicho algo tan estúpido.
—Soy un hada —respondió Gerde, dulcemente—. Una sangrecaliente, como decís vosotros. ¿Por qué no habría de ser cálida?
—No quería decir eso. Es solo que... no pensé que el contacto con una piel cálida pudiera ser tan agradable.
Aquello era todavía peor que lo anterior. Assher se maldijo a sí mismo por no haber controlado su maldita lengua bífida.
La sonrisa de Gerde se hizo más amplia.
—A veces odiamos lo que es diferente a nosotros —dijo en voz baja—. Pero muy a menudo se debe a que tenemos miedo de lo que no conocemos, de lo que es distinto. Y es porque, en el fondo... tememos que nos guste. Yo, por ejemplo, siempre creí que odiaba a las serpientes... hasta que las vi surcando los cielos de Idhún. La primera vez que vi un shek sentí horror y rechazo y, sin embargo, era tan hermoso... Tampoco yo pensé que pudiera ser agradable. Pero sí, hay algo distinto en un corazón frío. Algo que puede atraer a una sangre-caliente como yo —añadió, y sonrió, perdida en recuerdos pasados.
—Un corazón frío... ¿como el mío? —se atrevió a preguntar Assher.
Gerde respondió con una carcajada cantarina; no era una risa burlona, sin embargo, sino alegre.
—Tal vez... ¿por qué no? Pero todavía eres muy joven. No sufras; en unos pocos años serás ya un szish adulto, mientras que yo seguiré teniendo este mismo aspecto. Puede que entonces las cosas puedan ser distintas entre nosotros, pero de momento no he venido hasta aquí buscando eso de ti.
Assher enrojeció todavía más y bajó la cabeza, avergonzado. Pero Gerde le hizo alzar la mirada para clavar sus ojos en los del muchacho.
—Eres mi elegido, Assher —le dijo, con dulzura—. Eso quiere decir que tengo grandes planes para ti, y que estaré cerca de ti durante mucho tiempo. ¿Eso te gustaría?
—Sí —respondió Assher con fervor—. Me gustaría muchísimo.
—Entonces, de ahora en adelante yo seré tu maestra. Avanzaremos mucho más rápido si formulas tus hechizos en idhunaico arcano.
Assher torció el gesto.
—¿Tengo que aprender el idioma de los sangrecaliente?
Muchos szish lo aprendían, para poder comunicarse con sus aliados sangrecaliente; tenían muchos entre los humanos, sin ir más lejos. Pero hablaban un idhunaico con un fuerte acento, remarcando mucho los sonidos sibilantes; y, por descontado, no les gustaba tener que hablar la lengua de sus enemigos.
—Yo soy una hechicera sangrecaliente —replicó Gerde—. Pero también conozco el idioma y las artes mágicas de los sangrefría. Y te aseguro que están muy lejos de alcanzar nuestro nivel.
Mientras hablaba, acarició el suelo con la yema del dedo. El hielo conjurado por Assher se derritió al instante, y en su lugar empezaron a crecer florecillas de color azul, de una belleza sencilla pero innegable. Gerde trazó un círculo de flores en torno al cuenco, y después rozó la superficie del agua con la punta de la uña. Todo el líquido se congeló al instante, pero el cuenco permaneció intacto.
—¿Lo ves? —dijo el hada—. Esto, que puede hacerlo cualquier aprendiz sangrecaliente, les cuesta años a los hechiceros szish. Y no porque sean más torpes o menos poderosos. Es que no utilizan el lenguaje adecuado. Jamás subestimes el poder de las palabras, Assher.
—Pero... —balbuceó él—, si no habéis pronunciado ninguna fórmula mágica...
