Authors: Ken Follett
—No se haga el remolón. Piense en la comisión sobre un millón de libras. —Sí —respondió Fett fríamente—. Llamaré a Derek. —Cogió un teléfono de una mesa auxiliar y dijo—: Derek Hamilton, por favor. Laski chupaba su cigarro disimulando la ansiedad. —Derek, aquí Nathaniel. Tengo en mi oficina a Felix Laski. Ha hecho una oferta. —Siguió una pausa—. Sí, lo hicimos, ¿verdad? Un millón en cifras redondas. Deberías…, de acuerdo. Estaremos aquí. ¿Qué? Ah, entiendo. —Soltó una risita levemente avergonzada—. Diez minutos. —Dejó el teléfono—. Bien, Laski va a venir. Leamos esos documentos que usted ha traído mientras le esperamos. Laski no pudo resistirse a hacer el comentario: —De modo que está interesado. —Pudiera ser. —Dijo algo más, ¿no es cierto? Fett volvió a reír levemente, con cierto disimulo. —Supongo que no hay nada malo en decírselo a usted. Ha dicho que si le entrega a usted la compañía al mediodía, quiere tener el dinero en la mano a las doce.
Kevin Hart encontró la dirección que le habían dado en la redacción y aparcó en zona amarilla. Su coche era un «Rover» con dos años de antigüedad y un motor V8, ya que era soltero y el Evening-Post pagaba salarios de Fleet Street, de modo que era mucho más rico que la mayoría de los jóvenes a los veintidós años. Él lo sabía y se complacía en ello; y no era lo bastante viejo para ocultar esa complacencia, motivo por el cual los hombres como Arthur Cole no simpatizaban con él.
Arthur había salido molesto de la conferencia con el editor. Ocupó su lugar en la mesa de redacción y repartió un montón de encargos del modo acostumbrado, y después llamó a Kevin y le dijo que se acercara y se sentara en su puesto en la mesa: señal evidente de que iba a recibir lo que los periodistas llamaban un rapapolvo.
Arthur le había sorprendido al hablarle, no de la manera en que había interrumpido bruscamente la conferencia, sino de la noticia.
—¿Cómo era la voz? —le había preguntado.
—Hombre de mediana edad —respondió Kevin—, acento home counties. Escogía cuidadosamente las palabras. Quizá con demasiada meticulosidad; podía estar borracho o perturbado.
—Esa no es la voz que yo he oído esta mañana —murmuró Arthur—. La mía era más joven, y cockney. ¿Qué te ha dicho la tuya?
Kevin leyó sus notas taquigráficas.
—Soy Tim Fitzpeterson y dos tipos llamados Laski y Cox me están haciendo chantaje. Quiero que crucifiquéis a esos bastardos cuando yo me haya ido.
Arthur sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿Eso es todo?
—Bueno, le pregunté por qué motivo le hacían chantaje y él respondió: «Dios mío, todos sois lo mismo», y me colgó el teléfono. —Kevin hizo una pausa esperando una reprimenda—. ¿He hecho una pregunta inadecuada?
Arthur se encogió de hombros.
—Lo ha sido, pero no sabría indicarte otra mejor. —Cogió el teléfono, marcó y después le dio el auricular a Kevin—. Pregúntale si nos ha llamado por teléfono durante la última media hora.
Kevin escuchó un momento, y después dejó el auricular.
—Comunica.
—Eso no nos ayuda —dijo Arthur, palpándose los bolsillos en busca de los cigarrillos.
—Estás dejando de fumar —dijo Kevin, reconociendo los síntomas.
—Así es. —Arthur empezó a morderse las uñas—. Sabes, a un político con lo peor que pueden amenazarle es con denunciarle a los periódicos. Por lo tanto, los chantajistas no nos llamarían para darnos la historia. Con eso desperdiciarían su mejor triunfo. Y por la misma razón, ya que los periódicos son precisamente aquello que teme la víctima, él no nos llamaría para contarnos que le están haciendo chantaje. —Con el aire del que ha llegado a una conclusión final, acabó—: Por eso creo que todo este asunto es un engaño.
Kevin se dio por despedido. Se levantó.
—Volveré a la historia del petróleo.
—No —dijo Arthur—. Hemos de comprobarlo. Es mejor que vayas a verle y llames a su puerta.
—Oh, Dios mío.
—Pero la próxima vez que te des cuenta de que interrumpes una reunión con el editor, siéntate y antes de hablar cuenta hasta cien.
Kevin no pudo reprimir una sonrisa: —Seguro.
Pero cuanto más pensaba en ello menos creía en la solidez de la historia. El hombre era un conservador de modesto nivel. Se había graduado en economía y se decía que era inteligente, pero no parecía ser lo suficientemente avispado o imaginativo como para proporcionarles materia prima a los chantajistas. Kevin recordó una fotografía de la familia Fitzpeterson, una mujer sin atractivo y tres chicas desgarbadas, en una playa española. El político llevaba un horrible par de pantalones cortos de color caqui.
