—Oiga, bruja —dijo el Cote—, éstos son otros tiempos y no hay hadas ni príncipes encantados, ni patillas. Ni siquiera el Bartolo le cree sus promesas.
Ella no le hizo caso; seguía aterrada mirando al Bartolo y poniéndose cada vez más verde. Ya no se atrevía a hablarle.
Pasaba el tiempo y los siete apiñados sujetábamos al Caupolicán que gruñía sulfuroso. La adivina tenía ahora los pelos tan parados, que topaban el techo de su rancho. Sus manos tilimbreaban electrónicamente haciendo castañear sus uñas. Los pelos de su nariz asomaban como balas encañonadas. Era algo folclórico, pero daba como pena la pobre vieja estupidizada.
Hice una carraspera y le dije rotundamente:
—Ya ve UD. que Bartolo no la quiere, ni tampoco le cree. Así que mejor nos vamos…
Junto con decir esto Bartolo saltó a embutirse en la trompeta y Japo abrió la puerta del rancho. Todos se atropellaron en salir, Caupolicán el primero; Sedri y yo nos quedamos atrás para dar las gracias por el rico causeo.
Los pelos de la bruja se había bajado de golpe y sus manos se afirmaron en sus rodillas.
—Todo esto lo sabía yo de antes —dijo tristonamente— como también sé lo que les espera a Uds. allá afuera…
Ya estaba otra vez tentándonos para seguir negociando.
—No queremos saber lo que nos espera, preferimos la sorpresa —dijo el Negro y nos fuimos.
Había parado de llover y un sol de último minuto tiraba rayos rojos haciendo más verdes las hojas, más brillantes las gotas de agua limpia.
—Ahora no es problema orientarnos —dijo el Negro—. No hace falta la brújula porque sabemos que el sol se hunde en el mar. ¡Ese es el Oeste!
— ¿Y qué sacamos con que sea el Oeste? —dijo el Japo.
—Bueno, al otro lado está el Este —dijo Andi Panda.
—Y aquí el Sur y allá el Norte —dijo otro abriendo los brazos y creyéndose brújula.
— ¿Y qué sacamos con eso si no sabemos a dónde queremos ir? —dije yo—. Total, no sabemos ni de dónde venimos…
—Lo único importante es no llegar a las casas rodantes —dijo el Rodri—. No quiero ver nunca más a esa gente.
Y ahí empezó la discusión: que veníamos de aquí, que no, veníamos de acá. Que si caminamos por ahí, nos topamos con el circo… Y dale y dale, todos poniéndose sulfurosos y rabiosos. También teníamos hambre, creo, porque cuando el Andi descubrió unas frutitas, nos largamos a devorarlas y hasta se nos pasó el mal genio. Eran frutas desconocidas y chirimoyas. Comíamos haciendo carrera a ver quién comía más. Ni Bartolo ni Caupolicán las quisieron probar…
Por fin, ya sin hambre y con el último rayo de sol, largamos a Caupolicán para que nos sirviera de guía. Partió como un cohete ruso y apenitas lo podíamos seguir. Japo se iba quedando atrás y al poco rato el Andi y el Cote. Pero los demás seguíamos corriendo tras la pumita. Desde muy lejos se me venía anunciando un dolor conocido, de esos que llaman retortijón, pero no le hice caso. Me di cuenta que era yo el único que seguía corriendo. Atrás se había quedado el Rodri, el Sedri y hasta el Negro. Se divisaban echados en el suelo revolcándose. Yo también me eché al suelo, porque tenía como cuchillos en las tripas. Arrastrándonos nos juntamos todos, y allá lejos Caupolicán se detuvo cuando vio que el jueguito no seguía.
—¡Estamos embrujados! —lloriqueó el Japo poniendo blanco los ojos.
—¡Envenenados! —dijo Cote revolcándose y sobándose la camisa.
—¡Las frutas malditas! —gritó Rodri, rodando por el suelo.
—Hay que vomitar —dijo el Negro—. No me quiero morir y también es tremendo morir envenenado… ay… ay… ay…
—Yo fui el que más comí —¡huac! —el Sedri disparó su vómito como un manguerazo, saltando al pelotón que se revolcaba y sin tocarnos. Puso caras atroces, pero al poquito rato sonreía.
