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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

Papeles en el viento (19 page)

BOOK: Papeles en el viento
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—Uno.

—El de 2002.

—El de 2002. El único. ¿Copas internacionales?

—Ninguna.

—Ninguna. Exacto.

—No entiendo a qué querés llegar, Mono.

—A mí me dejaron libre en 1989. El Rojo duró un poco más. Hasta el ’95. Después, una lágrima.

—Sigo sin entender…

—Que nos morimos los dos, Fernando. El Rojo y yo.

—…

—…

—Es una boludez lo que decís.

—Ninguna boludez.

—El Rojo no se va a morir. Y vos tampoco, Monito.

26

Llegan con tiempo, porque el Ruso insiste y porque la ruta está menos cargada de lo que habían supuesto. Está tan ansioso que casi arma un escándalo cuando se detienen en Saladillo a cargar gas natural comprimido.

—Vamos a llegar tarde, Fer.

—Estamos con tiempo de sobra, Ruso.

—En serio. Carguemos a la vuelta. Es la tercera vez que parás.

—Perdón, su señoría. Tengo un tubo chico que me rinde cien kilómetros. ¿Qué pretendés?

—Seguí un cacho a nafta, eso pretendo.

—Mirá, Ruso. Hoy es primero de mes y los docentes cobramos el quinto día hábil. ¿La nafta la pagás vos?

El Ruso farfulla alguna protesta, pero el argumento le resulta definitivo.

—Además… ¿desde cuándo ese ataque de puntualidad, Ruso?

—Ningún ataque, ¿por?

Lo mira con tal expresión de inocencia que Fernando sabe de inmediato que le está ocultando algo. Nunca ha sido bueno para esconder secretos. Por algo cuando jugaban al truco los cuatro el único que aceptaba formar pareja con él era el Mono. Toda la vida. Entran al pueblo, estacionan cerca de la cancha y se ubican al tope de la grada para tener algo de ángulo. Al Ruso le llama la atención la destreza de Fernando para aprestar el equipo de filmación y se lo dice.

—Y qué querés. Después de quince partidos, si no aprendí a filmar me tengo que pegar un tiro. Pero sigo sin entender para qué querés que filme. Ya te dije que al final eso también se fue al carajo.

El Ruso le hace señas de que mire el campo de juego. Están saliendo los equipos y Pittilanga viene en la hilera de los suyos.

—Menos mal —dice Fernando—. El año pasado una vuelta me fui hasta Trenque Lauquen y resulta que Pittilanga se había lesionado en la semana previa y yo no sabía nada.

—Me contaste.

—Mil doscientos kilómetros al pedo. Y a la vuelta llovía a baldazos.

—Sí, me contaste.

—Pues te lo voy a contar de vuelta y vos vas a poner cara de qué barbaridad, pobre Fernandito.

—Qué barbaridad, pobre Fernandito.

Pittilanga mira hacia la tribuna, desde la que una decena de hinchas locales lo insulta sin énfasis. Alza un brazo y saluda hacia donde están ellos situados. Fernando se sorprende porque el pibe es bruto como un arado y jamás le ha visto un gesto como ese.

Cuando los jugadores se acomodan para comenzar, Pittilanga, que ha estado probando a su arquero con algunos disparos sencillos, en lugar de trotar hacia el mediocampo se ubica cerca de su arquero, como defensor central.

—¿Qué pasa con este boludo? ¿Lo viste, Ruso?

—Ajá.

—¿Pero cómo puede ser? ¿Me querés decir qué carajo intenta hacer?

—Aguantá, Fernando.

Fernando nota que no hay sorpresa en su voz, ni inquietud, ni alarma. Por acá viene el misterio que el Ruso se trae entre manos.

—No te puedo creer, Ruso. Vos sabías de esto.

—Ajá.

—Estamos perdidos. Es un desastre. No puede ser… —Fernando se siente confuso, mareado—. ¿Cómo te enteraste? ¿Cuándo fue? ¿Quién lo decidió? —se pone repentinamente de pie—. Me voy a hablar con el técnico.