—Pero la he pensado. A simple vista, las palabras pueden parecer más poderosas si las verbalizas, pero todo tiene relación. El pensamiento está relacionado con el lenguaje: cuanto mejor dominamos una lengua, más claros y complejos son también nuestros pensamientos. Yo puedo ejecutar mis hechizos mentalmente, porque cuando era una aprendiza pasé horas pronunciándolos en voz alta. Porque con esas palabras di forma a mis pensamientos. Los hechiceros szish intentan saltarse la parte de las palabras, y con ello no aprenden más deprisa, sino al contrario.
—¿Y los sheks? —preguntó Assher, fascinado—. ¿Por qué sus pensamientos sí tienen más poder que nuestra palabra hablada?
—Porque ellos son maestros en ese arte, mi joven serpiente. Su mente es tan vasta y tan compleja que no necesitan de las palabras para comunicarse. Y sus pensamientos, sus ideas, no se forjan con lo que oyen, o con lo que hablan, sino a través del contacto con los pensamientos de otros sheks. Ellos tienen la red telepática. Nosotros, en cambio, solo tenemos el lenguaje.
—Entiendo —asintió Assher.
—Y hablando de sheks... —dijo entonces Gerde de pronto, con una nota divertida en su voz.
No había terminado de hablar cuando alguien entró en la cabaña. Assher le disparó una mirada llena de antipatía. Lo reconocía: era el hechicero humano que estaba siempre con Gerde.
—Mi señora —dijo el mago.
—Ahora mismo voy —suspiró ella.
Se puso en pie de un ágil salto y salió de la cabaña, tras él.
Assher se quedó un momento quieto, pero enseguida se levantó también y se asomó para ver qué pasaba.
Había llegado un shek al campamento szish. Se había posado justo en el centro, en la plaza, y había enrollado su cuerpo y replegado las alas para sentirse más o menos cómodo en aquel espacio tan estrecho. Observaba a Gerde con los ojos entornados, pero ella se había plantado ante él y sostenía su mirada con serenidad. Assher se preguntó cómo podía una mujer sangrecaliente soportar la mirada de un shek sin echarse a temblar de terror, y la admiró todavía más. Sintió curiosidad por saber de qué estarían hablando, pero la voz mental del shek no llegó hasta él. El mensaje era solo para Gerde.
«Me envía Eissesh, el señor de los sheks», dijo la serpiente. «Quiere transmitirte un mensaje».
Gerde enarcó una ceja, pero no dijo nada. El shek había captado sus pensamientos acerca del título que se otorgaba Eissesh, y siseó, molesto por la osadía del hada, pero no hizo ningún comentario al respecto.
«A las tierras del norte han llegado noticias de que estás consagrando nuevos magos entre los szish», prosiguió el shek. «Eissesh supone que has conseguido el cuerno del último unicornio».
«Así es», pensó Gerde.
«Exige que acudas inmediatamente a su presencia y que le entregues el cuerno. Un objeto tan poderoso no debe estar en manos de una feérica...»
«¿Exige?»,
repitió Gerde, con peligrosa tranquilidad. «¿A
mí?»
El shek iba a replicar, pero, por alguna razón, no fue capaz. Los pensamientos de Gerde estaban impregnados de algo frío y oscuro, tan frío y oscuro que rivalizó con la propia esencia de la serpiente y, finalmente, le hizo inclinar la cabeza, temblando.
—Le dirás esto a Eissesh —dijo Gerde en voz baja-: le dirás que él no es el rey de los sheks. Que la soberana de los sheks es Ziessel y que, acerca del cuerno y de cómo utilizarlo, solo hablaré con ella, si es que en algún momento decido hablar con alguien. ¿Me has entendido?
El shek entrecerró los ojos. La mirada de Gerde lo intimidaba, y su gesto, serio y sereno a la vez, le inspiraba un horror profundo e irracional.
«Graba bien en tu memoria esta conversación», pensó Gerde. «Todos sus detalles. Mi tono de voz, mi mirada, mis palabras... todo. Y transmíteselo a Eissesh... íntegramente. Si es listo, sabrá que no debe volver a pedirme explicaciones por nada de lo que haga».
