Authors: Adolfo García Ortega
Al ver la cámara Canon que Balmori había depositado sobre la mesa, pegada al frío cristal de la ventanilla, ella le preguntó si era fotógrafo.
No exactamente, y añadió Balmori que no dejaba de ser curioso que estuvieran ahora juntos, en ese momento, porque ella había salido en una foto suya. ¿Quería que se la mostrase? Claro. A ella le encantaría verla. Le acercó la pantalla de la cámara. Estaba la foto y lo que había grabado cuando el tren partía. Ella aparecía ahí con gesto apresurado, apenas en un rincón del recuadro, pero se la identificaba perfectamente. La joven no demostró demasiado interés, se limitó a forzar la sonrisa y a hacer un comentario sobre la necesidad que tenía de coger ese tren.
Balmori vio en ese momento la llave junto al móvil y la cartera de mano. Era la del compartimento n.º 2. Dedujo que iba en preferente. Al decirlo, ella levantó la llave sujeta con dos dedos y la hizo oscilar. Él sacó la suya. Estaba un poco más atrás. En el n.º 7. Se presentaron. Él le dijo su nombre (pero solo la versión convencional: Fernando Balmori, sin la K). Ella se llamaba Sidonie Maudan y era francesa. Hablaba bien español porque había vivido unos años en España, en Barcelona.
¿Por qué le dijo antes que no era exactamente fotógrafo?
Porque no lo era, aunque hacía miles de fotos, sobre todo últimamente. Era una larga historia y ahora no pensaba contársela. En realidad, hacía cine. Era eso que llamaban un cineasta, pero, la verdad, no sabía si esa era una palabra válida para definir su profesión. A ella le sonó interesante, le apasionaba el cine, aunque supuso que como a todo el mundo.
Sidonie confesó que estaba hambrienta. Qué se podría comer ahí. Balmori tenía la carta del menú abierta cuando Sidonie se la indicó con la mirada. Él se la pasó, no creía que lo que sirvieran fuese para tirar cohetes, pero serían benévolos. Ella tomará el pescado; él, el ragú de verduras. Entonces le preguntó si podía hacerle una foto.
¿Una foto? ¿Aquí, ahora?
Sí, ahora, aquí mismo.
¿Para qué, una foto?
Sinceramente, Balmori no lo sabía todavía. Hacía fotos de lo que iba encontrando en su viaje. ¿Como todos los turistas? Pero no, no era como todos los turistas. Él no era en absoluto un turista. No eran fotos para la familia ni para el recuerdo. Él no tenía familia y sospechaba de los recuerdos.
Sidonie le dijo que preferiría que no se la hiciera.
Él insistió: podía borrarla después, si no le gustaba. Todo era digital.
Ella no creía en las fotos, estaba segura de que robaban el alma, como decían los esquimales. Además, ahora media humanidad hacía fotos constantemente, sin parar, era una plaga. En ese momento le preguntó si él no sería uno de esos.
¿De quiénes? ¿De los de esa media humanidad que hacía fotos sin parar?
No, no se trataba de esos, sino de los que hacían fotos para intentar ligar o así. Primero que si vestidas, luego que si desnudas.
No, Balmori no era de esos, aclaró.
Sidonie, para distender un poco la incomodidad que había creado su insinuación, explicó que no tenía nada en contra de que la gente ligase como quisiera, era muy libre, pero a ella le parecía un poco patético.
Balmori quería pensar que tampoco era de esa media humanidad que hacía fotos todo el tiempo, aunque tal vez no fuera mala idea ser siempre como los demás y dejarse llevar todo el tiempo. Ahora compro coches, ahora hago fotos, ahora voto derecha, ahora voto izquierda, en bloque, como uniformados. Ella dijo que nunca votaba.
A continuación, después de una pausa, la conversación se reanudó por el lado de los destinos de sus viajes. ¿Iba él hasta París? No, iba a Londres. ¿Y ella? Ella vivía en París. Aunque en esta ocasión ni siquiera pasará por su casa. Mañana mismo se irá para La Haya en cuanto llegue a la estación de Austerlitz.
De pronto, Balmori pareció asombrado, no daba crédito a las palabras de Sidonie que acababa de oír. Comprendió que algo que lo perseguía desde hacía muchos años lo había alcanzado por fin súbitamente. Todo su cuerpo tradujo en ese gesto de estupefacción una inevitable incredulidad. Sidonie esbozó una mueca de extrañeza, ignoraba por qué reaccionaba así ese hombre. Quizá no tendría que haberle hablado con tanta confianza. Además, debería ser más discreta con el destino final de su viaje, nunca se sabía dónde acechaba un peligro o un inconveniente. Sin embargo, le preguntó si le había dicho algo inoportuno u ofensivo. No, nada de eso, pero a Balmori el hecho le resultaba sorprendente porque su padre había nacido en La Haya.