A primera vista, el edificio frente al cual se hallaba Kevin parecía un improbable nido de amor. Era un bloque de casas gris sucio, en una calle de detrás de Westminster. Si no hubiera estado tan cerca del Parlamento ahora ya sería un tugurio. Al entrar Kevin vio que los propietarios habían mejorado aquel lugar con un ascensor y un portero en la entrada; sin duda alguna debían calificar esos pisos de «apartamentos con servicio de lujo».
Sería imposible, pensó, tener aquí a una esposa y tres hijos; o, por lo menos, un hombre como Fitzpeterson lo creería imposible. Por consiguiente, se deducía que ese piso era un pied-á-terre, así que Fitzpeterson podía celebrar allí orgías homosexuales o con drogas.
Deja de especular, se dijo; lo sabrás dentro de un minuto.
No había manera de escapar del portero de la entrada.
Su garita estaba encarada hacia el único ascensor que había al otro lado de un estrecho vestíbulo. Era un hombre cadavérico, con un rostro pálido, hundido, como si estuviera encadenado al mostrador y no se le permitiera jamás ver la luz del sol. Al acercarse Kevin, el hombre dejó un libro titulado Cómo ganar tu segundo millón y se quitó las gafas.
Kevin señaló el libro.
—Me gustaría saber cómo puedo ganar el primero.
—Nueve —dijo el portero con voz aburrida y paciente.
—¿Qué?
—Usted es la novena persona que me lo ha dicho.
—Oh, lo siento.
—Después usted me preguntará por qué lo leo y yo le diré que un residente me lo ha prestado, y usted dirá que le gustaría hacer amistad con ese residente. Y ahora que ya hemos aclarado todo eso, ¿qué desea usted?
Kevin sabía cómo había que tratar a esos tipos listos. Indulgencia, indulgencia, se dijo. Y en voz alta, añadió:
—¿En qué apartamento está Mr. Fitzpeterson?
—Le llamaré. —El portero cogió el teléfono interior
—Un momento. —Kevin sacó su cartera y escogió dos billetes—. Me gustaría darle una sorpresa. —Guiñó un ojo y dejó el dinero encima del mostrador.
El hombre cogió el dinero y dijo en voz alta: —Ciertamente, señor, ya que es usted su hermano. Cinco C.
—Gracias.
Kevin cruzó al otro lado hasta el ascensor y apretó el botón. El guiño conspiratorio había conseguido su objetivo más que el soborno, pensó. Entró en el ascensor, apretó el botón del quinto piso y después mantuvo las puertas abiertas. El portero estaba a punto de coger el teléfono interior. Kevin le dijo:
—Una sorpresa, ¿recuerda usted? —El portero volvió a coger su libro sin replicar.
El ascensor crujió al subir. Kevin experimentaba una sensación física familiar de exaltación. Siempre le ocurría lo mismo justo antes de llamar a una puerta en busca de una historia. Esa sensación no era desagradable, pero estaba invariablemente mezclada con un matiz de preocupación, por si fracasaba.
El rellano del piso superior estaba embellecido con una pequeña y delgada alfombra simbólica de nylon y algunas acuarelas descoloridas, insulsas, pero inofensivas. Había cuatro puertas, cada una con su campanilla, su buzón de cartas y su mirilla. Kevin encontró el 5C, aspiró profundamente e hizo sonar el timbre.
No hubo respuesta. Al cabo de un rato volvió a llamar, y acercó la oreja a la puerta para escuchar. No pudo oír nada. Su tensión se desvaneció, dejándole algo deprimido.
Pensando lo que podía hacer, cruzó el rellano y se acercó a la pequeña ventana para mirar hacia afuera. Al otro lado del camino había una escuela. Un grupo de muchachas jugaban al voleibol en el patio. Desde donde estaba Kevin no podía distinguir si eran lo bastante crecidas para sentir deseo por ellas.
Volvió junto a la puerta de Fitzpeterson y pulsó el timbre. El ruido del ascensor que llegaba le asustó. Si era un vecino, quizá podría preguntarle…
Al ver al joven y alto policía que salía del ascensor, se asombró. Se sentía culpable. Pero, ante su sorpresa, el agente le saludó.
—Usted debe ser el hermano del caballero —dijo el policía.
Kevin pensó con rapidez.
—¿Quién se lo ha dicho? —dijo.
—El portero.
Kevin contraatacó con otra pregunta.
—¿Y por qué está usted aquí?
—Comprobando que esté bien. Esta mañana no ha comparecido a una reunión, y tiene el teléfono mal colgado. Deberían tener guardaespaldas, ¿sabe usted?, pero estos secretarios no los tienen. —Miró hacia la puerta—. ¿No hay respuesta?
—No.
—¿Hay algo que usted sepa que indique que pueda estar… en fin, enfermo? ¿Ha llamado?
—Bueno —dijo Kevin—, esta mañana me ha llamado y parecía preocupado. Por eso he venido. —Estaba jugando un peligroso juego, Kevin lo sabía; pero todavía no había mentido, y de todos modos ya era demasiado tarde para retroceder.
—Quizá deberíamos pedirle la llave al portero —dijo el policía.
