Authors: Laura Gallego García
—¡La marea! —respondió ella, atónita—. ¡El viento sopla tan fuerte que las olas llegan hasta aquí arriba!
—Eso no es posible. ¡Estamos en la parte alta!
Se reunió con ella en la ventana, pero le costó acercarse, porque el viento que entraba a través de ella lo empujaba hacia atrás. Victoria se había aferrado firmemente al alféizar, pero el aire golpeaba su rostro y revolvía su pelo con violencia. Juntos, se atrevieron a asomarse al exterior...
Los recibió un paisaje aterrador. Se había levantado un furioso vendaval que agitaba la superficie del mar, generando olas altísimas que se estrellaban contra la torre. El agua había inundado el jardín, derribando parte del muro.
Pero lo peor era el cielo, de un intenso color cárdeno, insólito, que hacía palidecer a las tres lunas y las teñía con una fina neblina fantasmal. En el horizonte, los vientos habían formado un aterrador remolino que giraba sobre sí mismo lenta e inexorablemente. Su cono se estiraba hasta rozar la superficie del mar y, cuando lo hacía, se encogía de nuevo, para volver a estirarse un poco más tarde, rizándose y ondulando como si siguiera un ritmo propio, con una especie de despreocupada alegría... lo cual no dejaba de ser desconcertante, pues la mera proximidad de aquel tornado colosal había transformado el aire en un despiadado huracán que ahora se abatía sobre las costas de Kazlunn.
—¿Qué... qué es eso? —fue lo único que pudo decir Victoria, horrorizada.
—No lo sé, pero viene hacia aquí... ¡cuidado!
Se apartaron bruscamente de la ventana, justo antes de que una nueva ola chocase contra la torre.
—Va a inundar la habitación —murmuró Jack—. Vámonos de aquí.
Cogió a Victoria por la cintura, pero la soltó de nuevo, con un grito, y sacudió la mano. La chica lo miró, con los ojos muy abiertos, y alzó las manos. Cuando acercó los dedos, brotaron chispas de ellos.
—¿Qué me está pasando? —susurró.
Jack se atrevió a tocarla con la yema del dedo, pero apartó la mano enseguida.
—Victoria, estás cargada de electricidad... como una pila —murmuró, perplejo—. ¿Cómo es posible?
Victoria negó con la cabeza y se precipitó hacia la puerta. Antes de seguirla, Jack recogió a Domivat y el Báculo de Ayshel, aunque no dejó de preguntarse de qué le serviría una espada contra un tifón.
Se encontraron en el pasillo con uno de los magos, el gigante, que bajaba pesadamente las escaleras, agachando la cabeza para no darse contra los arcos que sostenían el techo.
—¡Yber! —lo llamó Jack—. ¿Qué sucede?
—No tenemos ni idea, Jack —respondió él—. El Archimago ha hecho un llamamiento a todos los hechiceros de la torre. Están cerrando todas las aberturas y reforzando el edificio con magia para que resista cuando el tornado nos alcance. Es lo único que podemos hacer.
Yber siguió bajando las escaleras, y Victoria se dispuso a seguirlo; pero Jack la llamó y le indicó por señas que lo siguiera... escaleras arriba. La joven entendió al instante, y ambos subieron corriendo hacia la parta alta de la torre.
Allí, en la cúspide, había una enorme sala hexagonal, que los hechiceros solían utilizar para realizar los conjuros más complejos. Jack y Victoria la habían reconocido al instante la primera vez que habían entrado en ella, tiempo atrás. Allí, sobre aquellas baldosas que representaban el hexágono perfecto formado por los tres soles y las tres lunas de Idhún, un unicornio y un dragón habían cruzado sus miradas, hacía casi dos décadas.
Y ahora, en el centro mismo del hexágono, en pie, sereno e impasible, como si el huracán que azotaba la torre no pudiera afectarlo, estaba Christian.
El viento había roto los cristales de los seis ventanales que daban luz a la sala. Jack se protegió el rostro con un brazo y alargó la otra mano hacia Victoria; cuando ella se la cogió, sintió una violenta descarga eléctrica, pero apretó los dientes y avanzó hasta el centro de la sala, arrastrando a la muchacha tras de sí.
—¿Qué está pasando? —le gritó a Christian, cuando llegaron junto a él—. ¡Esto no es normal!
—¡No, no lo es! —respondió el shek, alzando la voz también para hacerse oír—. ¡Y será peor cuando llegue a la costa!
—¡Está afectando a Victoria, mira!
Ella alzó las manos y acercó las palmas, como había hecho antes, para mostrárselo a Christian. El shek entornó los ojos al ver las chispas que saltaban de sus dedos.
—Tenemos que sacarla de aquí —dijo solamente.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—¿Ves eso? —Christian señaló el tornado que se deslizaba sobre el mar—. ¿Sabes lo que es?
«Algo extraño, algo inexplicable», pensó Jack de pronto, recordando las palabras que le había dirigido a Kimara antes de su partida, «algo muy grande pero que parece que no está ahí... algo que te asombra y te asusta mucho, que no sabes qué es y contra lo que no sabes cómo luchar...»
