—¿Y bien? —le dijo Rastignac.
—Sólo un milagro puede salvarle. Ha tenido lugar la congestión serosa; tiene sinapismos; afortunadamente los siente, están produciendo su efecto.
—¿Se le puede trasladar?
—Imposible. Hay que dejarle ahí, evitar todo movimiento físico y toda emoción…
—Mi buen Bianchon —dijo Eugenio—, los dos cuidaremos de él.
—Ya he hecho venir al médico director de nuestro hospital.
—¿Y qué?
—Mañana dirá de qué se trata. Me ha prometido que vendría después de terminada su jornada. Desgraciadamente ese hombre ha cometido esta mañana una imprudencia sobre la cual no quiere dar explicación alguna. Es tozudo como una mula. Cuando le hablo, hace como si no me oyese, y duerme para no tener que contestar a mis preguntas; o bien, si tiene los ojos abiertos, comienza a gimotear. Ha salido al amanecer, ha ido a pie por las calles de París, no sabemos adónde. Se ha llevado todo lo que poseía de valor, ha ido a hacer Dios sabe qué tráfico, que le ha costado un esfuerzo superior a sus fuerzas. Ha venido una de sus hijas.
—¿La condesa? —dijo Eugenio—. ¿Una morena alta, de ojos vivos y hermosos, lindo pie, cintura esbelta?
—Sí.
—Déjame un momento a solas con él. Voy a confesarle; a mí me lo dirá todo.
—Entretanto, voy a comer. Solamente procura no agitarle demasiado; todavía nos queda alguna esperanza.
—Descuida.
—Mañana se divertirán mucho —dijo papá Goriot a Eugenio cuando estuvieron solos—. Van a un gran baile.
—¿Qué habéis hecho, pues, esta mañana, papá, para que esta tarde os encontréis tan mal que estéis obligado a guardar cama?
—Nada.
—¿Ha venido Anastasia? —preguntó Rastignac.
—Sí —respondió papá Goriot.
—Bien, no me ocultéis nada. ¿Qué más os ha pedido?
—¡Ah —repuso el anciano reuniendo sus energías para poder hablar—, era muy desdichada, pobre hija mía! Nasia no tiene un céntimo desde el asunto de los diamantes. Había encargado para ese baile un vestido de lentejuelas que debe sentarle como una joya. Su modista, la infame, no ha querido fiarle, y su doncella ha entregado mil francos a cuenta. ¡Pobre Nasia! ¡Haber llegado a tal extremo! Esto me ha desgarrado el corazón.
»Pero la doncella, al ver que Restaud retira toda su confianza a Nasia, ha tenido miedo de perder su dinero, y se entiende con la modista para que ésta no entregue el vestido a menos que le sean devueltos los mil francos. El baile es mañana, el vestido está acabado y Nasia está desesperada. Ha querido que le prestase mis cubiertos para empeñarlos. Su marido quiere que ella vaya a ese baile para mostrar a todo París los diamantes que la gente pretende que ella ha vendido. ¿Puede decirle a ese monstruo: «Debo mil francos, pagadlos»? No. Yo me he hecho cargo de esto. Su hermana Delfina irá al baile con un vestido precioso. Anastasia no debe ser menos que su hermana menor. Y además, mi pobre hija no hace sino llorar. Me sentí tan humillado al no tener doce mil francos ayer, que habría dado el resto de mi miserable existencia por poder arreglar este asunto. ¿Sabéis?, yo había tenido fuerzas para soportarlo todo, pero mi última falta de dinero me ha partido el corazón. Sin pensarlo más, he vendido cubiertos y joyas por valor de seiscientos francos: luego he empeñado, por un año, mi título de renta vitalicia contra cuatrocientos francos una vez pagados, a papá Gobseck. ¡Bah, comeré sólo pan! Esto resultaba suficiente para mí cuando era joven, y todavía puedo pasar así. Por lo menos mi buena Nasia pasará una buena noche. Estará muy hermosa. Tengo debajo de mi almohada el billete de mil francos. Me reconforta tener debajo de la cabeza algo que va a hacer feliz a la pobre Nasia. Podrá despedir a la ingrata doncella. ¡Se habrá visto que los criados no tengan confianza en sus dueños! Mañana estaré bien. Nasia viene a las diez. No quiero que me crean enfermo, porque no irían al baile, para poder cuidarme. Después de todo, ¿no habría gastado mil francos en la farmacia? Prefiero dárselos a mi curalotodo, a mi Nasia. Yo la consolaré en su miseria, por lo menos. Esto hace que pueda perdonárseme mi error por haberme hecho una renta vitalicia. Ella se encuentra en el fondo del abismo y yo no soy lo bastante fuerte para sacarla de él. ¡Oh!, he de volver al comercio.