Kevin no quería eso. Añadió:
—Estoy pensando si no deberíamos echar abajo la puerta. Dios mío, si él está ahí dentro, enfermo…
El policía era joven y no tenía experiencia, y la perspectiva de echar abajo un puerta parecía seducirle. De modo que dijo:
—¿Cree usted que puede ser algo tan malo?
—¿Quién sabe? Sólo por no estropear una puerta… Los Fitzpeterson no son una familia pobre.
—No señor. —El agente no necesitó más argumentos. Apoyó el hombro en la puerta a modo de prueba—. Un buen empujón…
Kevin se puso junto a él, y los dos hombres empujaron la puerta de un golpe al mismo tiempo. Hicieron más ruido que impacto.
—En las películas no ocurre así —dijo Kevin. Y después se mordió la lengua: la observación era inadecuadamente frívola.
El policía no pareció notarlo.
—Una vez más —dijo.
Esta vez los dos pusieron todo su peso al hacerlo. Se partió la puerta y la mitad de la cerradura se soltó y cayó al suelo al abrirse.
Kevin dejó que el policía entrara primero. Mientras le seguía por el recibidor, el hombre decía:
—No huele a gas.
—Pisos con todo eléctrico —dijo Kevin, adivinando.
En el pequeño recibidor había tres puertas. La primera conducía a un reducido cuarto de baño, en donde Kevin vislumbró una hilera de cepillos para los dientes y un espejo de cuerpo entero. La segunda estaba abierta y mostraba una cocina que parecía haber sido registrada recientemente. Cruzaron la tercera puerta y vieron inmediatamente a Fitzpeterson.
Estaba sentado en una silla de alto respaldo, junto a su escritorio, con la cabeza entre los brazos, como si se hubiera quedado dormido mientras trabajaba. Pero no había nada sobre su escritorio, excepto el teléfono, un vaso y un frasco vacío. El frasco era pequeño, de cristal oscuro, con un tapón blanco y una etiqueta blanca con algo escrito a mano; era el tipo de frasquito utilizado por los farmacéuticos para las píldoras somníferas.
A pesar de ser tan joven, el policía actuó con sorprendente rapidez.
—¡Mr. Fitzpeterson, señor! —dijo en voz muy alta; y sin detenerse un momento cruzó la habitación y metió la mano por debajo de la bata para auscultar el corazón del hombre postrado. Kevin permaneció muy quieto un momento. Finalmente el policía dijo—: Todavía vive.
El joven policía pareció tomar el mando. Hizo una señal a Kevin indicándole a Fitzpeterson:
—¡Háblele! —dijo. Y seguidamente sacó una radio del bolsillo de su chaqueta y habló por el micrófono.
Kevin cogió al político por el hombro. El cuerpo parecía extrañamente muerto debajo de la bata.
—¡Despierte! ¡Despierte! —le dijo.
El policía acabó su mensaje y se reunió con él.
—La ambulancia estará aquí en cualquier momento —dijo—. Hagámosle caminar.
Le cogieron cada uno por un brazo e intentaron hacer caminar al hombre inconsciente. Kevin preguntó;
—¿Es esto lo que usted cree que hay que hacer?
—Espero que sea esto.
—Desearía haber estado más atento en mis clases de primeros auxilios.
—Yo también quisiera.
Kevin estaba ansioso por coger un teléfono. Ya veía el titular: YO LE SALVÉ LA VIDA AL SECRETARIO. No es que fuese un joven insensible, pero desde hacía mucho tiempo sabía que la historia que le haría famoso probablemente sería una tragedia para otra persona. Y ahora que había sucedido quería aprovecharlo antes de que se le escurriera entre los dedos. Deseó que la ambulancia se diese prisa.
Fitzpeterson no reaccionó al tratamiento del paseo. El policía dijo:
—Háblele. Cuéntele quién es usted.
Eso ya era acercarse a terreno peligroso. Kevin tragó saliva con fuerza y dijo:
—¡Tim, Tim! Soy yo.
—Dígale su nombre.
A Kevin le salvó la ambulancia. Gritó por encima del ruido de la sirena:
—Llevémosle al rellano.
Arrastraron el cuerpo inerte por la puerta hacia afuera. Mientras esperaban el ascensor, el policía volvió a poner la mano sobre el corazón de Fitzpeterson.
—Demonios, no puedo sentir nada —dijo.
Llegó el ascensor y salieron dos camilleros. El más viejo echó una mirada y dijo:
—¿Sobredosis?
—Sí —respondió el policía.
—Entonces nada de camillas, Bill. Tenle de pie. El policía le dijo entonces a Kevin:
—¿Quiere usted ir con él?
Era lo último que Kevin deseaba.
—Preferiría quedarme y llamar por teléfono —dijo.
Los enfermeros de la ambulancia estaban en el ascensor, sosteniendo a Fitzpeterson entre los dos.
—Nos vamos —dijo el de más edad, y apretó el botón. El policía sacó nuevamente la radio y Kevin volvió a entrar en el apartamento. El teléfono estaba sobre el escritorio, pero no quería que el policía le oyese. Quizás habría una extensión en el dormitorio.
Fue para allá. Había un «Trimphone» gris sobre un pequeño estante al lado de la cama. Marcó el número del Post.