—¿Y qué piensas hacer con la campana de oro? —me preguntó el Rodri.
—Muchas cosas —dije, y me tamborileaban las ideas lujurientas—. Tengo que hacer un plan con el Pellín…
—Y con nosotros —dijo el Cote—. Porque la campana será de la banda.
—Será, si logramos sacarla del río. No es fácil.
—¿Cómo sabes que no es fácil? —preguntó el Japo.
—Porque si fuera fácil la habría sacado otro —dije yo.
—¿Y cómo sabemos si está ahí todavía? —preguntó el Sedri.
—Porque con mis propias orejas la oí sonar —contesté.
El Pellín decía «sí» con su cabeza y sonreía con más dientes que nunca. Ya se le había pasado el susto del Huecuvi (diablo, en mapuche) y estaba otra vez contento.
El cielo se había nublado y lo que pasaba es que se estaba haciendo la noche. No sé por qué la noche trae el mal pensamiento de comer y es como terrible cuando uno ni tiene la mayor idea de dónde encontrar comida.
—¡Chitas que tengo hambre! —dijo el Rodri y todos suspiraron sobándose el cinturón.
No sé si el Pellín entendió o adivinó, la cosa es que empezó a hacer gestos para que lo siguiéramos. Y nos llevó por un caminito chirimoya, que bajaba y subía, resbalaba, hacía dar unos saltos, trepar bastante y frenar a todo chorro cuesta abajo…
Y así llegamos a un bosquecito donde había una ruca hecha de barro y ramas con techo de totora bien chascona. Desde lejos se venía acercando un olorcito de humo retorcido con algo que podría ser pan amasado.
—¿Tu casa? ¿Tu mamá? —le pregunté al Pellín, cuando vi una viejecita india muy chora que esperaba en la puerta.
—Yo no tener Ñuque ni Chao —dijo el Pellín, y le entendí que eso era mamá y papá—. Ella mi Chuchu, yo su Tutu.
—¡Claro! Tu Güeli y tú su nieto —me expliqué para que oyéramos todos.
Esta viejita no tenía nada que ver con la hechicera bruja ambiciosa del Bartolo. Se parecía al Pellín y tenía dientes con sonrisa y todo.
Entramos, y mientras la Chuchu sacaba unas tortillas calentitas del horno, el Pellín se afanaba haciendo hueco en el suelo para que todos entráramos.
—Chali, chali —decía la dueña de casa pasando las tortillas tan calientes que nos quemaban las manos y teníamos que tirarlas al aire para enfriarlas un poco. Pero las devoramos calentitas, mientras el Pellín hablaba a toda vela en su idioma que no alcanzaba a entender. Apenas terminaba yo una tortilla, tenía otra en la mano, haciéndola saltar…
Entre el nieto y su güeli nos acomodaron un rincón blandito de hojas secas y los dos se arreglaron en otro, ahí cerquita. El horno se había ido apagando poco a poco y la oscuridad se iba poniendo tremenda con el sueño…
Es difícil dormirse cuando uno está cansado, pero es más difícil despertar al otro día.
Yo sentía entre sueños la cuestión musical de la campana de oro allá en el río, llamando para que la fueran a buscar. Dos veces desperté con el tañido de oro que lo ahogaban los ronquidos de la banda dormida.
Hasta que por fin la voz de la campana repercutió tan fuerte que hizo salir el sol y la noche se hizo día de un garrotazo. Yo salté del rincón y desperté a los roncadores, que aseguraban que la oían sonar y aun dormidos sentían su llamado.
Las abuelitas mapuches no tienen mañas como las de ciudad y ni se acuerdan de esas reglas de lavarse cara y dientes. Yo creo que por eso tienen dientes tan blancos y parejos. Al levantarse, la única obligación es recoger ramitas para el horno. Uno aprende a tostar harina y hacer ulpo, que es rico y llenador. La Chuchu nos dio también unas abejas revueltas con su miel.
Resulta que como soy jefe, aquí me llamo lonco.
Desde que soy el lonco de la banda Paillaco, me he puesto más rabioso, mandón y abusador, porque dan ganas de ver hasta dónde le obedecen a uno. Los obligo a recoger varillas y espinas para hacer cañas con anzuelo y a seguirme. El Pellín nos llevó hasta la orilla de Tornagaleones y pescamos cauques p'al mundo. Teníamos que engarfiarlos y, como eran pesados, los arrastramos hasta el rancho de la Chuchu. Quedaron descamaditos, listos para el almuerzo. La Chuchu los ahumó un rato y resultaron caballos. Los que sobraron los puso a secar para hacer algo como un charqui de pescado.
Total, con esto de comer y comer casi se nos olvida el negocio de la campana del río.
—Dejémosla para mañana —dijo el Negro.
