Authors: Ken Follett
A Tony no le importaba mientras no se lo tomasen demasiado en serio. Lo habían tomado seriamente una vez, hacía algunos años. En aquel tiempo la empresa de Tony había estado bajo el ojo atento del CID en la Central del West End. Tony había hecho un trato con el inspector de detectives que se ocupaba de su caso. Llegó una semana en que el inspector rehusó el dinero acostumbrado de Tony y le dijo que el trato había terminado. El único medio que tuvo Tony para arreglarlo fue el sacrificio de algunos de sus hombres. El y el detective habían hecho caer en la trampa a cinco delincuentes de poca monta acusados de chantaje. Los cinco habían ido a prisión, la Prensa había elogiado al CID por haber roto la presión de la pandilla sobre la ciudad y las cosas siguieron como de costumbre. Desgraciadamente, ese inspector se hundió por sí mismo, por suministrarle cannabis a un estudiante; un triste final para una carrera prometedora, pensó Tony.
Entró en el aparcamiento de varios pisos del Soho. Se detuvo en la entrada, pasando largo rato para sacar la tarjeta de máquina mientras vigilaba al «Morris» azul por el retrovisor. Uno de los detectives saltó del auto y corrió al otro lado de la calle para cubrir la salida de peatones. El otro encontró un espacio para estacionar en un parquímetro, a pocos metros de distancia, en una posición que le permitía ver los coches que salían del edificio. Tony asintió, satisfecho. Condujo hasta la primera planta y detuvo el «Rolls» junto a la oficina. A un lado vio a un joven al que no conocía.
—Soy Tony Cox —le dijo—. Quiero que me aparques el coche y me consigas uno de esos que siempre están aquí…, alguno que probablemente nadie utilice hoy.
El hombre frunció el ceño. Tenía el cabello rizado, alborotado, y llevaba unos pantalones vaqueros manchados de grasa y con los bajos deshilachados.
—No puedo hacer eso, amigo —respondió.
Tony dio unos golpes impacientes con el pie.
—No me gusta tener que repetir las cosas, muchacho. Soy Tony Cox.
El hombre joven se echó a reír. Se levantó, dejando a un lado una revista ilustrada, y dijo:
—No me importa quién pueda ser usted. Usted…
Tony le golpeó en el estómago. Su puño grande hizo un ruido sordo al chocar. Fue como un puñetazo contra un almohadón de plumas. El empleado se dobló, gimiendo y luchando por respirar.
—Tengo prisa, chico —dijo Tony.
Se abrió la puerta del despacho.
—¿Qué sucede aquí? —Se acercó un hombre maduro con una gorra de béisbol—. Ah, eres tú, Tony. ¿Algún problema?
—¿Dónde estabas, fumando en el retrete? —dijo Tony groseramente—. Quiero un coche con el que no me puedan seguir el rastro, y llevo prisa.
—No hay problema —dijo el hombre maduro. Descolgó un manojo de llaves de un gancho que había en la .pared de amianto—. Tengo un bonito «Granada», que estará aquí toda la quincena. Tres litros, automático, bonito color de bronce…
—Me importa un bledo el color del coche. —Tony cogió las llaves.
—Está allí. —El hombre señaló—. Yo aparcaré el tuyo.
Tony salió del despacho y entró en el «Granada». Se ajustó el cinturón de seguridad y se alejó. Hizo una pausa al lado de su auto, que el hombre de la gorra estaba estacionando.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Tony.
—Me llamo Davy Brewster, Tony.
—De acuerdo, Davy Brewster. —Tony sacó su cartera y sacó dos billetes de diez libras—. Asegúrate de que el chico no abra la boca, ¿comprendido?
—No hay problema. Muchas gracias. —David cogió el dinero.
Tony se alejó. Mientras se marchaba se puso las gafas de sol y la gorra de tela. Al salir a la calle, vio que el «Monis» azul estaba un poco más allá, a su derecha. Colocó el codo derecho al borde de la ventanilla, disimulando su rostro, y condujo con la mano izquierda. El segundo detective, a la izquierda de Tony, daba la espalda a la calle para observar la salida de peatones. El hombre fingía estar mirando el escaparate de una tienda de artículos religiosos.
Tony les miró por el espejo retrovisor al acelerar alejándose. Ninguno de ellos le había visto.
—Tranquilo —dijo Tony en voz alta. Y se dirigió hacia el Sur.
Era un vehículo agradable, con cambio automático y dirección asistida. Tony buscó entre los cassetes, encontró uno de los «Beatles» y lo colocó. Después encendió un cigarro.
En menos de una hora estaría en la granja contando el dinero.
Había merecido la pena cultivar la relación con Felix Laski, pensó Tony. Se habían conocido en el restaurante de uno de los clubes de Tony. Los casinos de Cox servían la mejor comida de Londres. Tenían que hacerlo. El lema de Tony era: si sirves cacahuetes, tus clientes serán monos. Y él quería gente rica en sus clubes de juego, no advenedizos que bebieran cerveza y pidieran fichas de cinco peniques. A él personalmente no le gustaba la comida lujosa, pero la noche que conoció a Laski estaba comiendo una gran chuleta, poco hecha, en una mesa próxima a la del financiero.
