Authors: Ken Follett
Pasó el dedo por la raya bien planchada de sus pantalones y pensó en Tony Cox. Sentía simpatía por el joven delincuente, a pesar de su obvia homosexualidad, ya que adivinaba en él aquello que los ingleses denominan un espíritu afín. Igual que Laski, Cox había salido de la pobreza con decisión, oportunismo, implacabilidad. Y también, igual que Laski, intentaba de modo sutil pulir sus modales de clase baja; Laski lo hacía mejor, pero solamente porque se había dedicado a ello mucho antes. Cox quería ser como Laski, y lo conseguiría; cuando llegase a cincuentón sería un caballero de la City, distinguido y de cabello canoso.
Laski se dio cuenta de que no tenía ni un solo motivo convincente para confiar en Cox. Naturalmente tenía su instinto, que le decía que el joven era sincero con las personas que conocía: pero los Tony Cox de este mundo solían estafar por costumbre. ¿Habría inventado acaso todo ese asunto sobre Tim Fitzpeterson?
La pantalla de televisión volvió a mostrar los precios de «Hamilton Holdings»; habían bajado otro punto. Laski deseó que no utilizaran aquel maldito modelo de ordenador, todo rayas horizontales y verticales: le dolían los ojos. Empezó a calcular lo que perdería si «Hamilton» no había conseguido el permiso.
Si pudiera vender las 510.000 acciones en este momento solamente perdería algunos millares de libras. Pero no sería posible vender todo el lote al valor de mercado. Y el precio seguía bajando. Digamos una pérdida de veinte mil libras más o menos. Y un fracaso psicológico; daño para su reputación de ganador.
¿Arriesgaba algo más? Seguro que Cox planeaba algo criminal con la información que le había dado Laski. Sin embargo, puesto que Laski no sabía nada de ello, a él no podrían acusarle de complicidad. Ahí estaba aún el Decreto Británico sobre Secretos Oficiales, moderado según las normas europeas, pero una formidable pieza legislativa. Era ilegal acercarse a un funcionario civil para obtener datos confidenciales. Demostrar que Laski había hecho eso sería difícil, pero no imposible. Había preguntado a Peters si le esperaba un día atareado, y Peters había respondido:
—Es uno de esos días.
Después Laski había dicho a Cox: —Hoy es el día.
Bien, si se pudiera convencer a Cox y a Peters para que testificaran contra él, Laski saldría condenado. Pero Peters ni siquiera sabía que había dado a conocer un secreto, y nadie atinaría a preguntárselo. ¿Y si arrestasen a Cox? La Policía británica tenía medios para arrancar información de la gente, aunque no utilizasen bates de béisbol. Cox podría decir que había obtenido la información de Laski, y entonces ellos comprobarían los movimientos de Laski aquel día, y podrían descubrir que había tomado café con Peters…
Era una posibilidad bastante remota. Laski estaba más preocupado por concluir el trato con «Hamilton». Sonó el teléfono. Laski respondió:
—¿Diga?
—Es la calle Threadneedle … Mr. Ley —dijo Carol.
Laski hizo un sonido de desaprobación.
—Probablemente es para el asunto del «Cotton Bank». Pásaselo a Jones.
—Ya ha llamado al «Cotton Bank» y Mr. Jones no está, se ha ido a su casa.
—¿Se ha ido a su casa? De acuerdo, hablaré con él. Oyó que Carol decía:
—Le paso a Mr. Laski.
—¿Laski? —La voz era aguda, y su acento tenía cierto deje aristocrático.
—Sí.
—Aquí Ley, del «Banco de Inglaterra».
—¿Cómo está usted?
—Buenas tardes. Ahora, escuche, amigo mío. —Laski hizo rodar los ojos al oír esta frase—: le ha extendido usted un cheque bastante importante a «Fett and Company».
Laski palideció.
—Dios mío, ¿ya lo han presentado?
—Sí, bueno, me ha parecido que la tinta todavía estaba húmeda.
—Ahora, la cuestión es que va a cargo del «Cotton Bank», como usted sabe obviamente, y el pobrecillo del «Cotton Bank» no puede cubrirlo. ¿Me sigue usted?
—Naturalmente que le sigo. —Ese tipo condenado le estaba hablando como si él fuese un crío. No había nada que molestase más a Laski—. Está claro que mis instrucciones en cuanto a lo necesario para cubrir esos fondos no se han cumplido. Sin embargo, quizá pueda excusarlo pensando que mi personal habrá pensado que disponía de algo de tiempo para realizarlas.
—Hum… Realmente, es más agradable que los fondos estén disponibles antes de firmar ese maldito talón, sabe usted, sólo para pisar terreno seguro, ¿no cree?
Laski pensó con rapidez. Maldita sea, esto no hubiera sucedido si se hubiera hecho el anuncio a tiempo. Y ¿dónde demonios estaba Jones?
—Habrá usted adivinado que el cheque es un pago de un interés de control en «Hamilton Holdings». Yo creo que esas acciones podrían ser un aval de seguridad
—Oh, ay, ay, no —interrumpió Ley—. Eso realmente no puede ser. El «Banco de Inglaterra» no está en el negocio para financiar especulaciones en la Bolsa de Valores.