—Dejate de joder, Fernando. Sentate y esperá.

El partido arranca como un calco de todos los que han visto. Un campo de juego lleno de pozos como cráteres, la pelota viboreando en itinerarios impredecibles, todos de punta y para arriba, a la carga Barracas, un atentado al buen gusto. Lo nuevo, lo distinto, lo inquietante, es verlo a Pittilanga parado de último hombre, apenas a la salida de su área. Después de unos minutos de maraña intrascendente en el mediocampo, los locales meten un pelotazo en profundidad para el centrodelantero. Es petiso y ligero, y Fernando sabe que Pittilanga será incapaz, con su lentitud, con su corpachón de oso, de equiparar la velocidad del atacante. Cuando el delantero domina la pelota de espaldas al arco, Pittilanga le mete una tranca homicida que lo hacha a la altura de las pantorrillas.

—Mirá el tiro libre que acaba de regalarles el animal este —comenta Fernando en un murmullo, porque tampoco es cuestión de hacerles notar a sus vecinos de tribuna que simpatizan con los visitantes.

—Ajá —es toda la respuesta.

Fernando lo mira a Bermúdez, que observa el partido de brazos cruzados junto a la línea del lateral. No le ha hecho reproches a su novel defensor ni da mayores señales de alarma.

—¿Bermúdez sabe de esto?

—Ajá.

—¡¿Te vas a pasar toda la puta tarde diciéndome “ajá”, pedazo de boludo?!

—Esperá —dice el Ruso, absorto en el juego, mientras se muerde una uña.

Por fortuna el tiro libre sale apenas por encima del travesaño, y Pittilanga se aleja de su área como todos los demás. Pero como los locales tienen un poco más de equipo, o al menos de ambiciones, cada vez atacan con más gente. Presidente Mitre se refugia cada vez más cerca de su arquero. Pero a diferencia de los dieciséis partidos que Fernando lleva vistos hasta entonces, el tiempo pasa sin que a Mitre le conviertan goles. Y aunque le cueste reconocerlo, el responsable principal del empate no es otro que Mario Juan Bautista Pittilanga. Porque después de esa torpeza infantil que le ha costado la tarjeta amarilla al minuto cinco del primer tiempo, ha encontrado poco a poco su sitio en la defensa y en la cancha, les ha tomado el tiempo a los pelotazos y a las gambetas de los delanteros, y se ha cansado de cortar avances.

Es, por supuesto, el mismo armatoste rudimentario que Fernando conoce de memoria y, por lo tanto, incapaz de poner unpase con criterio a los mediocampistas. Pero no le hace falta, porque sus compañeros de zaga se habitúan pronto a dejarle a él el trabajo sucio de ir al piso y cortar los ataques y las aproximaciones, y a auxiliarlo en la tarea posterior de alejar el balón del área. Asombrado, Fernando advierte que el arquero lo aplaude de tanto en tanto, y que sus compañeros le dedican, al pasar, palabras de aliento. Fernando se da vuelta hacia su amigo.

—¿Cómo sabías de esto?

El Ruso hace señas de que no lo distraiga y le señala la filmadora que Fernando, en su perplejidad, no ha puesto en marcha.

—Vos filmá, que el Ruso se ocupa de todo lo demás.

—¿Me vas a contar cómo fue?

El Ruso sigue mirando el partido.

—Te la hago corta —concede, como después de una larga introspección—. Hablé con él y me costó. Mil cosas, le dije. Pero… ¿sabés con qué argumento lo convencí?

—¿Con cuál?

—Con el de las bisagras de una puerta.

—¿Qué?

—¿Vos tampoco lo entendés? Que jugar al fútbol de defensor o de atacante es como manipular una puerta en sus bisagras.

—No entiendo un carajo.

—Por eso yo soy empresario y vos sos un vulgar docente, pendejo.

—Te digo en serio.