Había conseguido el chef quitándoselo a «Pincher's». Tony ignoraba lo que aquel hombre hacía con las chuletas, pero el resultado era sensacional. El hombre de la mesa contigua, alto y elegante, le había llamado la atención: un hombre con un excelente aspecto considerando su edad. Estaba con una joven que Tony inmediatamente clasificó como furcia.
Tony había terminado la chuleta y estaba comiendo vorazmente un bizcocho borracho cuando sucedió el accidente. El camarero estaba sirviéndole canelones a Laski y de alguna manera tumbó una botella medio llena de clarete. La furcia dio un grito y se apartó de un salto, y algunas gotas de vino salpicaron la inmaculada camisa blanca de Laski.
Tony actuó inmediatamente. Se levantó, arrojando su servilleta sobre la mesa y llamó a tres camareros y al maitre. Primero se dirigió al camarero autor del accidente.
—Vaya a cambiarse. Y el viernes recoja sus papeles.
Se dirigió a los otros.
—Bernardo, un paño. Giulio, otra botella de vino. Monsieur Charles, otra mesa, y no presente la cuenta al caballero. —Finalmente habló con los comensales—. Soy el propietario, Tony Cox. Por favor, les pido que acepten la invitación de la casa, y les presento mis excusas. Confío que escojan los platos más caros del menú, y empezando con una botella de «Dom Pérignon».
Laski habló entonces.
— Estas cosas no pueden evitarse. —Su voz era grave y tenía leve acento—. Pero resulta agradable recibir una excusa tan a la antigua y tan generosa. —Sonrió.
—Por poco me arruina el vestido —dijo la chica. Su acento confirmó la suposición de Tony en cuanto a su profesión: procedía de la misma parte de Londres que él.
El maitre dijo:
—Monsieur Cox, la sala está llena. No dispongo de otra mesa.
Tony señaló su propia mesa.
—¿Y qué hay de malo con esa? Despéjela, rápido.
—No, por favor —dijo Laski—. No nos gustaría privarle a usted de su lugar.
—Insisto en ello.
—En ese caso, únase a nosotros.
Tony les miró. A la furcia era obvio que no le gustaba la idea. ¿El hombre lo decía de verdad, o simplemente se mostraba cortés? Bueno, Tony casi había terminado, de modo que si la reunión no resultaba podría dejar la mesa muy pronto.
—No quisiera molestar…
—Nada de eso —dijo Laski—. Y podrá decirme cómo se puede ganar a la ruleta.
—De acuerdo —respondió Tony.
Permaneció con ellos toda la velada. Él y Laski se entendieron perfectamente, y muy pronto se evidenció que lo que la chica pudiera opinar no tenía importancia. Tony contó historias de villanías en el mundo del juego y Laski se emparejó con él, anécdota por anécdota, contándole historias de prácticas fraudulentas en la Bolsa. Se adivinaba que Laski no era jugador, pero le gustaba llevar invitados al club. Cuando entraron en el casino compró fichas por valor de cincuenta libras y se las entregó todas a la chica. La velada acabó cuando Laski, entonces muy bebido, dijo:
—Supongo que ahora debería llevarla a casa y joder con ella.
Después de aquel día se encontraron algunas veces —nunca cita previa&mdsh; en el club, y siempre acababan emborrachándose juntos. Al cabo de algún tiempo Tony permitió que el otro se enterase de que era homosexual, y Laski no reaccionó al respecto, motivo por el cual Tony sacó la conclusión de que el financiero debía ser un heterosexual tolerante.
A Tony le complacía saber que podía relacionarse amistosamente con alguien de la clase de Laski. La escena en el restaurante había sido de lo más fácil y muy bien ensayada: los grandes gestos, el tono de mando, la cortesía insistente y una moderación consciente de su acento. Pero mantener la relación con alguien tan cerebral, tan rico y tan acostumbrado a moverse en círculos casi aristocráticos, como era el caso de Laski, le parecía a Tony todo un éxito.
Fue Laski quien primero dio un paso hacia una relación más profunda. Habían estado haciendo bravatas, borrachos los dos durante la madrugada de un domingo y Laski hablaba del poder del dinero.
—Con suficiente dinero —dijo— puedo descubrir cualquier cosa de la City… hasta la combinación de la caja del sótano del «Banco de Inglaterra».
—El sexo es mejor —le dijo Tony.
—¿Qué quieres decir?
—Que el sexo es un arma mejor. Yo puedo descubrir cualquier cosa en Londres utilizando el sexo.
—Mira, eso lo dudo —respondió Laski, cuyos impulsos sexuales estaban bajo buen control.
Tony se encogió de hombros.
—De acuerdo. Desafíame.
Fue entonces cuando Laski dio su paso.
—El permiso de explotación para el campo petrolífero Shield. Descúbreme quién lo ha conseguido… antes de que el Gobierno lo dé a conocer.