—Vamos al castillo a buscar piedras preciosas —dijo el Cote.
—La campana para el último porque es tan pesada —dijo el Andi.
Estando llenos se creían la muerte y ni me hacían caso.
—¡Aquí mando yo! —chillé a todo riñón.
—¡No seái tarao! —dijo alguien y al tiro le di un puñete. Un lonco tiene que hacerse obedecer.
Pero junto con dispararlo, me llegó uno a mí. Alguien le pegó al rebelde y otro a éste. Y se armó la pelea entre los fieles y los infieles y quedó la tendalada. Pellín puramente miraba y el Bartolo y el Caupo se hicieron bien a un lado para que los caídos no los reventaran.
Como nadie ganó se partió en dos la banda: una la de ellos y otra la mía. La de los siete Pumas ahora era de puros tres, y los desgraciados ni sabían dónde encontré las piedras y menos dónde estaría la famosa campana.
Nos separamos furiondos y, para que ellos no nos siguieran, los fuimos despistando y despistando hasta que nos perdimos definitivamente.
Envueltos en ramas nos venían siguiendo los muy mamertos tres pumas, y cuando vieron que nos tiramos al suelo de lo puro cansados, se acercaron reverenciosamente haciéndonos la pata. No les convenía estar peleados si el Pellín era de mi banda, así que decidieron ponerse bien. Yo me aburrí de ser lonco, porque es harto cargante manduquear todo el rato.
Así que nos sentamos a descansar y planear el asunto de la campana.
—Lo primero que hay que hacer es bucear… —dijo Andi Panda.
—¿Tai loco? Con el tremendo río… Hay que ubicar la campana.
—Podríamos conseguir un helicóptero para verla —dijo el Japo.
—¡Claro! Con el montón que hay en esta isla. ¡Elígete uno! —rió el Negro.
—Ubicarla es la cosa —dije yo—, después bucear. Hay que hacerla sonar, pero de día…
—¿Y cómo? —Le preguntó el Sedri a Pellín—. ¿Sabrá Chuchu cómo sonarla?
Pero Pellín mostró sus dientes sonrisosos. Nadie daba solución, así que fui a un lado para poder pensar. Había que tomar en cuenta lo que es una campana de las antiguas, de esas que sonaban para los incendios, según dicen. Era todo el oro que habían juntado los españoles y lo hicieron campana, quizás para despistar. Había que pensar que sería pesada y que si los indios la echaron al río, tiene que haber sido desde una loma de la isla, haciéndola rodar. No quise pensar más. Con estos datos ya podíamos ubicarla.
—Hagamos una gran fogata —dije–; las campanas de antes se largaban a sonar con un incendio.
A todos nos pareció chora la idea. Buscamos una lomita con bajada al río, juntamos hartas ramas y Pellín hizo fuego con sus famosas piedrecillas que siempre anda trayendo.
La fogata prendió choriflái, con hartas llamaradas, crujidera de palos y más humo que un volcán. Allá lejos se oyó sonar la campana…
Y vamos apagando el fuego, que no es fácil en una isla sin mangueras. Hasta que por fin con piedras, ramas verdes y puñados de tierra, se apagó la cuestión.
—¡Allá oí yo el tañido! —dijo el Negro.
—¿Tañido?
—Yo la oí sonar por acá —dijo otro.
—Que aquí —Que acá —Que en esa punta —Que en ésta…
El Bartolo estiró su cogote y se paró en la cola. No le gustan las peleas y cuando lo vimos tan furiondo, nos quedamos paralelos. Creo que estaba trasmitiendo un mensaje y la cosa era entender lo que él quería decir.
Cuando se me enroscó en el cogote, le hice cariño y poco a poco se fue tranquilizando, hasta que de pronto saltó al suelo y partió todo ondulóse por un caminito que él mismo iba abriendo entre las ramas y bosques. Calladitos y obedientes, lo seguimos todos los Panguipullis con Pellín.
El Bartolo brillaba sulfuroso, lleno de anillos y flores hippies de colores bien locos, tornasoles, electrónicos, marcianos. No se podía perder entre la hierba siempre verde; alumbraba el camino como si el sol se le hubiera metido dentro. Nos llevaba por sendas desconocidas.
Y cuando menos pensamos, todo eso verde y castaño se convirtió en arena y en playita, una playa cualquiera con su río o su mar, pero harta agua con olitas y todo.
El Bartolo cruzó la playa y se disparó al agua como quien llega a su cama. ¿Estaba loco que íbamos a seguirlo así no más? Las olas de la orilla se iban engordando a medida que el sol bajaba… Y se ponían rojas y rugientes, con verdadera rabia.
Desde la misma orilla nos miraba el Bartolo como enojado de que no lo siguiéramos. Se había puesto pálido de rabia de culebro y no brillaba genial, sino descolorido y arenoso y dormilón.
