Authors: Ken Follett
—Realmente no —dijo Laski—. El pozo de petróleo, si se consigue, será un premio. Lo que estoy comprando es un conjunto de empresas fundamentalmente bueno que está pasando por un mal momento. Yo le sacaré beneficios sin intervenir en su infraestructura. Mi especialidad radica en ese aspecto. —Sonrió confiadamente—. A pesar de mi reputación, tengo interés en dirigir industrias reales, no en negociar valores.
Recibió una mirada hostil de Fett; el agente sabía que estaba mintiendo.
—¿Por qué, entonces, ese límite de las doce del mediodía?
—Creo que las acciones de Hamilton subirán a un precio desorbitarte si usted consigue el permiso. Y ésta podría ser mi última oportunidad de comprar a un precio razonable.
—Bastante lógico —dijo Hamilton, quitándole la iniciativa a Fett—. Pero yo también he fijado un límite. ¿Qué piensa usted de eso?
—Me parece muy bien —mintió Laski. A decir verdad, estaba desesperadamente preocupado. El deseo de Hamilton de ver el dinero «en su mano» en el momento de firmar el trato era algo inesperado. Laski había pensado en dejar un depósito hoy y entregar el saldo cuando se intercambiaran los contratos finales. Pero aunque la estipulación de Hamilton resultaba excéntrica, era perfectamente razonable. Cuando la carta se hubiera firmado, Laski podría comerciar con las acciones, ya fuese vendiéndolas o utilizándolas para conseguir un crédito. Lo que planeaba era utilizar las acciones, a su precio incrementado por el petróleo, y conseguir el dinero para cubrir la compra original.
Pero había caído en el pozo que él mismo había cavado.
Había tentado a Hamilton con un trato rápido, y el viejo había entrado fácilmente en el juego. Laski no sabía lo que iba a hacer, ya que no disponía de un millón de libras. Hubiera podido reunir las cien mil para el depósito. Pero sabía con certeza lo que no iba a permitir: no dejaría que el trato se le escapara de las manos.
—Me parece muy bien —repitió.
—Derek —dijo Fett—, quizá sea ahora el momento de que tú y yo tengamos una pequeña conversación privada…
—Me parece que no —interrumpió Hamilton—. A menos que estés pensando en decirme que este trato tiene alguna pega.
—Ninguna.
—En ese caso… —Hamilton se volvió hacia Laski—. Acepto.
Laski se levantó y le estrechó la mano a Hamilton. El hombre obeso se sintió algo confuso con el gesto, pero era un gesto en el que Laski confiaba. Los hombres como Hamilton siempre podían encontrar cláusulas de escape en un contrato, pero no soportaban echarse atrás después de un apretón de manos.
—Los fondos dijo Laski— están en el «Cotton Bank» de Jamaica, sucursal de Londres, claro está. Supongo que esto no presentará ningún problema. —Y sacó un talonario de cheques del bolsillo.
Fett frunció el ceño. Era un pequeño Banco, pero perfectamente respetable. Hubiera preferido un cheque extendido contra un Banco de compensación, pero le era difícil presentar objeciones en este punto sin parecer obstruccionista: Laski sabía que Fett pensaría de esa manera.
Laski rellenó el cheque y se lo entregó a Hamilton.
—No ocurre frecuentemente que un hombre se embolse un millón de libras —dijo.
Hamilton pareció volverse jovial. Sonrió:
—No ocurre con frecuencia que un hombre se las gaste.
—Cuando tenía diez años —dijo Laski— murió nuestro viejo gallo y yo me fui con mi padre al mercado a comprar otro. Costó el equivalente a… bueno, tres libras. Pero mi familia había estado ahorrando durante un año para reunir aquel dinero. Para decidir la compra de aquel gallo hubo un interés mucho mayor que en cualquier trato financiero que yo haya realizado, incluyendo el presente. —Sonrió, sabiendo que les turbaba oír esa historia, que no les importaba—. Un millón de libras no es nada, pero un gallo puede salvar a toda una familia del hambre.
—Ciertamente —murmuró Hamilton.
Laski volvió a su actitud normal.
—Permítanme llamar al Banco para advertirles que este cheque está en circulación.
—Claro. —Fett le acompañó hasta la puerta y señaló—: Aquella habitación esta vacía. Valerie le dará línea.
—Gracias. Cuando vuelva podemos firmar los papeles.
Laski entró en la pequeña habitación y cogió el auricular. Al oír el tono de línea miró fuera de la pieza para asegurarse de que Valerie no estaba escuchando. La chica es taba junto al archivo. Laski marcó un número.
—«Cotton Bank» de Jamaica.
—Aquí Laski. Póngame con Jones.
Hubo una pausa.
—Buenos días, Mr. Laski,
—Jones, acabo de filmar un cheque por un millón de libras.
Al principio no hubo respuesta. Después Jones exclamó.
—Jesús, usted no tiene ese dinero.
—Da lo mismo, ustedes atenderán ese cheque.