Estaba ahí, dentro de Balmori. La imagen nunca se había desvanecido. Era una casa de ladrillo con adornos vegetales (¿o eran animales?) de piedra en los dinteles de los balcones, y en la puerta principal, y en los marcos de las ventanas; estas eran ojivales, tenían una columnita en la mitad dividiendo la hoja en dos y parecían góticas. También eran de piedra las líneas de los lienzos de la fachada, como nervaduras verticales y horizontales. El inmueble se alzaba sobre cuatro pisos más una quinta planta con buhardillas rematadas en picudos torreones de pizarra y una azotea. Para los niños siempre fue un castillo fantasmagórico. El segundo piso, el más amplio y burgués (¿viviría él allí?), presentaba un largo ventanal corrido, saledizo como una almena, con vidrios de colores en la parte superior de los cristales. En la ciudad la conocieron como
Het Fantastisch Huis
, La Casa Fantástica. En la planta baja, a pie de calle, había —aunque ya seguramente no, los dueños huyeron al acabar la guerra— una relojería alemana, una tienda de sombreros «de París» y una confitería-pastelería, con obrador de pan, venta de hielo y un escaparate lleno de tartas, regentada por tres mujeres idénticas, trillizas, dueñas de todo el edificio. La casa formaba una esquina afilada como la proa de un buque gigantesco; enfrente había un colegio y un pequeño parque, y a un lado del parque, una iglesia y una oficina de correos. La
Fantastisch Huis
parecía una casa aislada porque a su alrededor, por detrás, había un solar vacío, fruto de los bombardeos, con una tapia repleta de carteles publicitarios. La madre de Balmori siempre le describía así el lugar donde vivió su padre toda su vida, donde debió de morir, donde ella lo conoció y donde probablemente él fue concebido. Un lugar que quizá ya no existiera así, si es que alguna vez había existido como su madre lo recordaba. Un lugar que había ido creciendo monstruosamente en la imaginación de Balmori, madre e hijo, hasta deformarla.
Durante la cena, Sidonie se quitó el jersey, el vino que había pedido la sofocó un poco y tenía calor; llevaba debajo una camiseta con la frase
All you need is love
en letras plateadas que para Balmori actuó como una revelación. En ese momento, no pensó en los Beatles, solo en la frase de la camiseta, como si se tratara de una frase universal, bíblica, primitiva como el primer átomo de la primera célula.
All you need is love
: su madre y su padre yaciendo juntos en algún sitio de la Casa Fantástica, la casa de la familia de él; ella es muy joven y está asustada, él un poco menos; están abrazados, hacen el amor en su cuarto (inimaginable para Balmori), es un día que no hay nadie en la casa, o quizá lo hacen en la trastienda de la pastelería, tarde, cuando ya han cerrado el negocio, sobre unos sacos blancos cerca de la máquina del hielo y del gran embudo de amasar.
All you need is love
: las trillizas viven y vivirán allí solas durante toda su vida, aunque no se puede decir que estén solas tres personas juntas, salvo que sean, como son en realidad, las réplicas unas de otras, tres mujeres de las que Balmori no sabía nada en absoluto y que en una vida normal habrían sido sus tías, que eran de hecho sus tías, pero tan desaparecidas y remotas, tan nunca vistas, que podría asegurarse que habían muerto para él.
All you need is love
: es la canción que Lea tararea, mirando por la ventana, en un pueblo costero de Menorca, desnuda, mientras le da la espalda y se apoya en la repisa de la ventana por la que entra el sol del Mediterráneo, y él admira desde la cama, desnudo también, la belleza del cuerpo de su mujer.
Cada vez que ponía las cosas frente a la cámara, quería montar una secuencia que le llevase a sentir lo que sintió antaño, o a sentir algo que aún no había sentido todavía y que era el motor de sus viajes: lo que estaba ahí delante, esperándolo.
Le explicó a Sidonie el porqué de las fotos y el porqué de esos viajes, aunque no le habló todavía de su ex esposa Lea: esa muerte era demasiado íntima. Le pidió, en cambio, permiso para sacarle una foto a esa frase de los Beatles en su camiseta. No saldría su cara, no tenía de qué preocuparse, solo quería esas letras; tampoco le pedirá que se desnude después, se lo juraba. Sidonie sonrió. Accedía, pero sentía que le subía el rubor por el rostro. Nunca le habían pedido algo así. Balmori, no obstante, aguardó unos minutos antes de preparar la cámara.
Como él no había vuelto a referirse a La Haya ni a su padre, Sidonie cambió de tema. Le contó que era periodista, que había estudiado español en Francia, que había vivido un tiempo en Barcelona y que tuvo un novio argentino. Balmori, en reciprocidad, describió por encima, sin profundizar demasiado, su profesión. Le habló del cine que había hecho, un cine que ya no se veía. Ella quiso halagarlo diciéndole que no era tan mayor y manifestó más interés por el cine de Balmori, pero él prefería no hablar de sus películas. No recordaba la última vez que las volvió a ver.