Me acerqué a él para animarlo y me pilló una ola que me tiró rodando mar adentro, abrazado al Bartolo. Pero la misma ola nos devolvió después como si fuéramos basura. ¿Estaría defendiendo a la campana?
Nos revolcamos para secarnos los dos y rodando y rodando vi entre mis pestañas revueltas de arena, una red, una lona y un bote tumbado cerca.
Corrimos hacia él y nos metimos al bote, felices de haberlo descubierto.
Pero de dentro salió una voz y un hombre.
—¿Es un asalto? —preguntó con voz ronca.
—Nooooo —dijimos en coro retrocediendo.
—¿Qué buscan por aquí?
Era un hombre barbón con hartos lunares, el pecho pintado con un ancla azul y una lolita fea con cola de sirena. Sus pantalones casi se le caían, mostrando un ombligo tan hondo como la cueva del castillo.
—Buscamos la campana de oro —dijo el Japo.
Rió y su nariz se agrandó con hartos hoyitos negros. Se rascó la cabeza y el cogote y se atajó la risa con la mano.
—Esa campana ha matado más gente que una guerra —dijo con carraspera.
—¿Cómo los mata? —preguntó el Cote asustado.
—Se los traga golosa, con harta agua —y largó otra carcajada que no acababa nunca. Al Bartolo le cayó mal su risa y le sacó la lengua. Al verlo se puso serio el gallo. Dio un paso atrás y se quedó sentado en un canasto lleno de algo un poco desconocido. Era una cosa entre tiras, güiras y porquerías con un olor muy raro. El canasto había rodado con él dentro del bote tan enredado en las malditas cuestiones, que parecía un pulpo gigante.
Mientras más trataba de zafarse, más se enredaba y se iba poniendo rojo.
Los pelos de su barba parecían de alambre embravecido.
Los dos con el Negro quisimos ayudarlo a desenredarse, pero fue fatal. Cortó las güiras y fue tirándolas lejos. Se levantó y le dio una gran patada el pobre canasto.
—¿Son culebras secas? —preguntó el Andi Panda. Con la pregunta estúpida del Andi, se le pasó la rabia.
—¡No! —dijo—. Son piuris. ¿No han comido nunca piuris? —preguntó.
Todos dijimos que no, menos el Pellín. El pescador le cerró un ojo, escarbó al fondo del bote y sacó una olla con un guiso.
—¡Pruébenlos! —dijo y más parecía una orden.
Nos miramos. Esa cerrada de ojo al Pellín nos daba desconfianza. Pero para no parecer cobardes, los probamos. Y nos gustaron. Probando más iban siendo más ricos y ese olor, que antes parecía raro, resultaba del uno. Él se sentó a comer con nosotros y se puso conversoso.
—Cuando yo era un cabro como Uds., me vine de mi tierra en busca de la maldita campana… —dijo mirando al río—. Dejé mi casa y la escuela y pasé muchos meses remando río arriba y río abajo. Las noches que oí sonar la campana, no se pueden contar. Ella me llamaba. Éramos cuatro los cabros que la íbamos a sacar del agua. Teníamos cordeles, cadenas, chuzos y hasta dos anclas para poder engancharla… Salimos una noche en que había luna y se veía claro como de día. El tañido de la campana también sonó clarito. Tan clarito y tan cerca que estábamos seguros de estar encima de ella. Echamos las cadenas con el ancla para sacarla y empezamos a remar en forma de remolino para no alejarnos y para enredarla bien. La campana de pronto se quedó calladita. Ni un sonido. Era seña que la habíamos encadenado… Pero en cambio las aguas se encresparon siguiendo el remolino y ahora era el bote el que no podía parar de dar vueltas y vueltas. Parecía una hélice de avión… Un compañero perdió el equilibrio y cayó al río. Tratamos de cogerlo, pero se lo tragó el remolino. Y al tragarlo sonó otra vez la campana. Las olas se aquietaron y el remolino también. Creíamos que había tiempo de salvar al amigo y nos sorteamos para tirarnos dos y otro guardar el bote y recogernos. A mí me cayó en suerte ser botero. Los otros se tiraron y nunca más aparecieron.
Una nube grande oscureció la luna y sonó la campana tristemente. Desde entonces, días y noches he buscado a los amigos náufragos. Nunca volví a mi casa; no quería volver sin ellos. Y así pasaron los años… Soy pescador solitario, y cada vez que encuentro un aventurero que quiere ir a buscar la maldita campana, yo le cuento mi historia y le salvo la vida. ¿Se las salvé a Uds.?
Nos quedamos callados. Pensamos mucho rato, aunque no tanto, porque total, ¿para qué servía una campana de oro?