Y, en parte, era un seguro para el futuro: Nedry estaba molesto con el proyecto del Parque Jurásico. Bien avanzado el plan de trabajo, «InGen» había exigido que en el sistema se introdujeran amplias modificaciones, pero no había estado dispuesta a pagarlas, aduciendo que había que incluirlas en el contrato original. Hubo amenazas de acciones judiciales; se enviaron cartas a los demás clientes de Nedry, en las que se daba a entender que Nedry no era de fiar. Era chantaje y, al final, Nedry se había visto forzado a comerse sus excedentes en el Parque Jurásico y a introducir los cambios que Hammond quería.
Pero más tarde, cuando se le acercó Lewis Dodgson, de «Biosyn», Nedry estaba dispuesto a escucharle. Y preparado para decir que, en verdad, podía meterse en la seguridad del Parque Jurásico. Podía entrar en cualquier habitación, cualquier sistema, cualquier sitio del parque. Porque lo había programado de esa manera. Por las dudas.
Entró en la sala de fertilización. El laboratorio estaba desierto: tal como lo había previsto, todo el personal estaba cenando. Nedry abrió al cierre de cremallera de su mochila y sacó el tubo de crema para afeitar «Gillette». Desatornilló la base y vio que el interior estaba dividido en una serie de ranuras cilíndricas.
Extrajo un par de guantes con espeso aislamiento y abrió la cámara frigorífica señalada como
CONTENIDO BIOLÓGICO VIABLE MANTENER A
-10 °C
MÍNIMO
. La congeladora tenía el tamaño de un pequeño armario, con anaqueles que iban desde el suelo hasta el techo. La mayor parte de los anaqueles tenía reactivos y líquidos contenidos en sacos de plástico. Hacia uno de los lados vio un frigorífico más pequeño de nitrógeno, provisto de una pesada puerta de cerámica. La abrió y, rodeada por una nube blanca de nitrógeno líquido, una ménsula con tubos pequeños se deslizó hacia fuera.
Los embriones estaban dispuestos por especies: Stegosaurus, Apatosaurus, Hadrosaurus, Tyrannosaurus. Cada embrión en un recipiente de vidrio delgado, envuelto en una hoja de aluminio y taponado con polietileno. Con rapidez, Nedry tomó dos de cada uno, deslizándolos en el interior del tubo de crema de afeitar.
Después atornilló la base del tubo, cerrándola herméticamente, y dando vuelta a la parte superior. Se oyó el siseo del gas que se liberaba en el interior, y el tubo se escarchó en las manos de Nedry. Dodgson había dicho que había suficiente refrigerante como para treinta y seis horas. Tiempo más que suficiente para regresar a San José.
Nedry dejó la cámara frigorífica y volvió al laboratorio principal. Dejó caer el tubo de vuelta en su mochila y corrió la cremallera para cerrarla.
Volvió al pasillo. El robo había llevado menos de dos minutos. Nedry podía imaginar la consternación que se produciría arriba, en la sala de control, cuando empezaran a darse cuenta de lo que había pasado. Todos los códigos de seguridad estaban cifrados, para hacerlos ininteligibles, y todas las líneas telefónicas estaban interferidas. Sin la ayuda de Nedry harían falta horas para deshacer el embrollo pero, en nada más que unos pocos minutos, el analista estaría de vuelta en la sala de control, enderezando las cosas.
Y nadie sospecharía siquiera lo que había hecho.
Con una amplia sonrisa, Dennis Nedry bajó por las escaleras hasta la planta baja, saludó con leve inclinación de cabeza al guardia y siguió descendiendo, hasta llegar al sótano. Siguió de largo ante las ordenadas filas de Cruceros de Tierra eléctricos, y se dirigió al jeep impulsado por gasolina estacionado contra la pared. Subió al vehículo, advirtiendo la presencia de unos extraños tubos grises apoyados en el asiento del acompañante: casi parecía un lanzacohetes, pensó mientras daba vuelta a la llave de contacto y ponía en marcha el jeep.
Nedry le echó un vistazo al reloj: desde aquí al parque, y tres minutos justos hasta llegar al muelle del este. Tres minutos desde allí para volver a la sala de control. Seis minutos en total.
Un juego de niños.
—¡Maldita sea! —barbotó Arnold, apretando botones en la consola—. Todo está bloqueado.
Muldoon estaba de pie junto a las ventanas, mirando hacia el Parque. Las luces se habían apagado en toda la isla, salvo en la zona inmediata que rodeaba los edificios principales. Vio a unos cuantos miembros del personal apresurándose para escapar de la lluvia, pero nadie parecía darse cuenta de que algo anduviera mal. Muldoon miró en dirección al pabellón de los visitantes, donde las luces brillaban con toda intensidad.
