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Authors: Adolfo García Ortega

Pasajero K (5 page)

BOOK: Pasajero K
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Imágenes filmadas de la sede de Austrian Airlines, en Schwechat, cerca de Viena: dentro de esas oficinas de la compañía aérea bajaba un ascensor transparente, en su interior, a la vista de todos —aunque solo Balmori estaba grabando—, un hombre y una mujer se besaban apasionadamente desde el piso séptimo u octavo hasta la planta baja, un largo beso envidiable.

Imágenes de un viejo urinario cubierto de pintadas en griego en la plaza Eleftheria de Tesalónica, un buen lugar para asumir que la fortuna y la gloria no eran de este mundo.

Imágenes de Europa que aguardaban en el ordenador de Balmori su momento y su lugar precisos para cuando llegase, si alguna vez llegaba, el montaje final de su película. Y ahí —lo supo al tenerla delante— había de encajarla a ella como fuera.

¿Querría verlas alguna vez?

Entonces, pensó fugazmente Sidonie, ¿era verdad? ¿Este extraño individuo acabaría pidiéndole que se desnudase?

En el vagón-restaurante, Sidonie había observado varias veces a dos hombres sentados tres mesas más allá de la suya. Parecían eslavos o balcánicos y comían en silencio. Le dijo a Balmori que uno de ellos, totalmente calvo, tenía un rostro apuesto pero anodino; en cambio, el otro llevaba una coleta y se parecía mucho a Sterling Hayden, el actor, aunque de aire más taciturno. Admitió que eso la agradaba, porque Sterling Hayden era un mito mayor para ella. A Balmori se le volvió a iluminar el rostro y rió con asombro ante la segunda coincidencia de la noche: era su actor preferido de toda la vida. A Sidonie, además, le gustaba porque también era el preferido de su padre, quien lo admiraba porque Hayden había sido todo un hombre de acción. Vivió en París, donde se compró o alquiló una
péniche
en el Sena.

Esta coincidencia unió a Balmori y a Sidonie con simpatía, como si se rompieran ciertas barreras formales. Balmori entonces la invitó a ver una película de Hayden en su compartimento, antes de dormir. Sidonie no dudaba ya de que estaba flirteando con escasa gracia. Él, como torpe remate, añadió que podía elegir el compartimento. Ella hizo como que titubeaba por un instante, no querría parecerle descortés, pero al final rechazó la invitación. Balmori se limitó a alzar los hombros en señal de indiferencia.

Mientras tanto, Sidonie reparó brevemente en que uno de los dos hombres, en concreto aquel al que había definido como apuesto (por contraposición al otro, clasificado como taciturno), se había levantado y se había ido. En cambio, el doble de Sterling Hayden permanecía sentado comiéndose un flan. Desvió la mirada.

Creyó que lo mejor sería despedirse, ya era tarde. La cena había acabado hacía rato, la sobremesa se prolongaba. Sidonie, por si no se veían por la mañana al llegar a su destino, le tendió a Balmori una tarjeta con su nombre. Allí estaba todo: Sidonie Maudan, periodista
free-lance
agregada a AFP (Agence France-Presse), 13 Place de la Bourse, París, una página web, varios teléfonos, un email. Era la oficina, no la casa, matizó. Si quería saber la dirección particular, tendría que escribirle un email antes. Balmori le garantizó que lo haría, y a continuación rebuscó en su cartera, confiando en hallar una tarjeta suya. La encontró; era la última que le quedaba, estaba un poco manchada en los bordes y no parecía muy nueva. Sidonie la cogió igual, el aspecto la traía sin cuidado.

Al cabo de unos minutos, el apuesto regresó y volvió a sentarse. En todo momento ninguno de los dos hombres había mirado hacia donde ellos se encontraban. Sidonie no le dio ninguna importancia a esa desaparición temporal. Qué motivos podría tener. Qué tenían que ver con ella. En cambio, se fijó en la tarjeta. ¿Y esta K, antes de Balmori? Era de Kuiper. Ese era su primer apellido, o al menos eso le habían dicho.

