—MORO-12. Es un gas neurotóxico que actúa por inhalación. Esto son granadas. Montones y montones de granadas.
—Empecemos —dijo Grant, con tono sombrío.
—Le gusto —dijo Lex, sonriendo. Estaban en el garaje del centro de visitantes, junto al pequeño velocirraptor que Grant había capturado en el túnel. La niña estaba acariciando al animal a través de los barrotes de la jaula. El raptor se frotó contra su mano.
—Yo tendría cuidado —advirtió Muldoon—; pueden dar un desagradable mordisco.
—Le gusto —dijo Lex—. Se llama Clarence.
—¿Clarence?
—Sí.
Muldoon tenía en la mano el collar de cuero que tenía adherida la cajita metálica. Grant oyó el sonido intermitente y agudo a través de los auriculares y preguntó:
—¿Es un problema ponerle el collar al animal?
Lex todavía estaba acariciando al raptor, metiendo la mano por entre los barrotes:
—Estoy segura de que me va a dejar ponérselo —dijo.
—Yo no lo intentaría —la previno Muldoon—. Son impredecibles.
—Estoy segura de que a mí me dejará.
Así que Muldoon le dio el collar, y ella lo levantó para que el animal lo pudiera oler. Después, lentamente, lo deslizó alrededor del cuello del velocirraptor, que adquirió un color verde más brillante cuando Lex ajustó la hebilla. Después, el animal se relajó y recobró su tonalidad más desvaída otra vez.
—Quién lo diría —dijo Muldoon.
—Es un camaleón —comentó.
—Los otro velocirraptores no podían hacer eso —comentó Muldoon, frunciendo el entrecejo—. Este animal silvestre tiene que ser diferente. A propósito —dijo, volviéndose hacia Grant—, si todas son hembras desde el nacimiento, ¿cómo es que se reproducen? Usted nunca explicó ese asunto sobre el ADN de rana.
—No es ADN de rana: es ADN de anfibio. Pero ocurre que el fenómeno está particularmente bien documentado en ranas. En especial, en las ranas del oeste de África, si la memoria no me falla.
—¿Qué fenómeno es ése?
—Transición de orden sexual. En realidad, quiere decir cambio liso y llano de sexo.
Grant explicó que se conocían varias plantas, y varios animales, que tenían la facultad de cambiar de sexo durante su vida: orquídeas, algunos peces y crustáceos y, ahora, ranas. Ranas a las que se había observado poner huevos podían transformarse, en cuestión de meses, en machos perfectos: primero adoptaban la posición de pelea de los machos; desarrollaban el silbido de llamada para apareamiento de los machos; estimulaban las hormonas y desarrollaban las gónadas de los machos y, con el tiempo, se apareaban con hembras, con buenos resultados.
—No puede hablar en serio —dijo Gennaro—. ¿Y qué determina que ocurra eso?
—Aparentemente, el cambio lo estimula un ambiente en el que todos los animales son del mismo sexo: en esa situación, algunos de los anfibios empiezan a cambiar de sexo, pasando de hembra a macho de forma espontánea.
—¿Y usted cree que eso es lo que les ocurrió a los dinosaurios?
—Hasta que contemos con una explicación mejor, sí. Creo que eso es lo que pasó. Ahora, ¿buscamos ese nido?
Se amontonaron en el jeep, y Lex sacó al raptor de su jaula. El animal parecía bastante tranquilo, casi manso, en manos de la niña. Lex le dio una palmadita final en la cabeza, y lo liberó.
El animal no se iba.
—¡Vamos, ush, ush! —dijo Lex—. ¡Vete a casa!
El velocirraptor dio la vuelta y corrió, metiéndose entre el follaje.
Grant tenía el receptor y llevaba los auriculares. Muldoon conducía. El vehículo iba dando tumbos por el camino principal, en dirección al sur. Gennaro se volvió hacia Grant y dijo:
—¿Cómo es? Me refiero al nido.
—Nadie lo sabe.
—Pero creí que usted los había desenterrado.
—Desenterré nidos fósiles de dinosaurio. Pero todos los fósiles están distorsionados por el paso de milenios. Hemos elaborado algunas hipótesis, algunas suposiciones, pero nadie sabe realmente cómo eran los nidos.
Grant estaba atento a las señales auditivas electrónicas, y le hizo a Muldoon una señal para que se dirigiera más hacia el oeste. Cada vez parecía más evidente que Ellie estaba en lo cierto: el nido estaba en los terrenos volcánicos del sur.
Grant meneó la cabeza.
—Tienes que percatarte de una cosa: no sabemos todos los detalles acerca de la conducta de anidación de los reptiles vivientes, como, por ejemplo, los cocodrilos y los caimanes o aligátores. Resultan unos animales difíciles de estudiar.