—Uh, uh —murmuró Arnold—. Tenemos verdaderos problemas.
—¿De qué se trata? —preguntó Muldoon. Se alejó de la ventana y, por eso, no vio salir al jeep del garaje subterráneo y dirigirse hacia el este, hacia el parque, a lo largo del camino de mantenimiento.
—Ese idiota de Nedry apagó los sistemas de seguridad —dijo Arnold—. Todo el edificio está abierto. Ninguna de las puertas está cerrada.
—Informaré a los guardias —dijo Muldoon.
—Eso es lo menos importante: cuando se apaga la seguridad, se apagan las cercas periféricas también.
—¿Las cercas?
—Las cercas eléctricas. Están muertas, toda la isla.
—Usted quiere decir…
—Eso es: ahora los animales pueden salir. —Encendió un cigarrillo, y siguió—: Es probable que no ocurra nada, pero nunca se sabe…
Muldoon empezó a caminar hacia la puerta:
—Es mejor que vaya en el jeep y traiga a la gente que va en esos dos Cruceros de Tierra… por las dudas.
Muldoon bajó con rapidez las escaleras hacia el garaje. Realmente no estaba preocupado por el hecho de que las cercas se hubieran apagado: la mayoría de los dinosaurios había estado en sus campos cercados durante nueve meses, o más, y habían rozado las cercas más de una vez, con notables resultados. Muldoon sabía con cuánta rapidez los animales aprendían a evitar los estímulos procedentes de sacudidas eléctricas: se podía entrenar a una paloma de laboratorio nada más con dos o tres aplicaciones como estímulo. Así que era improbable que los dinosaurios se acercaran ahora a las cercas.
Muldoon estaba más preocupado por lo que haría la gente que iba en los coches. No quería que salieran de los vehículos, porque, una vez que volviera la corriente, los coches se empezarían a mover de nuevo, ya fuera con la gente en su interior, o sin ella. Los pasajeros podrían quedar abandonados. Naturalmente, bajo la lluvia era improbable que abandonaran los coches. Pero, así y todo…, nunca se sabía…
Entró en el garaje y se apresuró a llegar al jeep. Tuvo suerte, pensaba, de haber tenido la previsión de poner el lanzador en el vehículo. Podía salir de inmediato y estar ahí afuera en…
¡No estaba!
—¿Qué demonios…? —Muldoon quedó con la mirada fija en el sitio vacío del estacionamiento, atónito.
¡El jeep no estaba!
¿Qué diablos estaba ocurriendo?
Inevitablemente, empiezan a aparecer inestabilidades matemáticas subyacentes.
I
AN
M
ALCOLM
La lluvia tamborileaba intensamente sobre el techo del Crucero de Tierra. Tim sentía las lentes de visión nocturna apretándole con fuerza la frente; palpó el mando que estaba cerca de su oreja y ajustó la intensidad. Hubo un breve destello fosforescente y después, envueltos en sombras de verde y negro electrónicos, pudo ver el Crucero de Tierra que estaba atrás, con los doctores Grant y Malcolm en su interior. ¡Muy ingenioso!
El doctor Grant le estaba mirando por el parabrisas frontal. Tim le vio levantar el micrófono del panel de instrumentos. Hubo un estallido de estática y, después, oyó la voz del doctor Grant:
—¿Nos puedes ver aquí atrás?
Tim tomó la radio que le daba Ed Regis.
—Les veo.
—¿Está todo bien?
—Estamos bien, doctor Grant.
—Quédense en el coche.
—Lo haremos. No se preocupe. —Apagó la radio—. Está lloviendo a cántaros. Claro que nos quedaremos en el coche —resopló Ed Regis.
Tim se volvió para mirar el follaje que había al lado del camino: visto con las lentes, tenía un color verde brillante electrónico y, más allá, pudo ver secciones de la cerca. Los Cruceros de Tierra estaban detenidos en la parte descendente de la ladera de una colina, lo que tenía que significar que se encontraban en algún lugar cerca del sector del tiranosaurio. Sería asombroso ver al tiranosaurio con esas lentes para visión nocturna. Algo verdaderamente emocionante Quizás el tiranosaurio se acercaría a la cerca y les miraría por encima de ella.
Tim se preguntaba si los ojos le refulgirían en la oscuridad, cuando les viera en los coches.
Eso sería estupendo.
Pero no vio cosa alguna y, al cabo de un tiempo, dejó de mirar. Todos los que estaban en el coche quedaron en silencio. La lluvia hacía un ruido monótono sobre el techo del Crucero. Cortinas de agua bajaban por los lados de las ventanas. A Tim le resultaba difícil ver hacia fuera, incluso con las lentes.