La serpiente bajó la cabeza.
«Pero Ziessel...», empezó. No fue capaz de seguir.
«Ziessel no está», dijo ella. «Espero poder confirmar pronto cuál es su situación y, si resulta que ha muerto, entonces podremos empezar a pensar en su sucesor. Pero no ahora».
El shek temblaba. Gerde sabía que su mente estaba tratando de encontrar una explicación racional a lo que estaba sucediendo, al hecho de que una maga sangrecaliente lo intimidara de aquella manera. Sonrió.
«No te preocupes», le dijo. «Eissesh tendrá noticias mías muy pronto».
Kimara contemplaba el cielo con fastidio y un poco de desesperación. El viento sacudía las ramas de los árboles y arrastraba las nubes sobre las cúpulas de la Ciudad Celeste a una velocidad de vértigo, llenando sus oídos con un molesto silbido. Y no parecía que aquello fuera a mejorar.
Kimara no tenía miedo. En Kash-Tar se había enfrentado a tormentas de arena mucho más violentas que aquel furioso viento que azotaba Rhyrr. El único problema era que, mientras el viento no se calmase, la flota de dragones artificiales tendría que permanecer parada.
Habían llegado a Rhyrr la víspera anterior; debían haber partido aquella misma mañana, con el primer amanecer, pero el fuerte viento había impedido que los dragones despegasen. De modo que allí estaban, esperando.
La joven había estado por primera vez en Rhyrr hacía casi un año, cuando había viajado de Kash-Tar a Nurgon para entrevistarse con Alexander, a petición de Jack. Sin embargo, no había tenido tiempo entonces para visitar la ciudad, por lo que aprovechó aquella mañana para dar una vuelta; pero se aburrió enseguida. Los edificios eran casi todos iguales, blancos y azulados, con cúpulas y suaves formas redondeadas. Lo que más le había llamado la atención habían sido las altísimas torres a las que solían subir los celestes para contemplar el firmamento, o lo que quiera que hicieran allí arriba, pero no le habían permitido subir. El viento soplaba con demasiada fuerza, y era peligroso.
Ahora estaba allí, sentada junto a la ventana, esperando. El alcalde les había proporcionado alojamiento a todos los pilotos, y hasta había hallado un lugar donde guardar todos los dragones, bajo la enorme cúpula de un antiguo templo a las afueras de la ciudad. Kimara sabía que sus compañeros habían salido a recorrer la ciudad, pero todavía no los conocía lo bastante como para unirse a ellos. Por el momento, prefería estar sola, aunque ello resultase sumamente aburrido.
En aquel momento, alguien llamó a la puerta, con la suavidad y delicadeza propias de los celestes.
—¡Adelante! —respondió Kimara, incorporándose un poco.
La puerta se abrió, y un joven celeste se asomó con timidez.
—¿Eres Kimara, la hechicera?
Ella lo miró sorprendida. Estaba acostumbrada a que la llamaran «Kimara, la semiyan» o «Kimara, de los Nuevos Dragones».
—Supongo que sí —dijo, con cautela—. Aunque en realidad soy sólo una aprendiza y...
—Pero posees el don de la magia, ¿verdad? —Kimara asintió—. Entonces no hay tiempo que perder. Me envía el alcalde. Necesitamos tu ayuda.
El globo de comunicación era una gran esfera apoyada sobre un pedestal finamente labrado. Parecía una perla gigantesca, de suaves tonos grises y cambiantes. De vez en cuando, emitía una leve luz rojiza, pulsante, como una llamada silenciosa.
—Se ha activado esta mañana —dijo Ba-Min, el alcalde de Rhyrr, un celeste algo más alto que la mayoría de los de su raza, y algo más viejo de lo que aparentaba—. Hay alguien que intenta ponerse en contacto con nosotros, pero no podemos responderle; sólo un mago puede usar el globo, y no nos queda ninguno en la ciudad.
