Authors: Ken Follett
¿Su hermana, entonces? Una mujer vulgar, casada con un carpintero, que siempre había envidiado un poco a Tim. Se revolcaría de gusto. Era impensable, decidió Tim.
Su padre estaba muerto, su madre estaba senil. ¿Tan escaso andaba de amigos? ¿Qué había hecho con su vida que ahora no le quedaba nadie que le amase, en los buenos momentos y en los malos? Quizás ese tipo de compromiso tenía dos direcciones y él había tenido gran cuidado en no comprometerse con nadie a quien no pudiera abandonar en caso de convertirse en un riesgo.
No podía encontrar ninguna ayuda. Disponía únicamente de sus propios recursos. ¿Qué hacemos, pensó malhumoradamente, cuando perdemos las elecciones en una derrota arrolladora? Nos reagrupamos, planeamos el escenario para los años venideros en la oposición, comenzamos a podar desde la base y usamos nuestra ira y nuestra desilusión como combustible para la lucha. Buscó dentro de sí mismo valor, odio y amargura que le permitieran negarle la victoria a Tony Cox, y solamente encontró cobardía y despecho. Otras veces había perdido batallas y sufrido humillaciones, pero era un hombre y los hombres tenían fuerzas para seguir luchando, ¿no es cierto?
Su fuerza siempre se había originado en cierta imagen de sí mismo: un hombre civilizado, constante, digno de confianza, leal y audaz; capaz de ganar con orgullo y de perder con gracia. Tony Cox le había mostrado una imagen nueva: lo bastante ingenuo para dejarse seducir por una chica ligera de cascos; lo bastante débil para traicionar su confianza ante la primera amenaza de extorsión; y lo bastante arrastrarse por el suelo pidiendo misericordia.
Se restregó con fuerza los ojos, pero la imagen seguía invadiendo su mente. Permanecería con él durante el resto de su vida.
Pero su vida no tenía por qué ser larga.
Finalmente se movió. Se sentó en el borde de la cama, y después se levantó. En la sábana había sangre, su sangre, un vergonzoso recuerdo. El sol se había elevado en el cielo y su luz brillante penetraba ahora por la ventana. Le hubiera gustado cerrarla, pero el esfuerzo era excesivo. Salió cojeando de la habitación, cruzó la salita y se dirigió a la cocina. La tetera y el bote del té estaban allí donde ella los había dejado, después de preparar la infusión. Había esparcido descuidadamente algunas hojas de té por la superficie de formica y no se había molestado en volver a poner la botella de leche dentro del pequeño frigorífico.
El botiquín de primeros auxilios estaba en un armario alto, cerrado con llave, donde los niños no pudieran alcanzar. Tim arrastró un taburete por el suelo de mosaico Marley y se subió en él. La llave estaba encima del armarito. Abrió la puerta y sacó un pequeño bote de metal con una fotografía de la catedral de Durham en la tapa.
Bajó del taburete y dejó el bote. Dentro encontró vendas, un rollo de vendaje, tijeras, crema antiséptica, agua medicinal para cólicos infantiles, un tubo equivocado de «Ambré Solaire» y un gran frasco lleno de píldoras para dormir. Sacó las píldoras y volvió a tapar el frasco. Buscó después un vaso en otro armario.
Se esforzó en no hacer cosas: en no guardar la leche, en no limpiar las hojas de té dispersas, en no meter en el botiquín la lata de primeros auxilios, en no cerrar la puerta del armario de la vajilla. No había necesidad alguna, se repetía constantemente.
Llevó el vaso y las píldoras a la sala de estar y los colocó encima del escritorio. No había nada más en la mesa excepto un teléfono: siempre la dejaba limpia al terminar el trabajo.
Abrió el armario de debajo del aparato de la televisión. Ahí estaba la bebida que había planeado ofrecerle a la chica. Había whisky, gin, jerez seco, un buen brandy y una botella intacta de eau de vie de ciruelas, que alguien le había traído de Dordoña. Tim escogió a ginebra, aunque no le gustaba.
Puso un poco en el vaso que tenía sobre el escritorio, y después se sentó en la butaca de alto respaldo.
No tenía voluntad para esperar, quizá durante años, la venganza que le devolviera su autoestima. Sin embargo, en esos momentos no podía perjudicar a Cox sin perjudicarse él mismo mucho más. Denunciar a Cox significaba denunciar a Tim.
Pero los muertos no sentían dolor alguno.
Podía destruir a Cox y morir.
En las presentes circunstancias parecía la única salida.
A Derek Hamilton le recibió en la Estación de Waterloo otro chófer, esta vez con un «Jaguar». El «Rolls-Royce» presidencial había desaparecido en el camino de la economía; por desgracia, los sindicatos no habían apreciado ese gesto. El chófer se llevó la mano a la gorra y mantuvo la puerta abierta, y Hamilton entró sin pronunciar palabra.
Mientras el coche se alejaba tomó una decisión. No iría directamente a la oficina. Ordenó:
—Llévame a la oficina de Nathaniel Fott… ¿Sabes dónde es?