—¡Es un dios! —dijo, y Victoria dejó escapar una exclamación consternada—. ¿Pero qué clase de dios haría algo parecido?
Christian contempló el remolino, que seguía retorciéndose y ensortijándose, expandiéndose y contrayéndose, como si los vientos de los cuatro puntos cardinales se hubiesen puesto de acuerdo para crear una titánica obra de arte, inestable y turbulenta, pero de una belleza sobrecogedora e inquietante. Por un momento, pareció que el shek no iba a responder a la pregunta, pero finalmente dijo:
—Es Yohavir.
Jack se esforzó por recordar sus conocimientos de mitología idhunita.
—¿El dios de los celestes? —se aseguró.
—¡Ese mismo!
Jack sacudió la cabeza y señaló el torbellino.
—¿Me estás diciendo que ese tornado
es
Yohavir?
—¡No! —respondió Christian—. ¡Ese tornado
lo provoca
Yohavir! Su sola presencia hace que se alteren los vientos, ¿comprendes? ¡Como en Nanhai! Karevan estaba ahí, pero no podíamos verle... sólo apreciábamos los efectos devastadores que produce a su paso... cuando se mueve por su elemento. Con Yohavir está pasando igual.
—¿Y por qué su presencia afecta tanto a Victoria?
—¡Porque ella es un unicornio, una canalizadora de energía! Y un dios es pura energía. Por eso tenemos que sacarla de aquí —añadió, volviéndose para mirarlos fijamente—. Cuando Yohavir llegue, si Victoria no tiene forma de descargar toda esa energía que está atrayendo... no sé lo que puede pasarle.
Jack asintió, haciéndose cargo de la situación.
—Bien; abre la Puerta, pues. Nos vamos a la Tierra.
Victoria se volvió hacia él, sorprendida, pero Jack no la miró. Por el contrario, sostuvo la mirada de Christian, que lo observaba con un brillo de comprensión en sus ojos de hielo.
El shek asintió brevemente y se apartó de ellos. Fue sencillo para él abrir la brecha que separaba ambos mundos, una fisura entre dimensiones que, en medio del caos provocado por la proximidad del dios celeste, parecía lo único estable, lo único seguro, el único lugar posible donde refugiarse. Victoria se quedó contemplándolo, sobrecogida.
—Toma —le dijo entonces Jack—. Sujeta tú esto.
Le tendía el Báculo de Ayshel. Victoria lo miró, dudosa.
—Cógelo —insistió Jack—. Estoy seguro de que ya puedes usarlo. Te has recuperado lo bastante como para que el báculo sea capaz de detectar el unicornio que hay en ti.
La muchacha sonrió, y aferró el báculo. No se atrevió a sacarlo de la funda, sin embargo. Se lo ajustó a la espalda y dijo:
—Estoy lista.
—Yo también —asintió Jack, y la besó.
Victoria se quedó sorprendida, pero después lo miró y le sonrió con cierta timidez.
—¡Daos prisa! —los apremió el shek.
Victoria asintió y se acercó a Christian, que aguardaba junto a la Puerta interdimensional, sin percatarse de que Jack se quedaba un poco retrasado. El shek y el dragón cruzaron una mirada.
«¿Estás seguro de lo que haces?», le preguntó él telepáticamente.
«Sí, lo estoy», repuso Jack. «Aunque no sé muy bien a qué juegas. ¿Crees que no me he dado cuenta? Hace tiempo tenías el poder de abrir la Puerta interdimensional, pero te fue arrebatado cuando regresaste a Idhún con la Resistencia. Lo has recuperado, y solo la misma persona que te lo quitó podría habértelo devuelto. O tal vez otra persona con el mismo poder».
Christian inclinó la cabeza.
«Puede ser», dijo, «pero eso no tiene nada que ver con Victoria».
«Más te vale, serpiente. Más te vale».
Victoria se había quedado mirándolos, sin comprender del todo qué se escondía detrás de aquel largo intercambio de miradas. De pronto, se dio cuenta de que ella y Christian estaban junto a la Puerta, y de que Jack se había quedado rezagado. Y lo comprendió.
—¡No! —gritó, y el aullido del viento coreó aquel grito.
Christian reaccionó rápido. La sujetó por la cintura cuando ella ya salía corriendo.
—¡No, Jack, no! —chilló Victoria, pataleando furiosamente.
—Hasta pronto, Victoria —se despidió él.
Y entonces dio media vuelta y le dio la espalda para encaminarse a la puerta, sereno y seguro de sí mismo, con Domivat sujeta a su espalda, mientras Victoria se debatía, desesperada, y lo llamaba por su nombre, y Christian la arrastraba hacia la Puerta interdimensional, de regreso a casa, envueltos los dos en las chispas que despedía el cuerpo de la muchacha, henchido de energía. Y, cuando la brecha se cerró, llevándose con ella al unicornio y al shek, Jack se quedó a solas en la habitación, mientras, en la lejanía, los vientos anunciaban, con un silbido ensordecedor, la llegada de un dios.