»Iré a Odesa para comprar cereales. El trigo cuesta allí tres veces menos que el nuestro. Sí bien está prohibida la importación de cereales en especie, los que hacen las leyes no han tenido la idea de prohibir la fabricación de los productos cuya materia es el trigo. Yo he descubierto esto esta mañana. Pueden hacerse grandes cosas con los almidones.
—Está loco —díjose Eugenio mirando al anciano—. Vamos, descansad, no habléis…
Eugenio bajó para comer cuando Bianchon volvió a subir. Luego los dos pasaron la noche velando al enfermo, turnándose, ocupándose el uno en leer sus libros de medicina y el otro en escribir a su madre y a sus hermanas. Al día siguiente, los síntomas que se declararon en el enfermo fueron, según Bianchon, de augurio favorable; pero exigieron unos continuos cuidados, de los que sólo los dos estudiantes eran capaces de prodigar y en la descripción de los cuales es imposible comprometer la pudibunda fraseología de la época. Las sanguijuelas aplicadas al cuerpo depauperado del buen hombre fueron acompañadas de cataplasmas, de baños de pies, de manipulaciones médicas para las cuales, por otro lado, precisábase la fuerza y la buena voluntad de los dos jóvenes. La señora de Restaud no fue a ver a su padre y mandó un propio a buscar la suma.
—Yo creía que vendría ella misma. Pero quizás es mejor así, porque se habría alarmado —dijo el padre, pareciendo feliz por esta circunstancia.
A las siete de la tarde, Teresa vino a entregar una carta de Delfina.
«¿Qué hacéis, amigo mío? Apenas amada, ¿habría ya de verme negligida? Me habéis mostrado, en esas confidencias hechas de corazón a corazón, un alma demasiado hermosa para no ser de aquellos que permanecen siempre fieles al ver hasta qué punto tienen matices los sentimientos. Tal como dijisteis vos mismo al escuchar la plegaria cantada por Mosé:
“Para los unos es una misma nota; para los otros es lo infinito de la música”. Pensar que esta tarde os espero para ir al baile de la señora de Beauséant. Decididamente el contrato del señor de Ajuda ha sido firmado esta mañana en la corte, y la pobre vizcondesa no lo ha sabido hasta las dos. Todo París acudirá a su casa, como el pueblo abarrota la plaza de la Grève cuando ha de asistir a una ejecución. ¿No es horrible ir a ver si esa mujer ocultará su dolor, si sabrá morir dignamente? Por supuesto, que yo no iría a ese baile, amigo mío, si ya hubiera estado en casa de esa señora en otra ocasión; pero sin duda ya no volverá a recibir, y todos los esfuerzos que he hecho resultarían superfluos. Mi situación es muy distinta de la de las otras. Por otra parte, también voy al baile por vos. Os espero. Si no estuvieseis a mi lado dentro de dos horas, no sé si os perdonaría esa felonía».
Rastignac cogió una pluma y respondió así:
«Estoy esperando a un médico para saber si vuestro padre debe vivir aún. Está muriéndose. Iré a comunicaros la noticia, y temo que se trate de una sentencia de muerte. Ya veréis entonces si podéis o no ir al baile. Mis saludos cariñosos».
El médico llegó a las ocho y media, y sin dar una opinión favorable, no pensó que la muerte hubiera de ser inminente. Anunció mejoras y recaídas alternativas, de las que dependería la vida y la razón del buen hombre.