La K, en efecto, era de Kuiper. Balmori, a su manera, renunciaba y no renunciaba a nombrar la mitad de su origen: 1) renunciaba, porque ese apellido siempre figuraba como una simple inicial misteriosa y oscura; y 2) no renunciaba, porque nunca hizo desaparecer del todo su rastro. Por tanto: Kuiper, así era como se apellidaba su padre. Como Kuiper se llamaba la confitería-pastelería de la Casa Fantástica, o eso creía recordar su madre. Como por Kuiper respondían las trillizas que regentaban ese negocio. Pero para Balmori, en realidad, ese apellido fue siempre fundamentalmente otro: el mismo que el del ciclista Hennie Kuiper, el gran campeón holandés de los años setenta y ochenta nacido en Denekamp. Se lo dijo a Sidonie, pero ella no sabía de quién se trataba: ella había nacido en 1980. No fue ese un gran año para Kuiper, solo ganó el Gran Premio de Valonia. Hennie Kuiper, el ciclista, fue el primer Kuiper (aparte de él) de quien Balmori tuvo noticia concreta, con cuerpo y cara reales. Algo regordete, sonrosado, no muy alto, un tipo simpático. Cuando Balmori supo de su existencia, ya tenía veintitrés años, y el ciclista apenas si tenía tres años más que él. Lo debió de ver en la tele o en la prensa deportiva, su pasión por esa época. Al oír el nombre del ciclista, fue plenamente consciente del cuerpo y de la cara posibles de su padre, el Enigma Número Uno. Gracias a su afición por el ciclismo, los ciclistas eran para él seres especiales. Hennie Kuiper pasó a ser un ser especial y familiar para Balmori. Fabuló sobre una identidad de repuesto, por así decir, una especie de prótesis imaginativa para reconstruir a su padre desconocido. Le puso el rostro de aquel Kuiper campeón del mundo, cuya imagen con la camiseta del Frisol tenía clavada en la pared de su dormitorio (a la que luego se irían añadiendo otras: una con la clavícula rota con la camiseta a franjas del Ti-Raleigh, otra con la del Sigma). Fue por aquel entonces, siendo él ya mayor, cuando su madre le mostró la única foto que tenía de su padre. No guardaban ningún parecido, aunque Balmori se empeñó en encontrarle un ligero aire común.

Sidonie se levantó de la mesa. Eran casi los últimos. No se fijó, pero en ese mismo momento los dos hombres, el idéntico a Sterling Hayden y el Apuesto, hicieron lo mismo, cualquiera diría que premeditadamente, e iniciaron la salida del vagón-restaurante, en el que ya no quedaba nadie. Balmori y Sidonie se despidieron con un saludo de buenas noches, sin darse un beso, solo la mano. Regresó cada uno a su compartimento, aunque Balmori, lobo solitario, se entretuvo todavía unos minutos fotografiando el hueco vacío del asiento en que ella se había sentado. Lo hizo para que transcurriera un poco de tiempo.

Luego, en el pasillo, al llegar a la altura del compartimento n.º 2, correspondiente al de Sidonie, pegó la oreja a la puerta. Le había parecido oír el leve gemido discontinuo de un llanto que procedía del interior. Quizá la causa estaba en el mensaje que ella había recibido en el móvil. Pero decidió que era mejor ocuparse de sus propios asuntos y siguió adelante.

En cuanto llegó a su compartimento, volvieron a dolerle los oídos. Buscó las gotas que llevaba en su pequeño botiquín de mano, se echó tres con el dosificador y enseguida sintió el alivio. No tenía sueño aún y se entretuvo mirando en el ordenador algunas cosas que había filmado en uno de sus viajes anteriores: ahora sobre la pantalla de plasma aparecía una carta que su madre le había enviado cuando estrenó su primera película en el festival de Venecia; hacía de eso veintisiete años. Era más bien una nota manuscrita, muy breve, lo que llaman una esquela: solo tres líneas y la firma «Mamá». Felicitaba a su hijo con amor, lo llamaba «mi rey», le auguraba muchos éxitos y le pedía los recortes de la prensa. Balmori, para filmar la nota, la había metido entre unos naipes, y, tras parecer que los hubiera estado barajando, surgía luego, casualmente, entre dos comodines con aspecto de bufón loco.

Fue entonces cuando llamaron a la puerta. Enseguida oyó la voz de Sidonie, pero urgida, rota. Evidentemente, algo le había sucedido.

Quizá lo que le llevó a abrir aquella puerta fue el recuerdo intempestivo de su padre que había tenido esa noche en el tren, por culpa de esa joven que le había hecho pensar otra vez en una ciudad llamada La Haya y en una Casa Fantástica que nunca había visto, lo que desde luego no estaba en sus planes ni remotamente. A veces la realidad se vuelve exótica.

Sidonie no entró cuando él abrió el compartimento, sino que permaneció en la puerta, paralizada. Era obvio que no se encontraba bien, algo la había alterado, quizá la cena le estropease el sueño o le doliese el estómago. Lo que estaba claro era que no venía a ver una película de Sterling Hayden, como por un instante creyó Balmori; su natural dulzura se había trocado en miedo en ese rostro antes luminoso. Con nerviosismo, casi sospechosamente espantada, le rogó que la acompañase a su compartimento. Algo había ocurrido y quería mostrárselo, y además le suplicaba que no la dejase sola después de lo que había visto. Balmori se inquietó, no podía negarse, pero no preguntó nada por cautela, pese a no comprender a qué se debía esa angustia. No llevaba la cámara cuando fue detrás de ella con paso sinuoso.

