—No.
—Bueno, son lentes con CCD muy sensibles, que te permiten ver en la oscuridad.
—Estupendo —asintió el chico, y fue hacia el primer coche.
—¡Eh! —gritó Lex—. Yo también las quiero usar.
—No —dijo Tim.
—¡No es justo! ¡No es justo! ¡Tú siempre haces de todo, Timmy!
Ed Regis los observó alejarse y le dijo a Grant:
—Ya me doy cuenta de lo que va a ser el viaje de vuelta. Puede ser que ustedes quieran desconectar la radio que intercomunica los coches: el botón está aquí, debajo del tablero de instrumentos. —Se lo indicó a los investigadores, y agregó—: Los coches volverán solos, de forma automática. Deberemos estar de regreso dentro de unos veinte minutos.
Los hombres subieron al segundo coche. Unas gotas de lluvia salpicaron el parabrisas.
—En marcha —dijo Ed Regis—. Estoy listo para cenar. Y no me vendría mal un buen daiquiri de plátano. ¿Qué me dicen ustedes, muchachos? ¿Les parece bien un daiquiri? —Dio una palmada sobre el panel metálico del coche—: Les veré de vuelta en el campamento —dijo, y empezó a correr hacia el primer coche y trepó a él.
Parpadeó una luz roja que había en el tablero de instrumentos: con un suave zumbido de motor eléctrico, los Cruceros de Tierra se pusieron en movimiento.
Mientras viajaba de regreso bajo una luz que cada vez se hacía más mortecina, Malcolm parecía extrañamente alicaído. Grant comentó:
—Tienes que sentirte reivindicado. Quiero decir, en cuanto a tu teoría.
—Ya que lo mencionas, estoy sintiendo un poco de miedo. Sospecho que nos encontramos en un punto muy peligroso.
—¿Por qué?
—Intuición.
—¿Los matemáticos creen en las intuiciones?
—Absolutamente sí. La intuición es muy importante. En realidad, estaba pensando en los fractales —dijo Malcolm—. ¿Sabes algo sobre fractales?
—No, a decir verdad, no.
—Los fractales son una especie de geometría pero, a diferencia de la euclídea clásica, que todo el mundo aprende en la escuela, cuadrados, cubos y esferas, la geometría fractal parece describir objetos reales del mundo natural. Las montañas y las nubes son formas fractales. Así que es probable que los fractales estén relacionados con la realidad. De alguna manera.
»Pues bien, con sus herramientas geométricas, Mandelbrot descubrió una cosa notable: descubrió que las cosas se veían casi idénticas con escalas diferentes.
—¿Con escalas diferentes?
—Por ejemplo, una montaña grande, vista desde la lejanía, tiene cierta forma escabrosa de montaña. Si te aproximas más, y examinas un pequeño pico de la montaña grande, tendrá la misma forma de montaña. De hecho, puedes reducir la escala hasta llegar a un diminuto grano de roca, vista con un microscopio: tendrá la misma forma fractal básica que la montaña grande.
—Realmente no veo por qué esto te inquieta —comentó Grant. Bostezó. Olió las vaharadas sulfurosas del vapor volcánico: ahora estaban llegando a la sección de camino que pasaba cerca de la línea de la costa, y que dominaba la playa y el océano.
—Es una forma de mirar las cosas —explicó Malcolm—. Mandelbrot halló una igualdad que iba desde lo más pequeño a lo más grande. Y esta igualdad de escala también tiene lugar en los sucesos.
—¿Sucesos?
—Piensa en los precios del algodón: existen buenos registros de precios del algodón, que se remontan a más de cien años. Cuando estudias las fluctuaciones del precio del algodón, encuentras que el gráfico que muestra las fluctuaciones del precio en el transcurso de un día se parece básicamente al gráfico representativo de una semana que, básicamente, se parece al gráfico de un año, o de diez años. Y así es como son las cosas: un día es como toda la vida; empiezas haciendo una sola cosa, pero terminas haciendo algo más; planeas hacer una diligencia, pero nunca llegas adonde pensabas ir… Y, al final de tu vida, la totalidad de tu existencia también tiene esa misma característica aleatoria. Toda tu vida tiene la misma forma que un solo día.
—Supongo que ésa es una de las maneras de ver las cosas —comentó Grant.
—No. Es la única manera de ver las cosas. Es, al menos, la única manera fiel a la realidad. Verás, la idea fractal de igualdad lleva, dentro de ella, una especie de recursión, una especie de volverse sobre sí misma, lo que significa que los sucesos son impredecibles. Que pueden cambiar en forma súbita y sin previo aviso.
—Bien…
—Pero nos hemos autocomplacido imaginando al cambio repentino como algo que ocurre fuera del orden normal de las cosas. Un accidente, como un choque de automóviles. O más allá de nuestro control, como una enfermedad mortal. No concebimos el cambio súbito, drástico, como algo incorporado a la trama misma de nuestra existencia. Y, sin embargo, lo está. Y la teoría del caos nos enseña que la linealidad recta, a la que hemos llegado a dar por sentado en todo, desde la física hasta la ficción, simplemente no existe. La linealidad es una manera artificial de ver el mundo. La vida real no es una serie de sucesos interconectados, que tienen lugar uno después de otro, como cuentas ensartadas en un collar. La vida es, en realidad, una serie de encuentros, en los que un acontecimiento puede alterar los que lo suceden y de una manera totalmente impredecible, hasta devastadora.