—Más le valdría morir en seguida —fueron las últimas palabras del doctor.
Eugenio confió a papá Goriot a los cuidados de Bianchon, y partió para ir a llevar a la señora de Nucingen la triste nueva que en su ánimo, aún imbuido por los deberes de familia, había de suspender toda alegría.
—Decidle que se divierta a pesar de todo —le gritó papá Goriot, que parecía amodorrado, pero que se incorporó en el momento en que Rastignac se disponía a salir.
El joven presentóse a Delfina transido de dolor y la encontró peinada, vestida, calzada. Sólo le faltaba ponerse el vestido de baile. Pero, semejantes a las pinceladas con que los pintores dan cima a sus cuadros, el último arreglo requería más tiempo que el fondo mismo del lienzo.
—¡Cómo! ¿No vais vestido para el baile? —le dijo Delfina.
—Pero señora, vuestro padre…
—¡Siempre mi padre! —interrumpió la joven—. Supongo que no iréis a decirme lo que le debo a mi padre. Hace tiempo que conozco a mi padre. Ni una palabra, Eugenio. No os escucharé hasta que os vea arreglado. Teresa lo ha preparado todo en vuestra casa; mi coche está a punto, tomadlo; y luego volved. Ya hablaremos de mi padre mientras vayamos al baile. Debemos salir temprano, porque si quedamos presos en la fila de los coches, podremos considerarnos afortunados si hacemos nuestra entrada a las once.
—¡Señora!
—¡Id! Ni una palabra —dijo la joven corriendo hacia su gabinete para ir a buscar un collar.
—Marchaos, pues, señor Eugenio, si no queréis que la señora se enfade —dijo Teresa empujando al joven, horrorizado de aquel elegante parricidio.
Fue a vestirse, haciéndose las más tristes, las más descorazonadoras reflexiones. Veía el mundo como un océano de barro, en el que un hombre se sumergía hasta el cuello si por azar se mojaba en él el pie. «Sólo se cometen en este mundo crímenes mezquinos —se dijo—. Vautrin es más grande». Había visto las tres grandes expresiones de la sociedad: la Obediencia, la Lucha y la Rebelión; la Familia, el Mundo y Vautrin. Y no se atrevía a tomar un partido determinado. La Obediencia era aburrida, la Rebelión imposible y la Lucha incierta.
Su pensamiento le trasladó al seno de la familia. Acordóse de las puras emociones de aquella vida tranquila, recordó los días pasados en medio de los seres que tanto le amaban. Conformándose a las leyes naturales del hogar doméstico, aquellas amadas criaturas encontraban en él una felicidad plena, continua, sin angustias. A pesar de sus buenas intenciones, no sintió el valor suficiente para confesar a Delfina la fe de las almas puras, ordenándole la Virtud en nombre del Amor. Su educación, apenas iniciada, había empezado ya a dar sus frutos. Ya amaba egoístamente. Su tacto le había permitido reconocer la naturaleza del corazón de Delfina. Presentía que era capaz de pasar por encima del cuerpo de su padre para ir al baile, y no tenía fuerzas para desempeñar el papel de un razonador, ni el valor de contrariarla, ni la virtud de abandonarla. «Nunca me perdonaría haber tenido razón contra ella en estas circunstancias», se dijo. Además, comentó las palabras de los médicos, se complació en pensar que papá Goriot no estaba tan gravemente enfermo como él creía; en fin, acumuló razonamientos asesinos para justificar a Delfina. Ella ignoraba el estado en que se encontraba su padre. El buen hombre la mandaría al baile si ella fuera a verle. A menudo la ley social, implacable en su fórmula, condena allí donde el crimen aparente es ejecutado por las innumerables modificaciones que introducen en el seno de las familias la diferencia de los caracteres, la diversidad de los intereses y de las situaciones. Eugenio quería engañarse a sí mismo, estaba dispuesto a hacerle a su amante el sacrificio de su conciencia. Desde hacía dos días todo había cambiado en su vida. La mujer había arrojado en ella sus desórdenes, había eclipsado a la familia, todo lo había confiscado en provecho propio. Rastignac y Delfina habíanse encontrado en las condiciones deseadas para experimentar el uno hacia el otro los goces más vivos. Su pasión, bien preparada, había crecido por medio de aquello que mata las pasiones, por el goce.