En el compartimento n.º 2 estaba todo revuelto, la ropa y los demás objetos de Sidonie se amontonaban por el suelo, caóticos y desordenados, sacados de la maleta que había sido forzada; había algunos papeles dispersos, unos libros con las hojas dobladas, aplastadas más bien, unas tijeritas abiertas, unos guantes, cedés partidos en cuatro pedazos o retorcidos, el contenido de los bolsos vertido sobre la cama, una barra de labios triturada en el piso. No habían rajado el colchón, sino pinchado aleatoriamente en varios puntos, como si hubieran usado un punzón. No debieron de hallar lo que buscaban, porque aparentemente no había nada que no hubieran tocado o roto. Habían agotado el espacio o se les fue el tiempo. Por suerte no encontraron el ordenador. Lo había escondido muy bien, dijo Sidonie, indicándole un lugar inverosímil en la litera abatible donde lo había camuflado.

No sabían qué hacer, ni sabían quién pudo haber sido el autor o autores de ese desmán. Balmori no era capaz de articular palabra, sentía que debía mantenerse a flote en medio de una situación inesperada. Entraron para robar, de eso no cabía duda, balbuceó pensativo, como si se enfrentase a un jeroglífico. Trató de ingeniárselas en ayudar a Sidonie a remontar la sorpresa y el sobresalto, incluso esperaba que ella llorase, pero solo sugirió avisar al revisor cuanto antes, era lo más seguro.

Ella se negó, arguyendo que quizá el revisor fuera cómplice de los ladrones, un grupo organizado que robaba a pasajeros cuyo comportamiento él, el revisor, habría estudiado previamente. Pero en ese caso, para Balmori estaba claro que el revisor habría elegido una presa más jugosa. Sidonie lo dudaba. Tal vez actuasen por intuición. Las apariencias siempre eran engañosas. Ella podría llevar joyas escondidas, dinero, mucho dinero, quién podría saberlo. O drogas. Todos éramos un misterio, hoy en día. Balmori debió asentir, ella tenía razón, todos podían ser víctimas potenciales de un robo como ese. Probablemente todos ocultábamos mucho más que lo que se veía, dijo.

Sidonie le dio las gracias por haberla acompañado a su compartimento. Estaba mucho mejor y se sentía más segura por estar él allí. La noche se había vuelto horrible. Balmori miró para otro lado, un tanto ruborizado pero también levemente receloso por tanto agradecimiento. De esa joven solo sabía lo que rezaba en su tarjeta: meros datos. Era imposible, e ingenuamente absurdo en este tipo de trenes, que el revisor estuviera compinchado. Sugirió decididamente llamarlo ya. Pero Sidonie, casi suplicante, insistía en guardar silencio, aduciendo que la cosa podría ser peor, si trataban de denunciar el asunto. Podrían atacarlos en París, al llegar; apuñalarlos en la misma estación delante de todo el mundo. Se daban casos así.

Balmori, en cambio, no lo creía, sonaba demasiado a película para ser cierto, en su opinión. Prefería argumentar una explicación más verosímil: no se arriesgarían a practicar estos robos más que con un pasajero y no en todos los trenes, elegirían a alguien al azar, actuarían rápido, lo harían cuando supieran que ese pasajero tardaría en volver al compartimento, mientras estaba cenando, por ejemplo, y luego, una vez saqueado el cubículo, los ladrones se escabullirían entre el pasaje, tal vez incluso arrojasen el botín en un punto convenido del trayecto, mientras ellos permanecían en el tren hasta llegar a Austerlitz. Peligroso, sencillo, esporádico.

Entonces Sidonie le reveló, como de paso pero midiendo las palabras, que fue víctima de un hecho similar hacía unas semanas, en su ático de la rue Santos-Dumont, donde vivía en París. Lo habían registrado todo, y habían ocasionado bastantes destrozos en el piso; los muebles, los libros, los discos, el ordenador, todo reventado, volteado, incluso habían vaciado las botellas y, para colmo de lo absurdo, habían rasgado los sobres de sopa instantánea. Fue la portera quien le telefoneó a España, cuando vio la puerta abierta y las cosas por el suelo. Tuvo que hacer un viaje relámpago desde Madrid solo para arreglar el desaguisado sin levantar sospechas. Tampoco avisó entonces a la policía. ¿Para qué? Su intuición le decía, como ahora, que no sería buena idea hacerlo, consideró que quizá se arrepentiría. En esa ocasión, no tuvo tanto miedo, asumió que eran meros ladrones. ¿Y ahora por qué vuelve a repetirse lo mismo otra vez? Era obvio que buscaban algo y no lo habían encontrado todavía. Ella se temía que no descansarán hasta encontrarlo. Era consciente de esa posibilidad.

Inevitablemente, en ese momento Balmori se vio en la obligación de preguntarle cuál era la razón de su viaje a La Haya; intuía que la clave del peligro en que ella se encontraba gravitaba en torno a ese viaje y a esa ciudad. Se situó frente a ella y la miró fijamente a los ojos. Lamentaba la pregunta, pero no tenía más remedio que darle una explicación veraz. ¿Tenía que ver todo esto con su trabajo?

Sidonie bajó la vista; sospechaba que sí, no podía dejar de admitirlo, pero ignoraba realmente qué podían estar buscando. Él le pidió entonces que no se anduviera por las ramas y le dijese la verdad.

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