Malcolm se reclinó en su asiento, mirando hacia el otro coche, que se encontraba a unos metros de distancia. Prosiguió:
—Hay una profunda verdad en relación con la estructura del universo. Pero, por alguna razón, insistimos en comportarnos como si no fuese cierta.
En ese momento, los coches se detuvieron con una sacudida.
—¿Qué pasa? —preguntó Grant.
Delante de ellos vieron a los niños en el coche, señalando hacia el océano. Mar adentro, debajo de nubes cada vez más bajas, Grant vio el oscuro contorno del barco de suministros, que volvía hacia Puntarenas.
—¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó Malcolm.
Grant encendió la radio y oyó a la niña diciendo, con excitación:
—¡Mira ahí, Timmy! ¡Lo ves, está ahí!
Malcolm miró el barco con los ojos entrecerrados:
—¿Están hablando del barco?
—Aparentemente.
Ed Regis se apeó del coche de delante y fue corriendo hasta la ventanilla de los dos hombres:
—Lo siento, pero los niños están completamente excitados. ¿Tienen prismáticos aquí?
—¿Para qué?
—La niña dice que ve algo en el barco. Una especie de animales.
Grant tomó los prismáticos y apoyó los codos en el borde de la ventanilla del Crucero. Escudriñó la larga forma del barco de suministros. Estaba tan oscuro que la nave era casi una silueta. Mientras Grant observaba, las luces de navegación del barco se encendieron, brillantes en el oscuro crepúsculo rosado.
—¿Ve algo? —preguntó Regis.
—No —contestó Grant.
—Están abajo —indicó Lex por la radio—. Mire muy abajo.
Grant bajó los prismáticos, escudriñando la sección del casco que estaba justo por encima de la línea de flotación. El barco de suministros era muy ancho, con un borde antisalpicaduras que recorría toda la longitud de la nave. Pero ahora estaba bastante oscuro y Grant a duras penas podía discernir detalles.
—No, nada…
—Los puedo ver —insistió Lex, impaciente—. Cerca de la parte de atrás. ¡Mire cerca de la parte de atrás!
—¿Cómo puede ver ella algo con esta luz? —preguntó Malcolm.
—Los chicos pueden ver —dijo Grant—. Tienen una agudeza visual que olvidamos que alguna vez tuvimos.
Llevó los prismáticos hacia la popa, desplazándolos con lentitud y, de repente, vio los animales: estaban jugando, lanzándose con rapidez entre las estructuras de la popa, que sólo se veían en silueta. Grant sólo pudo verlos en forma breve pero, incluso a la luz cada vez menos intensa del día, pudo reconocer que andaban erectos, tenían unos sesenta centímetros de alto y que se erguían con rígidas colas que los equilibraban.
—¿Los ve ahora? —preguntó Lex.
—Los veo —contestó Grant.
—¿Qué son?
—Son velocirraptores —informó Grant—. Dos, por lo menos. Quizá más. Ejemplares jóvenes.
—¡Jesús! —exclamó Ed Regis—. Ese barco va a tierra firme.
Malcolm se encogió de hombros y sugirió:
—No se excite. Llame sencillamente a la sala de control y dígales que hagan que vuelva el barco.
Ed Regis metió la mano en el coche y aferró la radio, tomándola del tablero de instrumentos: oyeron una estática sibilante, así como chasquidos, cada vez que Regis cambiaba de canal con rapidez.
—Algo anda mal en éste —dijo—. No funciona.
Salió corriendo hacia el primer Crucero de Tierra. Le vieron hundir la cabeza dentro del vehículo. Después, les miró:
—Algo anda mal en las dos radios —dijo—. No puedo localizar la sala de control.
—Entonces, mejor que nos pongamos en movimiento —aconsejó Grant.
En la sala de control, Muldoon estaba en pie frente a las grandes ventanas frontales, desde las que se dominaba el parque. A las siete en punto, los reflectores de cuarzo, emisores de luz sin sombra, se encendían por toda la isla, convirtiendo el paisaje en una refulgente joya que se extendía hasta desaparecer en el sur. Ése era el momento favorito del día para Muldoon. Oyó el restallar de la estática procedente de las radios.
—Los Cruceros de Tierra se han vuelto a poner en marcha —dijo Arnold—. Van camino a casa.
—Pero, ¿por qué se detuvieron? —preguntó Hammond—. ¿Y por qué no podemos hablar con ellos?
—No lo sé —repuso Arnold—. Estoy tratando de localizarlos.
Revisó los canales, pero sólo obtuvo sibilante estática:
—Quizás apagaron las radios de los coches.