—Sí, señor —respondió el chófer.
Cruzaron el puente de Waterloo y giraron hacia el Aldwych, camino de la City. Hamilton y Fett habían ido a la Westminster School. Nathaniel Fett senior había averiguado que su hijo no sufriría allí por el hecho de ser judío, y Lord Hamilton había creído que la escuela no haría de su hijo un medio idiota de la clase alta, frase exacta del Lord.
Los dos muchachos procedían de ambientes parecidos. Ambos tenían padres ricos y dinámicos y hermosas madres; ambos procedían de hogares intelectuales donde los políticos iban a comer; ambos habían crecido rodeados de buenas pinturas y un sinfín de libros. Sin embargo, a medida que la amistad crecía y los dos jóvenes iban a Oxford —Fett a Baliol y Hamilton a Magdalen—, la casa Hamilton había perdido por comparación. Derek por creer que la intelectualidad de su padre era superficial. El viejo Fett discutía con tolerancia sobre pintura abstracta, comunismo y jazz be-bop, y después los descuartizaba con una minuciosidad quirúrgica. Lord Hamilton tenía las mismas opiniones conservadoras, pero las expresaba en los atronadores clichés de un discurso en la Cámara de los Lores.
Derek sonrió para sí en la parte trasera del vehículo. Había sido demasiado duro con su padre; quizá los hijos son siempre así. Pocos hombres habían sabido más sobre las escaramuzas políticas; la inteligencia del viejo le había conferido un auténtico poder, mientras que el padre de Nathaniel había sido demasiado sensato para influir realmente en los asuntos de Estado.
Nathaniel había heredado esa prudencia y había hecho de ella una carrera. La firma de agentes de Bolsa propiedad de seis generaciones de primogénitos que llevaban el nombre de Nathaniel Fett se había convertido, al recibirla la séptima, en un Banco mercantil. La gente solía acudir en busca del consejo de Nathaniel, ya en la escuela. Ahora Nathaniel aconsejaba sobre fusiones, emisiones de valores y absorciones de compañías.
El coche se detuvo.
—Espérame, por favor —dijo Hamilton.
Las oficinas de Nathaniel Fett no eran impresionantes; la firma no tenía que demostrar su riqueza. Había una pequeña placa con el nombre en la parte exterior de la puerta de la calle, contigua al Banco de Inglaterra. La entrada estaba flanqueada por una tiendecita de bocadillos en un lado y un estanco en el otro. El observador casual hubiera pensado que se trataba de una compañía pequeña, poco próspera, de seguros o fletes; pero no hubiera sabido hasta dónde llegaba el espacio ocupado a ambos lados por la empresa.
El interior era confortable más que opulento, con aire acondicionado, iluminación indirecta y alfombras que habían envejecido sin gran deterioro y que llegaban casi hasta las paredes. El mismo observador casual hubiera podido creer que los cuadros que colgaban de las paredes eran caros. Hubiera podido tener razón y estar también equivocado: eran caros pero no colgaban de las paredes. Estaban encajados entre ladrillos detrás de un cristal blindado y sobre el papel de la pared únicamente estaban colgados los marcos falsos.
Hamilton fue llevado directamente al despacho de Fett en la planta baja. Nathaniel estaba sentado en su sillón y leía el Financial Times. Se levantó para estrecharle las manos.
—Nunca te había visto sentado a esa mesa —le dijo Hamilton—. ¿Es para decorar?
—Siéntate, Derek. ¿Té, café, jerez?
—Un vaso de leche, por favor.
—¿Quieres hacer el favor, Valerie? —Fett hizo un gesto a su secretaria y ella salió—. El escritorio, no… nunca lo uso. Todo lo que escribo es al dictado. Nada de lo que leo es demasiado pesado para no sostenerlo con las manos. ¿Por qué habría de sentarme al escritorio como un escribiente de Dickens?
—De modo que sirve como decoración.
—Ha estado ahí mucho más tiempo que yo. Es demasiado grande para hacerlo pasar por la puerta y demasiado valioso para hacerlo astillas. Yo creo que construyeron esto alrededor de esa mesa.
Hamilton sonrió. Valerie entró con la leche y volvió a salir. Hamilton bebía a pequeños sorbos y observaba entretanto a su amigo. Fett y su despacho se complementaban: ambos eran pequeños pero no enanos, severos pero no melancólicos, relajados sin llegar a la frivolidad. El hombre usaba gafas de gruesa armadura y brillantina en el pelo. Llevaba una corbata del club, un signo de aceptación social: era lo único que delataba que era judío, pensó Hamilton irónicamente.
Dejó su vaso y dijo:
—¿Estabas leyendo algo sobre mí?
—Solamente por encima. Una reacción previsible. Diez años atrás unos resultados como esos de una compañía como Hamilton hubieran causado un oleaje, desde las acciones de audio hasta los precios del cinc. Hoy sólo es otra sociedad en apuros. Hay un término para definirlo: recesión.
Hamilton suspiró.
—¿Por qué lo hacemos, Nathaniel?
—Perdona, ¿qué has dicho? —Fett estaba desconcertado.