Lo mirábamos con envidia. ¡Si hubiéramos comido tanto como él! Pero no había caso. Dolor y más dolor. Tratamos de vomitar haciendo arcadas, hasta que al Sedri, que se sentía superman, se le ocurrió meternos una hojita de helecho en la garganta bien adentro y revolverla. ¡¡Huac!! A uno por uno nos curó y quedamos como nuevos. El cochino de Caupolicán olfateaba la cosa casi como tentado a comer… El pobrecito también tenía hambre. Habría que preocuparse, porque es carnívoro y no hay carnicerías en las selvas del sur. Ya se notaba más flaco desde ayer.
Oscurecía, pero poquito a poco. Volvimos a largar al hambriento pumita para que nos guiara a su supermercado o restaurante o lo que fuera donde le gustaba comer, y lo seguimos. Bartolo se había devorado lo suyo mientras nosotros estuvimos envenenados y se enroscaba y desenroscaba jubiloso de mi cogote a la trompeta y viceversa.
Caupolicán había acortado el paso, olfateaba y olfateaba, arrastrando la nariz entre hojas y ramas. Aquí se detenía un rato y revolvía; más allá enterraba su hociquito y casi desaparecía tras él.
—A lo mejor nos lleva a su guarida —dije— y si su familia es grande…
La idea nos paró los pelos. Valor no nos faltaba, pero… ¿cómo íbamos a defendernos de miles de pumas, algunos de ellos furiosos, creyendo que les habíamos robado a su hijo único?
Retrocedimos un poco. La noche quería venirse encima, y además, ¿dónde íbamos a arrancar y escondernos si saltaban los pumas parientes de Caupolicán?
De pronto la pumita se aferró de una rama y trepó hasta perderse.
Dimos pasos atrás, algunos, pero no muchos, y esperamos…
Entretanto, planeábamos mil cosas para defendernos del asalto de fieras enrabiadas.
Crujió en esto una rama y nos corrió un tilimbre por piernas y espinazo.
Había saltado al suelo el Caupolicán y se acercaba, gordo, rechoncho, contento y satisfecho, relamiéndose feliz de su tremendo almuerzo.
¿Qué había comido arriba de ese árbol? ¿Qué animal sería su plato favorito que tan bien lo ubicó, lo comió y lo saboreó? Nos daba terror pensar lo que habría sentido el que estaba ahora en las tripas del leoncito chileno…
Pero era un gran misterio. Y sería un misterio quizás siempre.
Caupolicán nos miraba desde el suelo y parecía decirnos:
— ¡Ya estoy listo! ¿Ahora qué?
Japo lo tomó en brazos y seguimos caminando por nuestra propia senda que era menos difícil que la de Caupolicán.
La oscuridad crecía y empezaban a oírse esos crujidos misteriosos de la noche, esos silbidos anónimos, esos suspiros lejanos.
Decidimos cantar para espantar los malos pensamientos y con la canción de Yungay a grito pelado se hizo más ligero el camino y más seguro llegar a alguna parte.
Y justo, no muy lejos, apareció una luz…
Era una luz musicóloga y tremenda, sulfurosa y alfombrillenta que hacía picar el cuerpo todo entero, aun desde lejos…
Paramos un momento; creo que algunos tenían como miedo, era tan raro el asunto en plena selva…
—Hay dos alternativas —dije a los Pumas—. O avanzamos o arrancamos…
No se oyó contestación, porque la música era cada vez más fuerte.
Caupolicán saltó de los brazos de Japo y avanzó hacia la luz. Bartolo alargó su cogote fascinado… ¡Teníamos que seguir; era una seña!
Dimos un paso, otro y otro. Cada uno pensaba con sus propios terrores científicos lunares, calladito. Yo estaba seguro de que sería algo espacial de la Nasa. Eso me daba tranquilidad y menos picazón.
Ya estábamos muy cerca.
La luz radiante y la música parecían desparramarse y desteñirse. Pero también se agrandaban… Nos quedamos paralelos un rato. Mirar no era peligroso.
Bartolo galopó hacia la luz. Caupolicán lo siguió.
—¡Es un enjambre de luciérnagas! —Gritó el Negro que sabe mucho de otorrino—. Yo diría que asaltan un panal de abejas…
—¡Es una toma! —Dijo el Andi—. Se han tomado la miel y…
No pudo terminar la frase. La música se vino encima… Eran abejas zumbonas, furiosas contra los asaltantes, y parecían tirarse en picada contra nosotros, creyéndonos los malos.
Caupolicán había dado media vuelta y galopaba abriéndose paso entre las quilas, Bartolo lo seguía y la luz antes maravillosa, era ahora como una nube desteñida que se agrandaba hasta desaparecer. Los Pumas y yo arrancamos aterrados del enjambre de abejas que nos seguía.