—Probablemente sea la tormenta —arriesgó Muldoon—. Interferencia de la tormenta.
—Estarán aquí dentro de veinte minutos —dijo Hammond—. Es mejor que llamen abajo y se aseguren de que el comedor esté listo para ellos. Esos niños van a estar hambrientos.
Arnold levantó el teléfono y oyó un monótono siseo permanente.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
—¡Por Dios, cuelgue eso! —exclamó Nedry—. Va a enloquecer el flujo de datos.
—¿Tomó todas las líneas telefónicas? ¿Incluso las internas?
—Tomé todas las líneas que se comunican con el exterior. Pero las internas todavía deberían funcionar.
Arnold oprimió botones en la consola, uno después de otro: no oyó nada más que un siseo en todas las líneas.
—Parece que usted las tiene todas.
—Lo siento. Al final de la próxima transmisión, dentro de unos quince minutos, les despejaré un par. —Bostezó—. Parece que va a ser un fin de semana largo para mí. Creo que iré ahora a buscar esa «Coca-Cola».
Recogió su mochila y se dirigió hacia la puerta:
—No toquen mi consola, ¿de acuerdo?
La puerta se cerró.
—¡Qué bola de grasa! —comentó Hammond.
—Sí —asintió Arnold—, pero creo que sabe lo que está haciendo.
A lo largo del costado del camino, nubes de vapor volcánico empañaban los arco iris producidos por las brillantes lámparas de cuarzo. Grant dijo, hablando por la radio:
—¿Cuánto tiempo tarda el barco en llegar a tierra firme?
—Dieciocho horas —informó Ed Regis—. Más o menos. Es bastante de fiar. —Le echó un vistazo a su reloj—: Llegará mañana alrededor de las once.
Grant frunció el entrecejo:
—¿Usted y yo podemos hablar por radio, pero no podemos hacerlo con la sala de control?
—No por ahora.
—¿Qué pasa con Harding? ¿Puede localizarlo?
—No, ya lo he intentado. Deberíamos poder comunicarnos con él, pero tal vez tenga su radio apagada.
Malcolm estaba sacudiendo la cabeza, en gesto de negación, y dijo:
—Así que somos los únicos que sabemos que el barco lleva a bordo esos animales.
—Estoy tratando de localizar a alguien —dijo Ed Regis—. Quiero decir, Cristo, no quiero tener esos animales en tierra firme.
—¿Cuánto falta para que regresemos a la base?
—A partir de ahora, otros dieciséis, diecisiete minutos.
Por la noche, todo el camino estaba iluminado por grandes reflectores. A Grant le hacía sentir como si estuvieran viajando a través de un túnel de hojas de color verde brillante. Gotas grandes de lluvia salpicaban el parabrisas.
Grant sintió que el Crucero de Tierra reducía la velocidad; después, se detuvo:
—¿Y ahora qué?
—No quiero parar. ¿Por qué paramos? —preguntó Lex.
Y entonces, en forma repentina, todos los reflectores se apagaron. El camino quedó sumido en la oscuridad. Lex gritó:
—¡Eh!
—Probablemente no es más que un corte de corriente, o algo por el estilo —la tranquilizó Ed Regis—. Estoy seguro de que las luces volverán de un momento a otro.
—¿Qué demonios? —masculló Arnold, mirando con fijeza los monitores.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Muldoon—. ¿Ha perdido la energía?
—Sí, pero sólo la del perímetro. Todo lo que hay dentro de este edificio funciona bien. Pero fuera, en el parque, se acabó toda la corriente. Luces, cámaras de televisión, todo.
Sus pantallas estaban iluminadas, salvo los monitores de televisión a distancia, que habían quedado apagados.
—¿Qué hay de los Cruceros de Tierra?
—Detenidos en algún sitio, alrededor del campo cercado del tiranosaurio.
—Bueno —dijo Muldoon—, llame a mantenimiento y haga que se restablezca la corriente.
Arnold levantó uno de sus teléfonos y oyó un siseo: los ordenadores de Nedry que hablaban entre sí.
—¡No hay teléfonos! Ese maldito Nedry… ¡Nedry! ¿Dónde diablos está?
Dennis Nedry abrió de un empujón la puerta con el rótulo de
FERTILIZACIÓN
. Ahora que se había cortado la corriente del perímetro, todas las cerraduras para tarjeta de seguridad estaban desactivadas. Todas las puertas del edificio se abrían con un empujón.
Los problemas del sistema de seguridad del Parque Jurásico figuraban en los primeros puestos de la lista de defectos. Nedry se preguntaba si alguien habría imaginado alguna vez que no se trataba de un defecto, sino de que él, Nedry, lo había programado de esa manera. Había incorporado un clásico escotillón: pocos programadores de grandes sistemas de proceso de datos podían resistir la tentación de dejarse una entrada secreta. En parte, eso era sentido común: si alguna vez usuarios ineptos trababan el sistema y después llamaban al programador para que les auxiliara, siempre había una manera de entrar y reparar el desbarajuste. Y en parte era una especie de firma: Aquí estuve yo.