—¿Pero qué hay con la calle Threadneedle? —La voz del banquero estaba subiendo de tono—. ¡No disponemos de tanto dinero en el Banco!
—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.
—Mr. Laski, este Banco no puede dar su autorización para que de su cuenta en el «Banco de Inglaterra» transfiera un millón de libras a otra cuenta del «Banco de Inglaterra» porque este Banco no tiene un millón de libras, depositadas en el «Banco de Inglaterra». Me parece que puedo presentarle la situación con más claridad.
—Jones, ¿quién es el propietario del «Cotton Bank» de Jamaica?
Jones aspiró ruidosamente.
—Usted, señor.
—Sin duda. —Y Laski colgó el teléfono.
Peter «Jesse» James estaba sudando. El sol de mediodía calentaba más de lo normal en la estación y el amplio cristal del parabrisas de la furgoneta aumentaba el calor, de modo que los rayos le estaban quemando los antebrazos desnudos, carnosos, y abrasaban las perneras de sus pantalones. Sentía un calor terrible.
Y, además de eso, estaba aterrorizado.
Jacko le había dicho que condujera despacio. La advertencia era superflua. A un kilómetro del cementerio de coches había entrado en un tráfico denso: y a partir de ese momento todo había sido un avance lento, cruzando la mitad del sur de Londres. No hubiera podido correr aunque hubiese querido.
Tenía abiertas las dos puertas correderas laterales de la furgoneta, pero esto no ayudaba mucho. No había viento cuando el vehículo estaba parado, y todo lo que conseguía al moverse era una ligera brisa del humo caliente de los tubos de escape.
Jesse creía que conducir un coche era una aventura. Adoraba los coches desde que robó su primera máquina, un «Zephyr—Zodiac» a la edad de doce años. Le gustaba correr para pasar las luces de tráfico, acelerar en las curvas y asustar a los conductores domingueros. Cuando otro conductor se atrevía a tocarle la bocina, Jesse lanzaba juramentos y agitaba el puño, simulando que le disparaba a aquel bastardo en la cabeza. En la guantera de su propio coche llevaba una pistola. Nunca la había usado.
Pero conducir no era divertido cuando detrás de ti llevabas una fortuna en dinero robado. Tenías que acelerar gradualmente y frenar con suavidad, hacer la señal convenida para reducir la marcha y ceder el paso a los peatones en los cruces. Se le ocurrió pensar que un buen comportamiento podía ser sospechoso; un policía inteligente, al ver a un tipo joven en una furgoneta avanzando como un abuelito en un examen de conducción, podría oler gato encerrado.
Llegó a otro cruce en el interminable cinturón de ronda del sur. El semáforo pasó de verde a color ámbar. El instinto de Jesse fue el de pisar a fondo el acelerador y pasar la señal. Suspiró malhumoradamente, sacó el brazo por la ventanilla como un maldito imbécil y paró cuidadosamente.
Hubiera debido intentar no inquietarse, la gente nerviosa comete errores. Hubiera debido olvidarse del dinero, pensar en alguna otra cosa. Había conducido millares de kilómetros a través del exasperante tráfico de Londres sin que jamás le detuviera la ley: ¿por qué hoy tenía que ser diferente? Ni el Viejo Bill podía oler el dinero caliente.
Las luces cambiaron y él avanzó. La carretera se estrechaba en un centro comercial en donde los camiones de reparto se alineaban a lo largo de la acera y una serie de pasos de peatones obstaculizaban la circulación de los vehículos. Las estrechas aceras estaban llenas de compradores cuyo paso obstruían diversos vendedores ambulantes que exhibían bisutería de baja calidad y fundas para tablas de planchar.
Las mujeres llevaban vestidos veraniegos. Había algo en favor del tiempo caluroso. Jesse comenzó a fijarse en las estrechas camisetas, los deliciosos vestidos sueltos y las rodillas al aire mientras iba avanzando unos pocos metros cada vez. Le gustaban las chicas que tenían el trasero gordo, y buscó entre la multitud un ejemplar conveniente para desnudarlo con los ojos.
La descubrió a unos cincuenta metros de distancia. Llevaba un jersey azul de nylon y pantalones blancos muy ajustados. Probablemente la chica se creería demasiado llenita, pero Jesse le habría dicho lo contrario. Llevaba un sostén bonito, al viejo estilo, que daba a sus pechos aspecto de torpedos; y sus pantalones de cintura alta lucían sobre unas amplias caderas. Jesse la miró atentamente, confiando ver bailar sus pechos. Así ocurrió.
Lo que entonces le gustaría hacer era estar en pie detrás de ella, bajarle los pantalones poco a poco, y después…
El coche de delante de él avanzó unos veinte metros y Jesse le siguió. Era un «Marina» nuevo con techo de vinilo. A lo mejor podría comprarse uno igual con su parte. La hilera de coches se detuvo otra vez. Jesse tiró del freno de mano y buscó a la chica llenita.