—¿Vos probaste de sacar alguna vez una puerta de las bisagras?

—Sí, más bien.

—Bueno: ¿y probaste de volver a ponerla?

—Sí.

—¿Y no te dio cincuenta veces más laburo encajarla en las tres bisagras que sacarla de las tres bisagras? —el Ruso hace una pausa—. Bueno: con el fútbol es lo mismo. Como defensor, sacás la puerta. Como delantero, tenés que estar poniendo la puerta.

Fernando revisa que el foco de la filmadora sea el correcto y chequea el nivel de batería.

—¿Sabés una cosa, Ruso?

—Qué.

—A veces no sé si sos un genio que tiene larguísimas lagunas de pelotudez o un pelotudo que tiene mínimos chispazos de genio.

El Ruso se vuelve a mirarlo.

—¿Y no existe la posibilidad de que sea un genio a secas?

Fernando sonríe. Le dan ganas de abrazarlo, de decirle todo lo que lo quiere. Pero no tiene la menor intención de hacerlo.

—No, Ruso.

—Qué feo que tengas esa opinión de mí.

Terapias alternativas I

—Yo no creo en esas cosas, Mono, pero… yo qué sé… al fin de cuentas, ¿qué perdés?

—A ver si entendí, Rusito. Vos decís que te dijo tu mujer que su tía Beba se hizo ver por un manosanta.

—No, pará. Yo no dije “manosanta”. Un tipo que vos vas y te cura… de verte, de tocarte…

—Bueno, boludo. Un manosanta.

—Manosanta suena al sketch del Negro Olmedo, Mono.

—Bueno, a ver, perdón que me meta, pero se están yendo por las ramas. No importa cómo se llame. Pónganle el nombre que quieran.

—Bueno, Mauricio. Un “sanador”. ¿Ahí te gusta? Un sanador que atiende en Florencio Varela y le sacó un tumor del ovario.

—Pará, Monito. No se lo sacó, así, como si fuera una operación.

—Bueno, Ruso, ¿cómo lo dirías? Se lo extirpó… se lo…

—No se lo extirpó, boludo. Justamente. La mina tenía el tumor y se tenía que operar, y como le daba cagazo lo fue a ver a este y a la semana ya no tenía dolores.

—Ya me lo dijiste, Ruso…

—Y cuando se hizo los estudios de nuevo, para el prequirúrgico, el tumor no lo tenía.

—Nada. Cero. La tipa estaba sana.

—…

—…

27

—Sí, Mauricio, dos cosas: Sabino me dijo que le corrieron vista como querellante en la causa de Muñoz, y que quiere ver algunos puntos con vos.

—De acuerdo, Sole, que venga cuando quiera.

—Esperá, esperá. Porque lo otro es que lo tengo a tu amigo Fernando en el pasillo, que quiere hablar con vos.

—Ah… ¿no lo hiciste pasar?

—Tenía miedo de que necesitaras decirle que no estabas, como la vez pasada. Si lo hago pasar acá, te iba a escuchar. Disculpá, no…

—No, no, Sole, no te preocupés. Hiciste bien. Dame un toque…

Mauricio se toma un minuto para recapitular. Se vieron por última vez hace un mes, en lo del Ruso, por el cumpleaños. Todo tranquilo, frío pero tranquilo. Encuentra la solución.

—Hagamos así: a Fernando hacelo pasar, y a Sabino mandámelo en media hora, así puedo cortar la entrevista con Fernando.

—Perfecto. Ya lo hago.

Mientras cuelga, Mauricio piensa en lo bien que hizo en mantener a Soledad como asistente. Su primer impulso, cuando saltó todo por el aire, fue desprenderse de ella. Con todo el dolor del alma, pero desprenderse. Pero lo pensó mejor, y lo conversó con la chica. Trabajaban bien, se entendían. Ella estuvo de acuerdo. Y en los meses transcurridos todo ha funcionado sobre rieles. Ni reclamos ni escenitas.