Sedri iba abriendo un túnel con su cuchillo. Las ramas de las quilas eran tan tupidas que resultaba difícil hasta para las abejas alcanzarnos.
En cuatro patas nos arrastramos y tapamos la entrada de nuestro túnel.
Los ojos sulfurosos de Caupolicán nos alumbraban el fondo de esta cueva y Bartolo hacía llamear su lengua como una chimenea. El zumbido de las abejas se fue alejando poco a poco y su famosa música se acalló con una lluvia chora. Sólo nosotros la oíamos; no nos llegaba ni gota de agua en nuestro túnel.
Al día siguiente despertamos con unas risotadas. Alguien, no, muchos álguienes, se carcajeaban muy cerca, entre el ramaje. Se hubiera sido de noche nos habría asustado, pero a través del túnel se divisaba el sol de un día glorioso.
—¿Será otra vez la gente del circo? —preguntó Japo con boca churrasquera.
—No —dijo el Negro sabio—. Son chucaos… Yo conozco su canto pitancero.
—¿Chucaos? —preguntamos. No sabíamos si era un animal feroz, algún indio colonial o un tiburón de río. Porque no lejos se sentía correr agua…
—Los chucaos son lindos y puros pájaros. —Se metió entre las ramas del túnel y mostró uno. Era entre zorzal y pollo, algo grande, con el pecho bien rojo y alas negras; con su pico fuerte hacía risas o cuestiones de instrumento musical. Un pájaro churumbélico.
Poco a poco fuimos saliendo del túnel. Al estirar el espinazo y levantar la cabeza, nos cayó el hambre de golpe y para consolarnos hicimos un ejercicio mental-yoga-salchichónico. Cada uno contaba lo que estaría comiendo de más rico:
—Yo —decía el Negro— un inmenso hot-dog harto jugoso —y le chorreaba saliva sin querer.
—Yo, una sandía —decía el Andi.
—Yo, un pollo entero asado al palo —dijo otro.
—Yo, siete churrascos de lomito jugoso.
—Yo también —Yo también —Yo también —decían todos saboreándose su propia saliva. Pero no nos llenábamos. Caupolicán y Bartolo se buscaban la vida y los seguíamos, bien confiados, mientras los chucaos reían…
De pronto se detuvieron ante algo extraño. Caupolicán comenzó a lamer el suelo y Bartolo, todo misterioso y coqueto, se retorcía y bajaba su cabeza para levantarla muy alto: tragaba algo…
Descubrí que la pumita saboreaba miel, y cera con abejas y todo. Era lo que quedaba del panal. La crema. Increíble que las luciérnagas tan chiquitas ganaran a las abejas. De seguro eran electrónicas. Ahí estaban fallecidas las pobres abejas revueltas con su miel que chorreaba y chorreaba. De las luciérnagas ni luces, por ahora, aunque quizá en la noche volverían.
Nos pegamos un feroz desayuno medio alemán medio Ambrosólico, pero harto llenador. Estábamos pegajosos de las hojotas al pelo, pero felices de no sentir hambre.
Ni podíamos usar las manos porque los dedos se nos habían pegado unos con otros y apenitas podíamos caminar con la cantidad de hojas y ramas pegadas a las piernas.
—Yo sentí correr agua cuando estábamos en el túnel —dije, y volvimos a meternos en él. Sedri adelante iba ahondando el túnel con su cuchillo, mientras nosotros nos arrastrábamos, muy lento con pinta de árboles cada vez más grandes.
Éramos puras hojas, ramas, hierbas y demases. Ni nos rasguñábamos la cara de lo puro aforrada en hojas…
¡Y al fin, después de mucho, una quebrada con agua cristalina!
¡Zas! De un run todos chapoteando en el agua… que se llenó de hojas y de mugre. Pero nosotros, despegajosos, libres, revoleándonos entre piedras preciosas y tomando gratis cualquier cantidad de la bebida más rica. Porque el agua con la miel y las hierbas resultaba mejor que Coca Cola.
Y cuando nos cansamos, salimos, nos empiluchamos y tendimos las ropas a secar. Teníamos la esperanza de que el sol del sur nos dejara oscuritos o piel roja. Pero nada…
Mientras esperábamos que se secara la ropa, se nos vino encima un lote de queltehues gigantes, tipo guerrillero y con ganas de pelear.
—Son treiles —dijo el sabio—, no les hagamos caso… Y en ese momento se me cayó la teja del problema de mis padres perdidos. Mejor dicho: ellos creían perdido a su hijo «Yo». Era un problema mío, y no tenía por qué fregar a los de la banda.