Victoria seguía gritando el nombre de Jack cuando Christian la soltó. La joven se volvió hacia todos lados, angustiada, pero ya era tarde. Un millar de mundos la separaban de Jack. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo, temblando violentamente.
—No puede ser —susurró—. No puede ser.
Christian no dijo nada. Solo se quedó de pie, junto a ella, esperando... Hasta que Victoria alzó la cabeza para mirarlo.
—Llévame de vuelta —le pidió.
La respuesta de él fue breve y directa:
—No.
—¡Tienes que llevarme de vuelta! ¡No puedo dejarlo ahí, en medio de un tifón...!
—Eso te matará, Victoria. No puedo dejarte volver.
Victoria se puso en pie de un salto y lo cogió por los brazos, apremiante.
—¡Regresaremos sólo a buscarlo! ¡Sólo a buscarlo, y después nos iremos!
El la miró con cierta ternura.
—Victoria, la decisión de quedarse ha sido suya. Si volvemos y lo traemos a la fuerza, no te lo perdonará jamás, y lo sabes.
Victoria dejó caer los brazos, desolada.
—Pero... ¿por qué?
—Creo que tomó su decisión en el mismo instante en que vio los efectos de Yohavir. Se sintió en la obligación de hacer algo al respecto, supongo.
—¿Y por qué no me lo dijo? ¿Por qué me engañó?
—Porque, si hubieses sabido lo que le pasaba por la cabeza, te habrías quedado con él. Y no debías hacerlo, Victoria. Porque tú ya habías tomado tu decisión. Y él la respeta, del mismo modo que tú has de respetar la suya.
Victoria desvió la mirada.
—¿Y si resulta que mi decisión no es correcta?
—Eso carece de importancia. Es tu decisión, y eso es lo que cuenta. Tú sentías que tenías que regresar conmigo, igual que Jack sentía que debía quedarse. El porqué, no me lo preguntes. Yo soy un shek, y por tanto, siempre me inclino por la opción más sensata. El, en cambio, es un dragón, de modo que de vez en cuando ha de hacer algo sumamente noble y estúpido. Está en su naturaleza; no se lo tengas en cuenta.
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El Señor de los Vientos
Jack bajó deprisa por la escalera de caracol, intentando desterrar de su mente la imagen de Christian y Victoria desapareciendo por la Puerta interdimensional. Regresaban a la Tierra... a casa. Su corazón se estremeció de añoranza, y por un instante deseó dar media vuelta y marcharse con ellos. Pero se sentía en deuda con algunas personas: con Alexander y con Shail, para empezar; con Qaydar, que los había acogido en su torre; con Kimara, que le había salvado la vida en una ocasión. Y, aunque ellos no le importaban tanto como Victoria y, en cierto sentido, el shek que se la había llevado, se sentía responsable.
Además, no quería darse por vencido tan pronto. Había estado en Umadhun, Sheziss le había relatado la historia de aquel lugar, y algo en su interior se rebelaba ante la idea de que Idhún, tierra de bellezas y de horrores, de leyenda y de misterio, se viera reducida a un mundo vacío, «espantosamente feo y aburrido», como había dicho la shek. Tenía que haber alguna forma de detener aquello. Tenía que haberla.
Encontró los niveles inferiores inundados de agua, pero a partir del quinto piso de la torre el suelo estaba apenas encharcado, y las ventanas aparecían selladas por una sustancia que parecía cristal, pero que no lo era. Jack recordó las ventanas de Limbhad, que tanto le habían llamado la atención el día de su llegada. Estaban cerradas con un material cristalino que, sin embargo, era tan elástico que no podía romperse. Ahora, las ventanas de la torre estaban selladas con el mismo sistema. El viento y las olas las golpeaban con furia y solo lograban abombarlas notablemente, pero no conseguían quebrarlas ni penetrar en el interior.
En una de las habitaciones del cuarto piso, la más grande, y la que estaba más seca, Jack encontró al personal de servicio, todos los no iniciados de la torre, que se acurrucaban unos junto a otros, muertos de miedo.
—¡¿Dónde están los hechiceros?! —preguntó el chico a gritos, para hacerse oír por encima del vendaval.
Todos se volvieron para mirarlo, y sus rostros reflejaron al verlo un gran alivio y una fe ciega. «Creen que les voy a sacar de ésta», comprendió Jack, incómodo. «Sólo por ser un dragón». Pero, ¿cómo explicarles que ni siquiera los dragones eran capaces de obrar milagros?
Repitió la pregunta en voz más alta todavía, arrepintiéndose ya de haberse quedado. Alguien reaccionó por fin y le contestó que habían ido al sótano a asegurar los cimientos de la torre.
«Los cimientos», repitió Jack para sus adentros, asaltado por una horrible sospecha.
Corrió hasta la parte más baja de la torre y se precipitó hacia las termas. Recordaba perfectamente que allí había una piscina de agua natural que se llenaba cuando subía la marea. Pero con aquel temporal, la alberca no era más que un agujero por el que podía colarse mucha más agua de la que aquel lugar podía soportar.