Sidonie le reveló que su sueño profesional era el periodismo televisivo, trabajar en una redacción de noticias de una cadena de televisión, ir lejos, tal vez como corresponsal de guerra, estar en medio de los conflictos. Era lo más directamente conectado con la realidad que conocía.
Balmori preguntó por qué. ¿Porque la imagen garantizaba la existencia de la realidad? Eso era precisamente lo que él dudaba.
Ella, por supuesto, no pensaba así. Si no se veía, es decir, si no se mostraba, la realidad no existía.
Para él, en cambio, era la eterna duda sobre si seguía existiendo la silla cuando nadie la miraba.
Desde hacía dos años Sidonie trabajaba para una agencia de noticias internacional, se amoldaba a lo que salía o a lo que le pedían. Al hablar de su trabajo, fue ambigua sobre su cometido en La Haya, de hecho estaba preparada para eludir la respuesta franca cuando llegase la inevitable pregunta sobre el sentido ulterior de este viaje como periodista, pero por fortuna La Haya no salió más en la conversación y Balmori no le hizo la pregunta. A él, Sidonie le parecía una joven despierta, con un rostro luminoso y vitalista, la dulzura atisbada en su mirada, una mujer que le inspiraba ternura y desconcierto por igual. Sin embargo, no pudo sustraerse a la certeza de que tenía un naufragio melancólico en algún recodo de su mente royéndola por dentro.
Ella deseaba saber más cosas acerca de él. Por ejemplo, qué hacía antes de hacer documentales. En aquellos años previos, Balmori trabajaba en la tele. Pero no en lo que ella querría trabajar. No tenía ese valor. Lo suyo era algo más sereno. Como dirigir programas, así de simple. Cualquier cosa que le encargaran, concursos, debates, dramáticos, etcétera. Él era de los que indicaban dónde poner la cámara y qué cámara pinchar. Daba órdenes, hacía de realizador. No era muy creativo y nada comprometido. Era un empleo y nada más. Aunque reconocía que era cómodo. Aparte, estaban las películas. Pero no hizo muchas. Solo siete. Sidonie podría conseguirlas, si quisiera, estaban en DVD. Al final dejó la tele porque le aburría. Demasiado cómodo todo aquello, tal vez. Quería hacer algo más personal. Pero lo que le estaba diciendo no era cierto, la estaba engañando: confesó finalmente que dejó la tele porque lo despidieron. Un despido siempre ayudaba a decidir, eran hechos consumados, alguien ya había decidido por ti, un alivio, etcétera.
Sidonie dejó claro que no soportaba que la engañasen. Jamás.
Él se excusó diciendo que era una
petite blague
. ¿Y ella? ¿A qué había ido ella a Madrid?
A ver a un amigo, aunque la respuesta fue evasiva, suavemente cortante, antes de desviar la mirada hacia un SMS que acababa de entrar en su móvil.
En ese preciso momento, cuando ella miró unos segundos la pantalla del teléfono, Balmori cogió la cámara y le hizo la foto. Sidonie frunció el ceño, no se irritó, solo estaba contrariada sin abandonar la sonrisa.
Más de año y medio viajando por Europa al azar. En ese tiempo filmó esas imágenes de recuerdos minúsculos que sacaba de su caja metálica en los lugares donde había estado, y siempre evitando la carcoma del desánimo. Según su código privado, las llamaba «apuntes visuales sin destino conocido» (AVSDC era como figuraban en el archivo que había abierto en el portátil). También las llamaba «representaciones».
Imágenes desordenadas de un barrio de Cracovia, donde una vez rodó parte de una película, un documental sobre sinagogas de Europa, en el gueto de Kazimierz antes de que
La lista de Schindler
lo pusiera de moda. ¿Por qué esa vez no puso sobre la puerta de la sinagoga el ticket del parking con la frase
aide-mémoire
?
Imágenes de Gierloz, un lugar cercano a Ketrzyn (también llamado Rastenburg), donde estaban las ruinas-museo de la
Wolfsschanze
, la Guarida del Lobo, el cuartel general secreto de Hitler: la foto de Balmori era de la placa dorada que había en el hotel Wycieczkowy, emplazado ahora donde estuvo antaño el destacamento de guardia de las SS.
Imágenes tomadas desde una barcaza turística por el Danubio, en Ulm, de la misma sala de fiestas donde Lea dio un pésimo recital, bastante bebida, en 2001, el último año de su carrera, interpretando de nuevo la recurrente imitación de Mina, su sosias, a la que se parecía tanto, un local hoy cerrado que estaba detrás de la casa natal de Einstein (pequeño museo).
Imágenes del Danubio en Bratislava, sucesión de fotos por calles antiguas hasta llegar al cementerio de Slavín, donde estaban enterrados más de dos millares de soldados del Ejército Rojo, fotos de sus rostros en las lápidas, fotos de las flores de plástico, de otras fotos, a su vez, de medallas pegadas junto a la foto del joven enterrado.