Kimara lo contempló, indecisa.
—He de aclarar, antes que nada, que no sé cómo se utiliza esto —confesó—. Hace muy poco que soy maga.
—Lo sé. Hemos oído hablar de ti. Dicen que eres la primera maga consagrada por Lunnaris, el último unicornio.
Kimara inclinó la cabeza. Lo cierto era que no le gustaba hablar del tema. No era que no apreciara lo que Victoria había hecho por ella, pero a menudo tenía la impresión de que, sin quererlo, había cargado sobre sus hombros una responsabilidad que ella no había pedido.
—Pero eso no me hace especial. Será mejor que enviéis a alguien a avisar a Vankian, el otro hechicero de mi grupo. Sin duda él sabrá qué hacer con esto.
—Ya lo hemos hecho, pero no lo encontramos. Entretanto, y por si no aparece, agradecería que lo intentaras, si es posible.
Kimara suspiró y acercó la palma de la mano al globo de comunicación. Los destellos rojizos se hicieron más intensos.
—Za-Kin solía posar las manos sobre el globo —recordó el alcalde—. Después cerraba los ojos y se concentraba... tal vez pronunciara algunas palabras mágicas, no lo sé.
—¿Y dónde está Za-Kin ahora? —preguntó Kimara.
Ba-Min movió la cabeza, pesaroso.
—Partió de Rhyrr hace un par de años y no ha regresado aún. Ni siquiera sabemos si vive todavía.
Kimara suspiró de nuevo.
—De acuerdo, lo intentaré.
Colocó las palmas de las manos sobre el globo de comunicación, como el alcalde le había indicado. Después, cerró los ojos y trató de concentrarse.
Fue mucho más fácil de lo que había imaginado. En su mente se materializó de pronto la imagen de una especie de ventana. Kimara supuso que tendría que abrirla, por lo que pronunció la palabra «Ábrete» en idioma arcano... y la ventana de su mente se abrió de pronto, inundándola de una luz cegadora. Kimara ahogó un grito y retrocedió, apartando las manos del globo. Para cuando abrió los ojos, la luz rojiza del artefacto se había vuelto estable por completo, y en el centro del globo aparecía, nítidamente, la imagen de Qaydar, el Archimago.
—¡Maestro! —exclamó Kimara, sorprendida.
—¿Kimara? —dijo Qaydar, al reconocerla—. ¿Qué haces en Rhyrr?
—Vamos de camino a Kash-Tar. ¿Qué sucede? ¿Qué es tan importante?
El rostro de Qaydar se ensombreció.
—Tenéis que evacuar la ciudad, refugiaros en las montañas. Algo ha pasado por Kazlunn, algo sumamente destructivo, y se dirige ahora hacia Celestia.
—¿Algo? —intervino Ba-Min, serio—. ¿A qué os referís, Archimago?
—Ba-Min —saludó Qaydar—. Hacía mucho tiempo que no hablábamos, y siento ser portador de tan malas noticias. No podemos confirmar su naturaleza con certeza, pero sí podemos decir que, sea lo que sea, genera algo a su alrededor, un huracán, un tifón, como queráis llamarlo. Ha llegado desde el mar y ha tocado tierra por Kazlunn. Por poco arranca la torre de cuajo. Debéis poneros todos a salvo, y proteger a la Venerable Gaedalu...
—La Venerable Gaedalu ya no se halla en la ciudad. Ella y sus sacerdotisas partieron de aquí hace unos días, en dirección a Gantadd.
—Pues enviad a alguien a avisarlas, porque las alcanzará de todas formas.
—Tal vez a la altura de Haai-Sil. Oh, no, los nidos de los pájaros —recordó—. ¿Creéis que los haai podrían resistir ese... huracán que decís que se acerca?
Qaydar negó con la cabeza.