Quizá no, pensó Laski; pero si ya se supiera, si vosotros ya supierais que «Hamilton Holdings» tenía ahora el permiso para el petróleo, no estarías armando este jaleo. Se le ocurrió pensar que quizá ya lo sabían, y «Hamilton» no había conseguido el permiso; por eso le habían llamado por teléfono. Se enfadó.
—Oiga, ustedes son un Banco —dijo—. Les pagaré el interés de veinticuatro horas por ese dinero…
—El Banco no está acostumbrado a mezclarse en el mercado de dinero.
Laski elevó la voz.
—¡Usted sabe jodidamente bien que yo puedo cubrir fácilmente el importe de ese cheque, sólo necesito un poco de tiempo! Si usted lo devuelve, mi reputación se va a la mierda. ¿Va usted a arruinarme por un maldito millón una sola noche y por una tradición estúpida?
La voz de Ley se hizo muy fría.
—Mr. Laski, nuestras tradiciones existen específicamente con el propósito de arruinar a las personas que firman cheques que no pueden pagar. Si este importe no queda cubierto hoy mismo le diré al portador que lo vuelva a presentar. Eso significa, por tanto, que dispone usted de una hora y media para hacer un depósito de un millón de libras esterlinas en dinero en la calle Threadneedle. Buenos días.
—Maldito seas —dijo Laski, pero la línea estaba muda.
Devolvió el auricular al soporte, rompiendo el plástico del teléfono. Su mente se desbocó. Era preciso encontrar un medio para reunir inmediatamente un millón… ¿Cómo podía hacerlo?
Su café había llegado mientras hablaba por teléfono. No había observado que Carol había entrado. Lo probó e hizo una mueca.
—¡Carol! —gritó.
Ella abrió la puerta.
—¡Dígame!
Con la cara enrojecida y tembloroso, Laski arrojó la delicada taza de porcelana a la papelera donde se rompió ruidosamente. Vociferó:
—¡El jodido café está frío!
La chica dio media vuelta y huyó.
El joven Billy Johnson estaba buscando a Tony Cox, pero se olvidaba continuamente de ello.
Había salido de casa muy de prisa después de regresar del hospital. Su madre gritaba mucho, había algunos policías por allí, y se habían llevado Jacko a la Comisaría para ayudarles en la investigación. Los vecinos y los parientes que pasaban por la casa sin parar hacían que se sintiese más confuso. A Billy le gustaba la tranquilidad.
Nadie parecía estar dispuesto a prepararle el almuerzo o a prestarle atención, de modo que comió un paquete de galletas de jengibre y salió a la calle por la puerta de atrás diciéndole a Mrs. Glebe, que vivía tres puertas más abajo, que iba a casa de su tía para ver la televisión en color.
Había estado meditando las cosas mientras caminaba. Caminar le ayudaba a pensar. Cuando se sentía desconcertado, podía mirar los autos y las tiendas y la gente pobre un rato, para descansar la mente.
Primero se dirigió hacia la casa de su tía, hasta que recordó que realmente no era allí donde quería ir; solamente lo había dicho para evitar que Mrs. Glebe creara problemas. Entonces tuvo que recordar hacia dónde iba. Se detuvo, miró el escaparate de una tienda de discos, leyendo dificultosamente los nombres de las extravagantes fundas e intentando acoplarlos a canciones que había oído por la radio. Tenía un tocadiscos pero nunca disponía de dinero para comprar discos, y los gustos de sus padres no eran como los de él. A mamá le gustaban las canciones sentimentales, a papá le gustaban las bandas musicales y a, Billy le gustaba el rock-and-roll. La única persona que conocía a quien le gustase también el rock-and-roll era Tony Cox…
Era eso. Estaba buscando a Tony Cox.
Se encaminó hacia lo que creía que era más o menos la dirección de Bethnal Green. Conocía muy bien el East End, cada calle, cada tienda, todas las bombas de incendios, los solares de tierra estéril, canales y parques; pero lo conocía de forma fragmentaria. Pasó junto a un lugar de demolición, y recordó que la abuelita Parker había vivido ahí, y se había sentado, testaruda, en su habitación del frente mientras derribaban las casas de ambos lados de la suya, hasta que había cogido una pulmonía y se había muerto, solucionando al «London Borough of Tower Hamlets» el problema de lo que debían hacer con ella. Billy había seguido con interés la historia: era como algo en la televisión. Si, él conocía cada partícula del paisaje del East London; pero no podía conectarlas en su mente. Conocía el Commercial Road y también el Mile End Road, pero no sabía que se unen en Aldgate. A pesar de ello casi siempre encontraba el camino de casa, aunque algunas veces tardaba más de lo que esperaba; y si realmente se perdía, el Viejo Bill le llevaba de regreso a casa en un coche patrulla. Todos los polis conocían a su papá.