Pero sí se sabía que, en el caso de los caimanes americanos, sólo las hembras vigilan el nido, aguardando el momento de la eclosión de los huevos. El caimán macho se pasa muchos días, al principio de la primavera, tumbado al lado de la hembra, formando pareja, soplándole burbujas en los carrillos para lograr que se muestre receptiva, consiguiendo al fin que levante la cola y le permita insertar su pene. Para cuando la hembra construye el nido, unos dos meses después, el macho hace ya mucho tiempo que se ha marchado. Las hembras vigilan ferozmente su nido en forma de cono y de un metro de altura, y cuando las crías empiezan a chillar y salir del cascarón, la hembra les ayuda a romper los huevos y los empuja hacia el agua, en ocasiones llevándolos en la boca.
—¿Así que los caimanes adultos protegen a las crías?
—Sí —replicó Grant—. Y existe una especie de protección en grupo. Los caimanes jóvenes emiten un distintivo grito de alarma, y esto hace acudir en su ayuda a cualquier adulto que lo oiga, ya se trate o no de sus padres, realizando un ataque completo y de gran violencia. No es una exhibición de amenaza. Constituye un ataque en toda regla.
—¡Oh…!
Gennaro se quedó en silencio.
—Pero los dinos no son reptiles —dijo Muldoon lacónicamente.
—Exactamente. Las pautas de anidamiento de los dinosaurios podrían estar mucho más emparentadas con las que exhiben diversos pájaros.
—Así que lo que usted realmente quiere decir es que no sabe —dijo Gennaro, empezando a sentirse molesto—, que no sabe cómo es el nido.
—Así es —convino Grant—. No lo sé.
—Bueno —comentó Gennaro—, ¡los malditos expertos son una gran cosa!
Grant pasó por alto la observación: ya podía oler el azufre y, allí delante, vio el vapor ascendente de los terrenos volcánicos.
El suelo está caliente, pensaba Gennaro mientras avanzaba. Estaba realmente caliente. Y aquí y allá el barro burbujeaba y saltaba en chorros desde el suelo. Y el vapor sulfuroso, fétido, siseaba formando grandes surtidores que le llegaban hasta el hombro. Se sentía como si estuviera caminando por el infierno.
Miró a Grant, que caminaba con los auriculares puestos, prestando atención a las señales audibles. Grant, con sus botas, sus pantalones vaqueros y su camisa hawaiana, aparentemente muy fresco. Gennaro no se sentía fresco: estaba asustado de estar en ese lugar hediondo, infernal, con los velocirraptores dando vueltas por alguna parte. No entendía cómo Grant podía mantenerse tan tranquilo.
O la mujer, Sattler. También andaba mirando con calma por los alrededores.
—¿No le molesta? —dijo Gennaro—. Me refiero a si esto no le preocupa.
—Tenemos que hacerlo —contestó Grant. No dijo más.
Todos avanzaron, yendo entre las chimeneas volcánicas por las que escapaba vapor hirviente. Gennaro pasó los dedos por las granadas de gas que se había abrochado al cinturón. Se volvió hacia Ellie.
—¿Por qué Grant no está preocupado por esto?
—Quizá lo esté —repuso la joven—, pero también ha pensado sobre ello toda su vida.
Gennaro asintió con la cabeza y se preguntó cómo sería eso. Si habría algo que él hubiera esperado toda su vida: decidió que no había cosa alguna.
Grant entornó los ojos por la luz del sol. Delante, a través de velos de vapor, se veía un animal acuclillado, que les miraba. Después, huyó.
—¿Era el raptor? —preguntó Ellie.
—Así lo creo. U otro. Un ejemplar joven, de todos modos.
—¿Guiándonos? —preguntó la joven.
—Quizá.
Ellie le había contado cómo los raptores habían jugado ante la cerca, para retener su atención mientras otro trepaba al techo. De ser eso cierto, tal conducta entrañaría una capacidad mental que sobrepasaba la de casi todas las formas de vida de la Tierra. La postura clásica era la de creer que la capacidad de inventar y ejecutar planes estaba limitada a sólo tres especies: los chimpancés, los gorilas y los seres humanos. Ahora se planteaba la posibilidad de que también un dinosaurio fuese capaz de hacerlo.
El velocirraptor volvió a aparecer, saliendo súbitamente a la luz, para desaparecer después de un salto emitiendo un chillido. En realidad, parecía estar guiándoles.
—¿Son muy astutos? —preguntó Gennaro frunciendo el entrecejo.
—Si piensa en ellos como pájaros —contestó Grant—, entonces tiene que preguntarse cuan inteligentes son: algunos estudios muy recientes del papagayo de la India muestran que estos animales tienen casi tanta inteligencia simbólica como un chimpancé. Y no hay duda alguna de que los chimpancés usan un lenguaje. Ahora, los investigadores están descubriendo que los loros tienen el desarrollo emocional de un niño de tres años, pero no se pone en duda su inteligencia. No se discute que los loros pueden razonar en forma simbólica.
—Pero nunca he oído hablar de nadie a quien hubiese matado un loro —masculló Gennaro.
En la distancia pudieron oír el sonido de la rompiente en la costa de la isla. Ahora, con los terrenos volcánicos detrás de ellos, se enfrentaban con un campo rocoso lleno de bloques pétreos. El pequeño velocirraptor trepó a una roca, subiéndose a ella y, después, desapareció abruptamente.
