Papel moneda (15 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Papel moneda
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—Copia, por favor… Aquí Kevin Han. El Secretario del Gobierno Tim Fitzpeterson ha sido trasladado hoy al hospital urgentemente después de haber intentado suicidarse, punto, párrafo.

»He descubierto el cuerpo comatoso del jefe supremo del Ministerio de la Energía para el petróleo después de haberme llamado él por teléfono, coma, histéricamente, coma, para comunicarme que le estaban haciendo chantaje, punto, párrafo. El Secretario… —Kevin se interrumpió.

—¿Estás ahí todavía? —preguntó el taquígrafo.

Kevin estaba silencioso. Acababa de ver la sangre en las sábanas que había junto a él y se sentía mareado.

17

¿Qué consigo yo con mi trabajo? Derek Hamilton se había estado haciendo esta pregunta toda la mañana mientras el efecto del medicamento se desvanecía y el dolor de su úlcera se hacía más agudo y más frecuente. Como aquel dolor, la pregunta surgía en momentos de tensión. Hamilton había empezado mal el día, en una reunión con el director contable que había propuesto un programa para reducir gastos que dejaba todo su plan reducido a la mitad. El plan no era bueno; incrementaría el movimiento del dinero pero acabaría con los beneficios. Hamilton, no obstante, no veía alternativa posible y el dilema le había enfurecido, y le había gritado al contable: «¡Le estoy pidiendo soluciones y usted me aconseja que cierre el jodido negocio!» Un comportamiento semejante con los directivos era absolutamente intolerable, ya lo sabía. Aquel hombre seguramente dimitiría, y no se le podría convencer de lo contrario. Después, su secretaria, una mujer casada, elegante y tranquila, que hablaba tres idiomas, le había molestado con una lista de trivialidades, y también a ella le había gritado. Siendo como era ella, probablemente la mujer pensaría que formaba parte de su trabajo aceptar aquel tipo de rudeza, pero eso no era una excusa, pensó Derek Hamilton.

Y cada vez que se maldecía, y maldecía a su personal y a su úlcera, acababa pensando: ¿qué estoy haciendo aquí?

Pensó en diversas respuestas posibles mientras el coche recorría la corta distancia que había entre su oficina y la de Nathaniel Fett. El dinero, como incentivo, no podía rechazarse tan fácilmente como él pretendía algunas veces. Era cierto que él y Ellen podían vivir confortablemente de su capital, o incluso de los intereses de su capital. Pero sus sueños iban más allá de una vida confortable. Un auténtico éxito en los negocios significaría un yate de un millón de libras y una villa en Cannes, y un embarcadero propio y la posibilidad de comprar los Picassos que le gustasen en vez de mirar solamente las reproducciones en libros satinados. Aquéllos eran sus sueños: o así habían sido. Probablemente era ya demasiado tarde. Hamilton Holdings no tendría unos beneficios sensacionales mientras él viviera.

En su juventud había deseado poder y prestigio, o así lo creía ahora. Había fracasado. No había prestigio alguno en ser el presidente de una empresa enferma, fuese cual fuese su importancia; y su poder no tenía valor alguno con las censuras de los contables.

No estaba seguro de lo que la gente quería decir al hablar de la satisfacción del trabajo. Era una expresión extraña, que sugería la imagen de un artesano construyendo una mesa con un trozo de madera, o un granjero conduciendo un rebaño de gordas ovejas al mercado. Los negocios no eran así: aunque uno consiguiera un éxito discreto, siempre había nuevas frustraciones. Y para Hamilton no había otra cosa que los negocios. Aunque lo hubiera querido, no tenía destreza para construir mesas o criar ganado, escribir libros de texto o diseñar bloques de oficinas.

Pensó en sus dos hijos. Ellen tenía razón: ninguno de ellos contaba con su herencia. Si les pidiera consejo, ellos le dirían seguramente: «Es vuestro dinero ¡gastadlo!» Sin embargo iba contra su instinto disponer del negocio que había enriquecido a su familia. Quizá, pensó, debería desobedecer a mi instinto ya que no me ha hecho feliz.

Por primera vez pensó en lo que haría si no tenía que ir a la oficina. No tenía ningún interés en la vida rural. Caminar hasta el pub tirando de un perro, como su vecino el coronel Quinton, aburriría a Hamilton. Los periódicos no tendrían interés alguno; ahora solamente leía las páginas de negocios y si él no tenía ningún negocio incluso ésas serían aburridas. Le gustaba cuidar de su jardín pero no podía imaginarse pasando todo el día arrancando malas hierbas y aplicando fertilizantes.

¿Qué era lo que solíamos hacer cuando éramos jóvenes? Le parecía, retrospectivamente, que Ellen y él habían dado grandes paseos en su dos plazas y algunas veces se encontraban con unos amigos para hacer una comida en el campo. ¿Por qué? ¿Por qué meterse en un coche, recorrer un largo camino, comer bocadillos y regresar a casa? Habían ido a espectáculos y restaurantes, pero eso por la noche. Sin embargo, parecía que siempre había habido un exceso de días libres que pasar juntos.