Cuando llegó a Wapping había olvidado otra vez su destino; pero creyó que era probable que fuese a ver los barcos. Se metió por el agujero de una valla; el mismo agujero que había utilizado con Snowy White y Tubby Toms aquel día, cuando atraparon una rata y los otros le dijeron a Billy que la llevara a casa para su madre porque ella estaría contenta y la cocinaría para él té. Ella se mostró contenta, naturalmente; dio un salto y un grito y dejó caer una bolsa de azúcar y más tarde lloró y dijo que no tenían que burlarse de Billy. La gente le engañaba con frecuencia, pero a él no le importaba porque era agradable tener compañeros.
Estuvo errando algún tiempo. Tenía el presentimiento de que ahí solía haber más barcos en los tiempos de su niñez. Hoy solamente veía uno. Era un barco grande, muy hundido en el agua, con un nombre en el costado que no podía leer. Los hombres habían colocado un tubo desde el barco hasta un almacén.
Estuvo mirando un rato, y después le preguntó a uno de los hombres:
— ¿Qué hay ahí?
El hombre, que llevaba gorra de tela y chaleco, le miró.
—Vino, amigo.
Billy quedó sorprendido.
—¿En el barco? ¿Todo es vino? ¿Todo?
—Sí, amigo. «Cháteau Morocco», cosecha aproximadamente del jueves pasado. —Todos los hombres se echaron a reír al oírlo, pero Billy no lo entendió. También se echó a reír. Los hombres siguieron trabajando un rato, y después el que había hablado dijo—: Bueno, y tú, ¿qué haces aquí?
Billy estuvo pensándolo un momento y dijo finalmente:
—Lo he olvidado.
El hombre le miró fijamente y le murmuró algo a uno de los otros. Billy oyó parte de la respuesta:
—…podría caer en la condenada bebida. —El primer hombre entró en el almacén.
Al cabo de un rato, llegó un policía del puerto. Preguntó a los hombres:
—¿Es éste el muchacho? —Ellos asintieron y el policía se dirigió a Billy—: ¿Te has perdido?
—No —dijo Billy.
—¿A dónde vas?
Billy estaba a punto de decir que no iba a ninguna parte pero eso parecía una respuesta equivocada. De pronto lo recordó:
—Bethnal Green.
—De acuerdo, ven conmigo y yo te indicaré el camino. Siempre deseoso de seguir la línea de menor resistencia,
Billy caminó al lado del policía hasta la puerta del muelle.
—¿Dónde vives?
—Yew Street.
—¿Y tu madre ya sabe dónde estás?
Billy decidió que el policía era otra Mrs. Glebe y que era preciso contarle una mentira.
—Sí, voy a casa de mi tía.
—¿Seguro que conoces el camino?
—Sí.
Estaban en la puerta. El policía le miró especulativamente, y después tomó una decisión.
—Muy bien, entonces, vete. No andes vagando por los muelles… Es más seguro quedarse fuera.
—Gracias —dijo Billy. Cuando dudaba le daba las gracias a la gente. Se alejó de allí.
Ahora era más fácil recordar. Papá estaba en el hospital. Iba a quedarse ciego y era por culpa de Tony Cox. Billy conocía a un hombre ciego… bueno, a dos, si incluía a Squint Thatcher, que solamente era ciego cuando iba al Oeste de Londres con su acordeón. Pero ciego de verdad, solamente Hoperaft, que vivía solo en una casa maloliente en la Isla de los Perros y llevaba un bastón de color blanco. ¿Tendría que llevar papá unas gafas oscuras y caminar muy despacio dando golpecitos en el bordillo de la acera con su bastón? Este pensamiento sacó de quicio a Billy.
La gente solía pensar que Billy era incapaz de alterarse porque nunca lloraba. Así fue como descubrieron que era diferente, siendo todavía un bebé: se hacía daño pero nunca lloraba. Mamá decía algunas veces: «Siente las cosas, pero nunca lo demuestra.»
Papá acostumbraba a decir que mamá ya se alteraba por los dos con demasiada frecuencia.
Cuando sucedían cosas realmente terribles, como la broma de la rata que le hicieron Snowy y Tubby, Billy se sentía furioso por dentro y quería hacer algo drástico, como gritar, pero nunca lo conseguía.
Había matado a la rata, y eso le ayudó. La había sostenido con una mano y con la otra le golpeó en la cabeza con un ladrillo hasta que dejó de retorcerse.
A Tony Cox también le haría algo parecido.
Se le ocurrió que Tony era más grande que una rata, y, además, mayor que Billy. Eso le desconcertaba, de modo que lo apartó de su mente.
Se detuvo al final de una calle. La casa de la esquina tenía una tienda en la planta baja; una de las viejas tiendas en que vendían montones de cosas. Billy conocía a la hija del propietario, una chica bonita con el cabello largo que se llamaba Sharon. Un par de años antes ella le dejó palparle las tetas, pero después huyó de él corriendo y no le dirigió más la palabra. Durante muchos días después de ese hecho, Billy no había pensado en nada sino en los pequeños bultos redondos debajo de la blusa de Sharon y en la manera en que él se había sentido cuando la tocó. Finalmente se dio cuenta de que aquella experiencia era una de esas cosas agradables que nunca suceden dos veces.