—¿A dónde se ha ido? —preguntó Ellie.
Grant estaba prestando atención a los auriculares. La señal electrónica intermitente se detuvo:
—Se ha ido —dijo.
Avanzaron con premura y, en medio de las rocas, hallaron un agujero, como la entrada a una conejera; de unos sesenta centímetros de diámetro. Mientras observaban reapareció el raptor bebé, parpadeando por la luz. Después, escapó a toda velocidad.
—No hay forma —dijo Gennaro—. No hay forma de que yo baje por ahí.
Grant no dijo nada; él y Ellie empezaron a enchufar equipos. Pronto tuvo una pequeña cámara de televisión conectada a un monitor portátil. Grant ató la cámara a una cuerda, la puso en marcha y la bajó por el agujero.
—No se puede ver nada de esa manera —dijo Gennaro.
—Dejemos que se ajuste —contestó Grant. A lo largo de la parte superior del túnel había suficiente luz como para que vieran paredes lisas de tierra y, después, el túnel se abría súbita, bruscamente. Por el micrófono oyeron un chillido; después, un sonido más bajo, como un berrido. Más ruidos. Parecían provenir de muchos animales.
—Por el ruido parece ser el nido, claro que sí —opinó Ellie.
—Pero no se puede ver nada —insistió Gennaro. Y se enjugó el sudor de la frente.
—No —admitió Grant—. Pero puedo oír. —Escuchó un rato más; después, izó la cámara y la colocó en el suelo—: Empecemos.
Trepó hasta el agujero. Ellie fue a buscar una linterna y una picana. Grant se colocó la máscara antigás y se agachó con torpeza, extendiendo las piernas hacia atrás.
—No puede decir en serio que va a meterse ahí —dijo Gennaro.
—No me preocupa. Yo voy primero; después, Ellie; después usted viene detrás —anunció Grant.
—Un momento, espere un momento —se alarmó Gennaro—. ¿Por qué no dejamos caer estas granadas de gas neurotóxico por el agujero, y después bajamos? ¿No tendría más sentido?
—¿Ellie, tienes la linterna?
La joven se la alcanzó.
—¿Qué le parece? —insistió Gennaro—. ¿Qué dice?
—Nada me gustaría más —dijo Grant. Empezó a meter las piernas por el agujero, y agregó—: ¿Alguna vez vio morir a alguien por la acción de un gas venenoso?
—No…
—Por lo general, produce convulsiones. Terribles convulsiones.
—Mire, lamento mucho que sea desagradable, pero…
—Óigame: la única razón por la que nos vamos a meter en este nido es porque necesitamos descubrir cuántos animales salieron del huevo: si matamos a los animales primero, y alguno de ellos cae en los nidos como consecuencia de las convulsiones espasmódicas, eso arruinará nuestra capacidad de ver lo que había ahí. De manera que no podemos hacerlo.
—Pero…
—Usted fabricó esos animales, señor Gennaro.
—Yo no lo hice.
—Su dinero lo hizo. Sus esfuerzos lo hicieron. Usted ayudó a crearlos. Ahora son creación suya. Y usted no puede matarlos sólo porque se siente un poco nervioso.
—No estoy un poco nervioso. Estoy asustado hasta…
—Síganme —dijo Grant. Ellie le alcanzó una picana. Grant se empujó hacia atrás por el agujero y gruñó—: Me aprieta.
Exhaló y tendió los brazos hacia delante, frente a él: hubo una especie de aspiración y Grant desapareció.
El agujero se abrió ante ellos, vacío y negro.
—¿Qué le ha pasado? —exclamó Gennaro, alarmado.
Ellie se adelantó y se inclinó cerca del agujero, apretando la oreja contra la abertura. Encendió la radio y llamó en voz baja:
—¿Alan?
Se produjo un prolongado silencio. Después, oyeron un tenue:
—Aquí estoy.
—¿Está todo bien, Alan?
Otro silencio prolongado. Cuando Grant habló por fin, su voz sonaba claramente extraña, casi sorprendida:
—Todo está bien —dijo.
En el pabellón, John Hammond caminaba de un lado a otro por la habitación de Malcolm. Estaba impaciente e incómodo: después de esforzarse por lanzar su última explosión emocional, Malcolm cayó en coma, y ahora Hammond pensaba que realmente podía morir. Claro que se había enviado un helicóptero, pero sólo Dios sabía cuándo llegaría. El pensamiento de que, mientras tanto, Malcolm podría morir le llenaba de angustia y temor.
Y, paradójicamente, Hammond encontraba todo eso mucho peor porque el matemático le desagradaba tanto. Resultaba peor que si hubiera sido su amigo: Hammond pensaba que la muerte de Malcolm, de producirse, sería el reproche final, y eso era más de lo que él podía soportar.
Sea como fuere, el olor que había en la habitación era sumamente desagradable. Sumamente desagradable. El olor de putrefacción de carne humana.
—Todo… para… —dijo Malcolm, agitándose en la almohada.
—¿Se está despertando? —preguntó Hammond.