Al poseer a aquella mujer, Eugenio diose cuenta de que hasta entonces sólo la había deseado, y sólo la amó al día siguiente de su felicidad: el amor no es quizá más que el reconocimiento del placer. Infame o sublime, él adoraba a aquella mujer por los placeres que él le había aportado en dote, y por aquellos que de ella había recibido; asimismo Delfina amaba a Rastignac como Tántalo habría amado al ángel que hubiera ido a satisfacer su hambre o a calmar la sed de su garganta reseca.
—Bien, ¿cómo está mi padre? —le preguntó la señora de Nucingen cuando Eugenio volvió a la casa de ella vestido para el baile.
—Muy mal —le respondió el joven—, y si queréis darme una prueba de vuestro afecto, correremos a verle.
—Sí, está bien —dijo Delfina—, pero después del baile. Mi buen Eugenio, sé amable conmigo, no me hagas sermones. Ven.
Partieron. Eugenio permaneció silencioso durante una parte del camino.
—¿Qué tenéis? —le preguntó la joven.
—Estoy oyendo el estertor de vuestro padre —respondió Eugenio.
Y comenzó a contarle, con la elocuencia de la edad juvenil, la feroz acción a la que la señora de Restaud habíase visto impulsada por la vanidad, la crisis mortal que el último sacrificio del padre había determinado y lo que costaría el vestido de lentejuelas de Anastasia. Delfina lloraba.
—Voy a ponerme fea —pensó. Sus lágrimas se secaron—. Iré a velar a mi padre —dijo en voz alta—. No me separaré de su cabecera.
—¡Ah! —exclamó Rastignac—. Así es como quería verte.
Las linternas de quinientos carruajes iluminaron las inmediaciones del hotel de Beauséant. A cada lado de la iluminada puerta se hallaba un gendarme. El gran mundo afluía con tanta abundancia, y todos ponían tanto afán en ver a aquella mujer en el momento de su caída, que los apartamentos, situados en la planta baja del hotel, estaban ya llenos cuando la señora de Nucingen y Rastignac llegaron.
Desde el día en que toda la corte se precipitó hacia la casa de la Gran Señorita a la que Luis XIV arrebataba su amante, ningún desastre del corazón fue más extraordinario que el de la señora de Beauséant. En esta circunstancia, la última hija de la casa casi real de Borgoña mostróse superior a su mal y dominó hasta el último instante al mundo del cual no había aceptado las vanidades más que para hacerlas servir al triunfo de su pasión. Las mujeres más hermosas de París animaban los salones con sus vestidos y sus sonrisas. Los hombres más distinguidos de la corte, los embajadores, los ministros, la gente ilustre en todos los aspectos, cargados de cruces, de placas, de cordones multicolores, apretujábanse alrededor de la vizcondesa. La orquesta hacía resonar los motivos de su música bajo los dorados artesones de aquel palacio, desierto para su reina. La señora de Beauséant se hallaba de pie delante de su primer salón para recibir a sus pretendidos amigos. Vestida de blanco, sin ningún adorno en sus cabellos sencillamente trenzados, parecía serena, y no afectaba dolor, ni orgullo, ni falsa alegría. Nadie podía leer en su alma. Habrías dicho que se trataba de una Niobé de mármol. La sonrisa que dedicaba a sus amigos íntimos fue a veces burlona; pero a todo el mundo pareció semejante a sí misma, y de tal modo apareció igual a los días en que la felicidad la engalanaba con sus dorados rayos, que los más insensibles la admiraron, como las jóvenes romanas aplaudían al gladiador que sabía sonreír mientras expiraba. El mundo parecía haber vestido sus galas para despedir a una de sus soberanas.