Hamilton se encogió de hombros.
—¿Por qué exigirnos un esfuerzo excesivo, perder horas de sueño, arriesgar fortunas?
—Y acabar con úlceras. —Fett sonrió, pero en su actitud se había introducido un cambio sutil. Detrás de las lentes de cristal de roca de sus gafas, sus ojos se estrecharon y se alisó el cabello hirsuto de la parte posterior de la cabeza haciendo un gesto que Hamilton reconoció como defensivo. Fett estaba retrocediendo a su papel de consejero cuidadoso, un consejero amistoso con un punto de vista objetivo. Pero su respuesta fue calculadamente indiferente—. Para hacer dinero. ¿Para qué si no?
Hamilton sacudió la cabeza. Antes de entrar en materia siempre tenía que insistir un par de veces con su amigo.
—Economía sexta forma —dijo irónicamente—. Hubiera conseguido más beneficios si hubiera vendido mi herencia y la hubiera invertido en Correos. La mayoría de la gente que posee un gran negocio podría vivir cómodamente durante el resto de su vida si hiciera eso. ¿Por qué conservamos nuestras fortunas e intentamos aumentarlas? ¿Es por avaricia, ansia de poder o aventura? ¿Es que todos somos jugadores por naturaleza?
—Supongo que Ellen te habrá estado diciendo eso mismo a ti —dijo Fett.
Hamilton se echó a reír.
—Tienes razón, pero me entristece que me creas incapaz de reflexionar sobre todo eso por mí mismo.
—Oh, no dudo de tu sinceridad y convicción. Sólo que Ellen suele decir de cierta manera lo que tú estás pensando. Sea como fuere, no me repetirías estas cosas si no te hubieran tocado una fibra sensible. —Hizo una pausa—. Derek, anda con cuidado para no perder a Ellen.
Se miraron fijamente un momento y después los dos desviaron la vista. Siguió un silencio. Habían llegado hasta el límite de intimidad que les permitía su amistad.
Fett dijo por fin:
—Dentro de los próximos días es posible que recibamos una oferta descarada.
Hamilton quedó sorprendido.
—¿Por qué?
—Alguien puede pensar que le será posible comprar a precio de ganga, mientras tú te sientes deprimido y asustado por los resultados actuales.
—¿Y qué me aconsejarías en ese caso? —preguntó Hamilton meditativo.
—Depende de la oferta. Pero probablemente yo te aconsejaría «Espera». Hoy deberíamos saber ya si has ganado el permiso para el campo de petróleo.
—Shield.
—Sí. Gana eso y tus acciones se fortalecerán.
—Todavía tenemos perspectivas pobres en cuanto a beneficios.
—Pero material ideal para un ave de rapiña.
—Es interesante —murmuró Hamilton—. Un jugador haría hoy la oferta, antes de la declaración del Ministerio. Un oportunista la haría mañana, si ganamos la licencia. Un inversor genuino esperaría hasta la próxima semana.
—Y un hombre prudente les diría que no a los tres.
Hamilton sonrió.
—El dinero no lo es todo, Nathaniel.
—¡Dios mío!
—¿Es una herejía?
—De ninguna manera. —Fett estaba divertido y los ojos le centelleaban detrás de las gafas—. Hace años que lo sé. Lo que me sorprende es que tú lo digas.
—También me sorprende a mí. —Hamilton hizo una pausa—. Cuestión de curiosidad: ¿crees que conseguiremos el permiso?
—No podría decirlo. —Repentinamente, el rostro del agente era otra vez impenetrable—. Depende de si el ministro cree que ha de concedérselo a una compañía próspera, como un premio, o a una empresa enferma, como un salvavidas.
—Vaya; no estoy entre ninguna de ellas, sospecho. Recuerda que solamente encabezamos el sindicato: el paquete total es lo que cuenta. La sección Hamilton, al control, proporciona contactos en la City y dirección experta. «Levantamos» el dinero más que suministrarlo de nuestro propio bolsillo. Otros del equipo ofrecen ingeniería experta, experiencia en petróleo, facilidades de mercado y así sucesivamente.
—De modo que tienes una buena posibilidad.
Hamilton volvió a sonreír.
—Sócrates.
—¿Por qué?
—Siempre hace que la gente responda a sus propias preguntas. —Hamilton levantó su pesado corpachón de la butaca—. Debo irme.
Fett le acompañó hasta la puerta.
—Derek, en cuanto a Ellen, espero que no te importe que lo haya mencionado…
—No. —Se estrecharon la mano—. Me importa tu opinión.
Fett asintió y abrió la puerta.
—Hagas lo que hagas, no te asustes.
—Okey-dokey. —Al salir, Hamilton se dio cuenta de que no había usado esa expresión desde hacía treinta años.
Dos policías motorizados estacionaron sus máquinas a ambos lados de la entrada posterior al Banco. Uno de ellos sacó una tarjeta de identidad y la sostuvo contra la ventanilla de al lado de la puerta. El hombre de dentro leyó cuidadosamente la tarjeta y después cogió un teléfono rojo por el que habló.