No la descubrió hasta que el tráfico se movió otra vez. Al soltar la palanca la vio, parada ante el escaparate de una zapatería, dándole la espalda. Los pantalones eran tan ajustados que podía ver la orilla de sus bragas, dos líneas diagonales marcadas hacia la unión de sus caderas. Le gustaba poder ver las bragas debajo de los pantalones; le excitaba casi tanto como un culo desnudo. Después deslizaría sus bragas hacia abajo, pensó, y…
Hubo un estruendo de acero contra acero. La furgoneta se paró con una sacudida lanzando a Jesse contra el volante. Las puertas se cerraron con un doble golpe. Supo, antes de comprobarlo, lo que había hecho; y el sabor del miedo le hizo sentirse enfermo.
El «Marina» de delante había parado antes de lo necesario y Jesse, con la atención fija en la chica llenita con sus pantalones ajustados, había ido a dar directamente contra su parte posterior.
Salió de la furgoneta. El conductor del turismo ya estaba examinando los daños. Alzó la mirada hacia Jesse, rojo de ira.
—Maldito loco bastardo —escupió—. ¿Qué coño eres….ciego o estúpido? —Tenía acento de Lancashire.
Jesse le ignoró y miró los parachoques de los dos vehículos, unidos en un beso de acero. Hizo un esfuerzo para conservar la calma.
—Lo siento, colega. Es culpa mía.
—iLo siente! Deberían expulsaros de la maldita carretera.
Jesse se quedó mirando al hombre. Era bajito y gordo, v llevaba traje. Su cara redonda era la imagen de la justa indignación. Tenía la agresividad rápida de la gente menuda, y la característica inclinación hacía atrás de la cabeza. Jesse sintió odio hacia él inmediatamente. Parecía un sargento mayor. A Jesse le hubiera gustado darle un puñetazo en la cara; o, mejor todavía, dispararle a la cabeza.
—Todos cometemos errores —le dijo con amabilidad forzada—. Intercambiemos nuestros nombres y lo que sea y sigamos. Sólo es una pequeña abolladura. No convierta esto en un caso federal.
Era lo peor que podía decir. El hombrecillo se puso todavía más colorado.
—No va usted a librarse tan fácilmente —dijo.
El tráfico de delante se había alejado, y los conductores de atrás se impacientaban. Algunos tocaban la bocina. Un hombre salió de su coche,
El conductor del «Marina» estaba anotando el número de la furgoneta en una pequeña libreta. Ese tipo de hombre siempre lleva una libretita y un lápiz en el bolsillo de la chaqueta, pensó Jesse.
Cerró la libreta.
—Jodida conducción irresponsable. Voy a llamar a la Policía.
El conductor de detrás dijo:
—¿Y qué les parece si quitan de en medio este pequeño lío y nos dejan pasar a los de atrás?
Jesse presintió un aliado.
—Nada me gustaría más, amigo, pero aquí este tipo quiere llamar a Kojak para que lleve el caso.
El hombre gordo agitó un dedo:
—Ya conozco a los de su calaña; conducen como gamberros y dejan que el seguro pague. Esta vez te he atrapado, muchacho.
Jesse avanzó un paso, apretando los puños; después se controló. Le estaba entrando pánico.
—La Policía ya tiene bastante que hacer —suplicó.
Los ojos del otro hombre se entornaron. Había adivinado el miedo de Jesse.
—Dejemos que ellos decidan si tienen cosas mejores que hacer. —Miró a su alrededor y descubrió una cabina de teléfonos—. Tú espérame aquí. —Y se alejó.
Jesse le agarró por el hombro. Ahora estaba asustado.
—Esto no tiene nada que ver con la Policía —dijo.
El hombre se volvió y apartó con brusquedad la mano de Jesse.
—Suéltame, miserable gamberrito…
Jesse le agarró por las solapas y le alzó del suelo, poniéndole de puntillas.
—Ya te daré yo eso de gamberrito…
De pronto se dio cuenta del gentío que se había agrupado a su alrededor y les observaba con interés. Habría una docena de personas. Las miró fijamente. En su mayoría eran amas de casa con sus cestas de la compra. La chica con los pantalones ajustados estaba en primera fila. Jesse pensó que lo estaba haciendo todo mal.
Y decidió acabar el asunto de una vez.
Soltó al hombre agraviado y se metió en la furgoneta. El hombre se quedó mirándole con expresión de incredulidad.
Jesse volvió a poner en marcha el motor y retrocedió. Se oyó un ruido estrenduoso cuando los vehículos se separaron. Jesse podía ver el parachoques del «Marina» suelto, colgante, y los intermitentes destrozados. Con cincuenta libras todo arreglado, pensó salvajemente, y si tú mismo te haces el trabajillo te basta con diez.
El hombrecillo gordo se colocó delante de la furgoneta inmóvil como Neptuno, agitando un dedo nervioso. —¡Tú no te mueves de aquí! —gritó.
El gentío iba creciendo a medida que la discusión se hacía más espectacular. Hubo un respiro en el tráfico y los coches empezaron a pasar de largo al lado del accidente.