—¿Cuánto tiempo llevamos sentados aquí? —preguntó Malcolm.
—No sé. Cuatro o cinco minutos.
—Me pregunto cuál es el problema.
—Quizás un cortocircuito debido a la lluvia.
—Pero ocurrió antes de que la lluvia empezara a caer en serio.
Hubo otro instante de silencio. Con voz tensa, Lex dijo:
—Pero no hay relámpagos, ¿no? —Siempre le habían dado miedo los relámpagos, y ahora estaba sentada presa de los nervios, estrujando el guante de béisbol entre las manos.
El doctor Grant dijo:
—¿Qué ha sido eso? No lo recibimos del todo bien.
—Sólo mi hermana hablando.
—Ah.
Una vez más, Tim escudriñó el follaje, pero no vio nada. Ciertamente nada tan grande como un tiranosaurio. Empezó a preguntarse si los tiranosaurios salían de noche. ¿Eran animales de hábitos nocturnos? Tim no estaba seguro de haber leído eso alguna vez. Tenía la sensación de que los tiranosaurios eran animales adaptados a todo clima, y tanto podían salir de día como de noche. La hora del día no le importaba a un tiranosaurio.
La lluvia continuaba cayendo con gran intensidad.
—Maldita lluvia —dijo Ed Regis—. Cae agua de veras.
—Tengo hambre —repitió Lex.
—Ya lo sé, Lex —dijo Regis—, pero estamos inmovilizados aquí, guapa. Los coches se mueven mediante electricidad que pasa por cables enterrados en el camino.
—¿Inmovilizados durante cuánto tiempo?
—Hasta que arreglen la electricidad.
El sonido de la lluvia hacía que Tim se sintiera cada vez más amodorrado. Bostezó y se volvió para mirar las palmeras que había al lado izquierdo del camino, y le sobresaltó un súbito golpe sordo mientras el suelo temblaba. Se volvió justo a tiempo para tener una fugaz visión de una forma oscura que, con rapidez, cruzaba el camino entre los dos coches.
—¡Jesús!
—¿Qué fue eso?
—Era enorme, era grande como el coche…
—¡Tim! ¿Estás ahí?
Levantó el micrófono:
—Sí, estoy aquí.
—¿Lo has visto, Tim?
—No. Lo he perdido.
—¿Qué demonios era eso? —preguntó Malcolm.
—¿Estás usando las lentes para visión nocturna, Tim?
—Sí. Observaré —contestó Tim.
—¿Era el tiranosaurio? —preguntó Ed Regis.
—No lo creo. Estaba en el camino.
—¿Pero no lo has visto? —dijo Ed Regis.
—No.
Tim se sentía mal por haberse perdido ver el animal, cualquiera que hubiera sido. Con la esperanza de redimirse, se inclinó sobre el asiento trasero, mirando el terreno que había entre los dos coches: si realmente había habido algo en el camino, quizá podría ver la huella de una pisada. Pero con sus lentes vio destellantes charcos de lluvia y las largas huellas paralelas de los Cruceros de Tierra.
No había huellas de pisadas.
Se produjo el repentino estallido blanco de un relámpago, y las lentes de Tim destellaron con un color verde brillante. El niño parpadeó y empezó a contar:
—Mil uno… mil dos…
El trueno detonó, ensordecedoramente alto y muy cerca.
Lex empezó a llorar:
—Oh, no…
—Calma, querida —intentó tranquilizarla Ed Regis—. No es más que un relámpago.
El cielo volvió a destellar, con luz cruda y brillante. Tim escudriñó el borde del camino. Ahora, la lluvia caía con mucha fuerza, sacudiendo las hojas con gotas que las golpeaban como martinetes; hacía que todo se moviera. Todo parecía estar vivo. El niño exploró las hojas…
Se detuvo: había algo más allá de las hojas.
Tim levantó la vista, más alto.
Detrás de la vegetación, más allá de la cerca, vio un cuerpo grueso con una superficie rugosa, veteada, como la corteza de un árbol. Pero no era un árbol… Tim siguió mirando cada vez más arriba, haciendo un barrido ascendente con las lentes…
Vio la enorme cabeza del tiranosaurio. Simplemente estaba erguido allí, mirando los dos Cruceros de Tierra por encima de la cerca. Los relámpagos destellaron de nuevo y el gigantesco animal volvió la cabeza y bramó bajo la fulgurante luz. Después, la oscuridad y el silencio una vez más, y la lluvia que seguía golpeando.
—¿Tim?
—Sí, doctor Grant.
—¿Ves lo que es?
—Sí, doctor Grant.
Tim tenía la sensación de que el doctor Grant estaba tratando de hablar de una manera que no perturbara a su hermana.
—¿Qué está pasando en este preciso momento?