Bueno, quizás había llegado el momento en que él y Ellen tenían que redescubrirse mutuamente. Y un millón de libras compraría algunos de sus sueños. Podían comprar una villa, no en Cannes, quizá, pero sí en algún lugar del Sur. Podía comprar un yate lo bastante grande para recorrer el Mediterráneo y lo bastante pequeño para llevarlo el mismo. El embarcadero de propiedad estaba fuera de toda discusión, pero quedaría lo suficiente para comprar una o dos pinturas decentes.

Aquel individuo, Laski, estaba comprando un dolor de cabeza. Sin embargo, los dolores de cabeza parecían ser su especialidad. Hamilton sabía poco de ese hombre. No tenía antecedentes, ni educación, ni familia; pero tenía cerebro y dinero, y en tiempos difíciles esas cosas contaban más que la buena crianza. Posiblemente Laski y Hamilton Holdings eran merecedores el uno del otro.

Era algo raro lo que Hamilton le había dicho a Nathaniel Fett:

—Dígale a Laski que si le entrego la compañía al mediodía quiero tener el dinero en la mano a las doce.

Era una excentricidad pedir el dinero al contado como el propietario de una tienda de licores de Glasgow. Pero sabía por qué lo había hecho. La cuestión era dejar la decisión en otras manos: si Laski podía conseguir el dinero, se haría el trato; si no, no se haría. Incapaz de tomar una decisión, Hamilton había lanzado una moneda al aire.

De pronto deseó fervientemente que Laski pudiera conseguir el dinero. Derek Hamilton no deseaba volver jamás a la oficina.

El coche se detuvo delante de la oficina de Fett, y Hamilton salió.

18

Lo bueno de ser una tijereta, había descubierto Bertie Chieseman, era que uno podía hacer casi todo lo que quisiera mientras escuchaba la radio de la Policía. Y la tragedia, desde su punto de vista, era que no tenía ganas de hacer casi nada.

Esta mañana ya había barrido la alfombra —un proceso que consistía en levantar el polvo para dejarlo caer poco después—, mientras las ondas se llenaban de mensajes poco interesantes sobre el tráfico en Old Kent Road. También se había afeitado en el lavabo que había en un rincón, utilizando una maquinilla y agua caliente de Ascot; y había frito una loncha de tocino para desayunar en el fogón que tenía en la misma habitación. Comía muy poco.

Había llamado al Evening Post solamente una vez desde su primera información a las ocho en punto, avisándoles de que habían pedido una ambulancia para un bloque de pisos en Westminster. No se había mencionado el nombre del paciente, pero Bertie había supuesto, por la dirección, que posiblemente se trataría de alguien de importancia. Correspondía al periódico llamar por teléfono a la central de ambulancias y preguntar el nombre; y si la central conocía ese nombre, les darían la información. A menudo los enfermeros de las ambulancias no informaban a la central hasta que habían dejado al paciente en el hospital. Ocasionalmente, Bertie hablaba con los periodistas y siempre les preguntaba cómo utilizaban la información que él les daba y la convertían en noticias. Estaba muy informado sobre la mecánica del periodismo.

Aparte de aquello y del tráfico, solamente había habido casos de ratería, vandalismo menor, un par de accidentes, una pequeña manifestación en Downing Street y un misterio,

El misterio se había producido en East London, pero eso era todo lo que Bertie sabía. Había escuchado una alerta para todos los coches, pero el mensaje siguiente no había sido informativo: se pidió a todos los coches que buscasen una furgoneta azul con cierto número de matrícula. Podía haber sido robada con un cargamento de cigarrillos, o quizá la conducía alguien que la Policía quería interrogar, o podía haber participado en un robo. Habían utilizado la palabra «Obadiah»; Bertie desconocía el porqué. Inmediatamente después de la alerta, tres coches habían sido apartados de su patrulla normal para ir en busca de la furgoneta. Eso significaba muy poco.

Todo ese jaleo podía ser por nada; podía ser incluso por la fuga de la esposa de un inspector de la Patrulla Volante; Bertie sabía que eso ya había ocurrido antes. Por otra parte, podía tratarse de algo gordo. Estaba esperando más información.

La patrona subió mientras Bertie limpiaba su sartén con agua caliente y un trapo. Se secó las manos en el suéter y sacó el libro del alquiler. Mrs. Keeney, con delantal y rulos, contemplaba fijamente el equipo de radio, aunque lo veía todas las semanas.

Bertie le dio el dinero y ella firmó en el libro. Después le entregó una carta.

—No sé por qué no pone música agradable —dijo ella. Bertie sonrió. Nunca le había dicho el uso que daba a la radio, ya que no era legal escuchar la radio de la Policía. —No soy muy musical —le respondió.