Se abre la puerta y entra Fernando, vestido como para ir a la cancha: vaqueros gastados, chomba deslucida, zapatillas de lona. ¿Con ese atuendo va a dar clases en las escuelas? Se acuerda de sus profesores en el San José. Otra época, seguro, pero qué distinto. Mauricio se incorpora, se abrazan y se palmean.

—¿Qué decís, Fer?

—Bien, todo bien. ¿Y vos?

—Todo en orden. Laburando. ¿Hoy no tenés escuela?

—Los viernes termino a mediodía. Así que ya empiezo mi fin de semana. Ventajas de la docencia, que le dicen. Una pobreza apenas digna, pero que incluye el descanso.

—Dale, pobreza. ¿Cómo anda todo?

Fernando revolea los ojos y hace un ademán vago, sin dar a entender nada concreto.

—No sé si estás al tanto de las novedades de Pittilanga —arranca Fernando.

—Algo me contó el Ruso, el otro día. Estaba superentusiasmado con algo de un cambio de posición en la cancha. Mucha bola no le di, te digo la verdad. Vos viste cómo es el Ruso y sus entusiasmos…

—Sí, es verdad. Pero en este caso hay que darle la derecha. Al Ruso, digo.

—¿No digas?

Fernando resume los últimos acontecimientos. Los viajes del Ruso a Santiago del Estero, sus conversaciones con el malogrado
crack
y con el director técnico, los resultados del experimento.

—No te digo que es Beckenbauer pero se defiende el tipo —termina Fernando.

—La verdad que me dejás sorprendidísimo. Contento, pero sorprendido. Yo, la verdad, ni me imaginé.

—Yo tampoco, te juro. Pero la cosa parece que camina.

La conversación se desliza como esos patines de franela que a Mauricio lo obligaban a usar, de chico, para no marcar el parquet encerado de la casa de su abuela. ¿Cómo seguir? ¿Escuchando o preguntando?

—A vos te parece que ahora se lo podrá vender, en una de esas…

—Esperemos que sí. El cambio de posición fue hace seis partidos. Con el Ruso nos estamos turnando y los filmamos todos. El primer año lo hacía yo solo, pero ahora que me ayuda el Ruso es mucho más liviano.

—Sí, te entiendo. Yo lo que pasa es que con el laburo, mi jermu…

—No, no, no te digo nada.

¿Demasiado bueno para ser verdad? Fernando no le echa culpas y parece sincero. Mauricio se pregunta si las cosas están bien o, como en esas películas de terror que le gustan a Mariel, todo parece bien hasta que de repente atacan los vampiros o aparece un loco enmascarado con una motosierra.

—A lo que voy —sigue Fernando— es a que el embale del Ruso nos vino bárbaro. Como está orgullosísimo de su pálpito se ofrece a ir todo el tiempo. Yo lo tengo a raya porque si no Mónica lo va a cagar a tiros.

—Eso sigue complicado…

—Y, vos viste cómo es el Ruso. El asunto es que tenemos los seis partidos. Bueno, en realidad cinco porque hace dos semanas, en General Pico, Pittilanga tuvo una tardecita que mama mía. Para el olvido o el suicidio. Ese lo descartamos.

Mauricio sonríe, mientras se muerde las palabras que le vienen a la boca: “¿Se fueron hasta General Pico, par de locos?”. Se detiene a tiempo. ¿Para qué exponerse? ¿Para qué situarlos en el papel de héroes? Si, total, ellos ya se ponen ahí sin ayuda. Sobre todo Fernando. Pero de todos modos se siente incómodo. Una indefinible ansiedad, una especie de tristeza. ¿Culpa? Representarse a esos dos boludos viajando por medio país para filmar los partidos de ese pibe. Y lo peor no es que lo hacen. A juzgar por la cara de satisfacción de Fernando, están chochos de hacerlo.

—Bueno. ¿Y ahora? —pregunta Mauricio, como para salir de ahí, para desligarse de esa mochila que, pensándolo bien, no tiene por qué cargar.

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