Tony percibió el brillo en los ojos del financiero y adivinó que aquella conversación había sido planeada.
—¿Por qué no me pides algo dificil? —replicó—. Los políticos y los funcionarios son demasiado fáciles.
—Eso bastará —dijo Laski sonriendo.
—De acuerdo. Pero yo también tengo que desafiarte. Laski entornó los ojos.
—Adelante.
Tony dijo lo primero que se le ocurrió.
—Descúbreme el programa para las entregas de los billetes de Banco usados a la planta de destrucción de moneda del «Banco de Inglaterra».
—Eso ni siquiera me costará dinero —dijo Laski confiadamente.
Y así fue como había comenzado. Tony sonrió alegremente mientras cruzaba el sur de Londres en el «Ford». No sabía cómo se las había arreglado Laski para cumplir con su parte del trato; la parte de Tony había sido por pura chochez. ¿Quién tiene la información que necesitamos? El Secretario. ¿Cómo es? Lo más parecido a una virgen; un marido fiel. ¿Satisface sus necesidades con la mujer? No mucho. ¿Caerá en la trampa del truco más antiguo? Como en un sueño.
Acabó la cinta y le dio la vuelta. ¿Se preguntaba cuánto dinero habría en la furgoneta… cien de los grandes? A lo mejor había un cuarto de millón. Mucho más que eso sería molesto. No se podía entrar en el «Barclays Bank» con sacos llenos de billetes de cinco libras usados sin despertar sospechas. Ciento cincuenta de los grandes sería lo ideal. Cinco gordos para cada uno de los muchachos, algunos más para gastos y unos cincuenta mil añadidos furtivamente a las ganancias de esa noche de varios negocios legales. Los clubes de juego eran más útiles para ocultar ingresos ilícitos.
Los muchachos sabían qué hacer con cinco de los grandes. Pagar algunas deudas, comprarse un coche de segunda mano, colocar unos pocos cientos en unas cuentas de dos o tres Bancos, comprar un abrigo nuevo para la mujer, prestarle a la suegra un par de chelines, pasar una noche en el pub, y ¡bang! todo terminado. Pero, dales veinte mil, y todos empiezan a tener ideas estúpidas. Cuando se sabía que trabajadores en paro y hombres dedicados a trabajillos diversos hablaban de villas en el sur de Francia, la ley empezaba a sospechar.
Tony sonrió para sí. Debería estar preocupándome por tener demasiado dinero. Los problemas del éxito son los que me gustan. No cuentes los pollitos antes de hacer los huevos, decía Jacko algunas veces. La furgoneta podía haber estado llena de monedas usadas de medio penique destinadas a la fundición.
Eso sí que sería una buena broma.
Casi había llegado. Empezó a silbar.
Felix Laski estaba sentado en su oficina, viendo una pantalla de televisión y rasgando un sobre en tiras estrechas. El circuito cerrado de televisión era el equivalente moderno de la cinta de cotizaciones; y Laski se, sentía como el agente de Bolsa en una vieja película, inquieto por la crisis económica del 1929. El aparato mostraba continuamente noticias del mercado y movimiento de precios en acciones, mercancías y monedas. No había habido mención del permiso de explotación. Las acciones de Hamilton habían bajado cinco puntos desde el día anterior y el movimiento era moderado.
Acabó de rasgar el sobre y dejó caer los restos en una papelera de metal. El permiso para el petróleo se tenía que haber anunciado una hora antes.
Cogió el teléfono azul y marcó el 123.
—A la tercera señal, será la una, cuarenta y siete minutos y cincuenta segundos.
Más de una ahora de retraso en anunciarlo. Llamó al Departamento de Energía y pidió por la Oficina de Prensa. Una mujer le dijo:
—El Secretario de Estado ha sufrido un retraso. La conferencia de Prensa empezará en cuanto llegue y el anuncio se hará tan pronto como se inicie la conferencia.
A la mierda con tus retrasos, pensó Laski; tengo una fortuna pendiente en este asunto.
Apretó el intercomunicador:
—¿Carol? —No hubo respuesta. Vociferó—: ¡Carol! La muchacha asomó la cabeza por la puerta.
—Lo siento, estaba archivando.
—Tráeme un poco de café.
—En seguida.
Cogió de su bandeja de «entradas» una carpeta marcada: Tubería de Precisión — Informe de Ventas, Primer Trimestre. Era una muestra de espionaje rutinario de una firma de la que planeaba apoderarse. Laski tenía la teoría de que era bueno invertir capital cuando la baja tocaba fondo. Pero ¿tendrá «Precisión» posibilidades de expansión? se preguntó.
Miró la primera página del informe, frunció el ceño ante la prosa indigerible del jefe de ventas y arrojó la carpeta a un lado. Cuando se arriesgaba y perdía, lo aceptaba con ecuanimidad. Lo que le enfurecía era lo que no daba buen resultado por motivos desconocidos. Sabía que ahora no podría concentrarse en nada hasta que estuviera resuelto el asunto «Shieki».