Ella sacudió la cabeza resignadamente, y salió. Bertie abrió la carta. Era su cheque mensual del Evenig Post. Había tenido una buena racha: el cheque estaba extendido por quinientas libras. Bertie no pagaba impuestos. No sabía cómo gastar todo ese dinero. El trabajo le obligaba a vivir con bastante sencillez. Lo gastaba todo en pubs, y los domingos salía en su coche, su único lujo un «Ford Capri» nuevo y resplandeciente. Iba a todos los lugares, como un turista: había estado en la catedral de Canterbury, el castillo de Windsor, Beaulieu, St. Albans, Bath, Oxford; había visitado Safari parks, mansiones regias, antiguos monumentos, ciudades históricas, pistas de carreras y ferias con atracciones, todo con el mismo entusiasmo. Nunca había tenido mucho dinero en su vida. Había bastante para comprar todo lo que deseaba, y aún le quedaba un poco para ahorrar.

Puso el cheque en un cajón y acabó de limpiar la sartén. Mientras estaba guardándola se oyeron crujidos por la radio y un sexto sentido le aconsejó prestar atención.

—Eso es, un «Bedford» azul de seis ruedas. Alfa Charlie Londres dos cero tres madre. ¿Tiene qué? ¿Marcas especiales? Sí, si miras dentro verás algo muy poco corriente; seis grandes cajas de billetes de Banco usados.

Bertie frunció el entrecejo. El operador de la radio de la central estaba de broma, obviamente; pero lo que decía suponía que la furgoneta desaparecida llevaba una gran suma de dinero. Ese tipo de furgoneta no desaparecía accidentalmente. Debían haberla secuestrado.

Bertie se sentó a la mesa y cogió el teléfono.

19

Felix Laski y Nathaniel Fett se levantaron cuando Derek Hamilton entró en la habitación. Laski, el supuesto comprador, y Hamilton, el vendedor, se estrecharon brevemente las manos, como los boxeadores antes de una pelea. Laski se dio cuenta, sorprendido, de que él y Hamilton llevaban trajes idénticos: azul oscuro con rayas. Incluso tenían una chaqueta igual, cruzada, sin cortes. Pero el corpachón de Hamilton suprimía toda la elegancia del traje. Sobre él, el traje más bonito hubiera parecido un pedazo de tela alrededor de un montón de jalea. Laski sabía, sin mirarse al espejo, que su propio traje tenía el aspecto de ser mucho más caro.

Se dijo que no debía sentirse superior. Una actitud negativa podría arruinar el trato.

—Encantado de verle otra vez, Hamilton —dijo. Hamilton asintió.

—¿Cómo está usted, Mr. Laski? —La butaca crujió al sentarse.

Laski se fijó en el uso del «Mr.». Hamilton solamente utilizaría el apellido a secas con gente de su nivel.

Laski cruzó las piernas y esperó a que Fett, el agente de negocios, diera inicio al asunto. Estudiaba a Hamilton con el rabillo del ojo. El hombre quizá fue atractivo en su juventud, decidió: tenía la frente ancha, una nariz recta brillantes ojos azules. En ese momento parecía relajado con las manos entrelazadas en el regazo. Y Laski pensó: ya ha tomado una decisión.

—Para hacer un repaso —dijo Fett—, Derek posee quinientas diez mil acciones de «Hamilton Holdings, Limited», una compañía pública. Diversos accionistas poseen cuatrocientas noventa acciones, y no existen otras acciones no emitidas. Mr. Laski, usted está ofreciendo comprar esas quinientas diez mil acciones por la suma de un millón de libras, con la condición de que la venta lleve fecha de hoy y sea firmada a las doce.

—O que una carta de compromiso en esas condiciones lleve esa fecha y sea firmada.

—Así es.

Laski se distrajo mientras Fett continuaba con su relación de formalidades en voz monótona. Estaba pensando que probablemente Hamilton merecía perder a su esposa. Una mujer tan vivaz y tan sensual como Ellen tenía derecho a una vida amorosa llena de pasión: su marido no tenía ningún derecho a abandonarse y echarse a perder.

Aquí estoy yo, pensó, robándole la esposa a un hombre y quitándole el trabajo de toda su vida, y él todavía hace que me retuerza llamándome Míster.

—Tal como yo lo entiendo —estaba concluyendo Fett—, el trato puede llevarse a cabo como Mr. Laski ha señalado. Los documentos son satisfactorios. Solamente queda la cuestión importante de si Derek venderá, y en qué condiciones. —Se arrellanó en su asiento con el aire del que ha cumplido un rito.

Hamilton miró a Laski.

—¿Qué planes tiene usted para el grupo? —preguntó.

Laski reprimió un suspiro. No tenía objeto alguno cualquier interrogatorio. Tenía toda la libertad de contarle a Hamilton un montón de mentiras. Y eso fue lo que hizo.

—El primer paso será una gran inyección de capital —dijo—, Después, una mejora en los servicios de dirección, una sacudida a nivel superior en las compañías operadoras y algunas reformas en los sectores laborales más bajos.

—Nada estaba más lejos de la verdad, pero si Hamilton quería recorrer todo el procedimiento, Laski no iba a defraudarle.

—Ha escogido usted un momento crucial para hacer su oferta.

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