Las reacciones del amor son complejas, sirven para definirnos. Describen cómo somos, cuál es nuestra capacidad de movimiento. Dana se sorprendía a sí misma. Nunca habría creído que sería capaz de protagonizar hechos insólitos, de experimentar reacciones ilógicas, de actuar con incoherencia. Tenía la impresión de que deliraba. Se había convertido en una criatura imprevisible, que actuaba a partir de impulsos concretos. ¿Dónde estaban la razón y sus designios? Se habían fundido, inesperadamente, en el aire. Espiaba sus conversaciones telefónicas. Aparentaba estar ocupada en una tarea cualquiera. Fingía estar concentrada en lo que hacía, pero prestaba atención para cazar sus palabras. ¿Qué decía? ¿Con quién hablaba? Como nunca le ofrecía una respuesta convincente, ella improvisaba hipótesis imposibles.
Decidió seguirle. Dejaba el trabajo sin dar explicaciones y salía a la calle, dispuesta a saber adónde iba. Conocía sus itinerarios, el bar donde desayunaba, el quiosco donde se paraba a comprar la prensa, el camino que seguía para regresar a casa. Perseguir los pasos de alguien a quien amas es un ejercicio de ladrones o de supervivientes, y ella era una pobre mujer que intentaba sobrevivir en medio del desconcierto. Se escondía en una esquina, tras el portal de un edificio que le ofreciera protección. Le esperaba con una paciencia que le era desconocida. Tenía la impresión de que se había convertido en una estatua de sal. Su corazón no latía. No sentía el frío ni el calor. Su cuerpo era insensible a los elementos porque vivía esclavo de una actividad frenética. Se hacía preguntas mientras intentaba justificarle. Si estaba distraído, era porque el trabajo le agobiaba. Cuando parecía ausente, la culpa era de una agenda demasiado apretada. Cada mentira se convertía en un engaño de la imaginación.
Le espiaba. Cuando le perseguía desde una cierta distancia, protegida por los transeúntes que se interponían, se sentía estúpida. Nunca habría creído que fuera posible actuar como un animalito perdido que husmea a su amo. ¿Dónde estaban la dignidad y el orgullo que sus padres le habían enseñado como consigna de vida? Ella vivía con aquel hombre. Tenía que repetírselo constantemente. Amaba la sombra que perseguía por las calles de Palma. Conocía su presencia concreta. Dormía junto a él. ¿Por qué, entonces, la sensación de haber perdido el norte, la incapacidad de hablar claro? «Sé sincero de una vez —habría querido decirle—. Dime cómo es posible cambiar en pocas semanas. Me regalaste un anillo. Me pediste que fuera tu mujer. Te respondí que ya lo era. ¿Lo he sido, alguna vez? ¿O sólo una persona que no quieres mostrar al mundo, porque representa tu debilidad? Quién sabe si sólo he representado el papel de una puta. Ha desaparecido el amante, el amigo, el amor. Como si siempre hubieras llevado una máscara. Continúas diciéndome que me amas. ¿Qué amor me juras, mientras llevas una vida que desconozco, paralela a la nuestra? Tienes dos vidas, Ignacio, y yo sólo conozco una.»
Le espiaba de día. Le amaba de noche con una furia nueva. Cada vez como si fuera la última. Lo intuía, aunque no se lo dijera. Un beso, y otro más, mientras callaban. Se arañaban los cuerpos con una desesperación que sustituía la antigua ternura. Se dejaban en la piel los signos con que habrían querido marcarse la vida. No era furia contra alguien, sino a favor de un amor que se les escapaba. Cuando él se dormía, ella le velaba el sueño. Observaba sus movimientos debajo de las sábanas, la respiración, la desazón que salía por cada poro de su piel. Habría querido abrazarle, decirle que le amaba, suplicarle que no le fallara. «No me traiciones, porque me matarías.» Se lo decía muy bajito, cuando no podía oírla. Con la punta de la lengua recogía la sal que la tristeza deja en las mejillas.
Le telefoneó a la radio. Era casi mediodía y estaba a punto de entrar en un estudio de grabación. El técnico le dijo que tenía una llamada. Era la voz de Ignacio. Nervioso, le dijo:
—Tendrías que venir un momento a casa.
—¿Ahora? ¿Tienes algún problema?
—Sí. Ven en seguida. Tengo que decirte algo.
No era su forma de actuar. Tampoco le reconocía el tono de voz. Pronunciaba las palabras con una tensión desconocida. Era una voz amarga por la tristeza, lenta. No tenía vida, la energía que le recordaba la pasión que ponía en las cosas. Se preocupó. Algo muy grave sucedía para que Ignacio reaccionara como un hombre derrotado. Le recordó a alguien que habla sin fuerzas mientras se asoma a un abismo en el que puede perderse para siempre. Intentó coger un taxi para que el trayecto fuera más corto, pero no encontró ninguno libre. Volaba por las calles. Todo el mundo debía de pensar que se había vuelto loca, pero no le importaba. Le encontró en la habitación, con una bolsa de viaje abierta delante de él. Estaba metiendo algunos jerséis, camisas. Se miraron. Él murmuró:
—Me ha llamado Marta.
—¡Siempre Marta! —Habría querido evitar la exclamación, pero no pudo contenerla. Hay palabras que se nos escapan sin que podamos silenciarlas.
—Es la madre de mis hijos —lo dijo serio, casi solemne.
—Sí, claro.
—Jorge ha tenido un accidente de moto.
—¿Cómo?
—Mi hijo. ¿Recuerdas que tengo hijos? —Había una frialdad terrible en aquella voz.
«No me hables así —habría querido exclamar—, no tienes ningún derecho. Yo no tengo la culpa del accidente, y tú me miras como si fuera la culpable.» Contuvo el alud de reproches, y preguntó:
—¿Es grave?
—No lo sabemos muy bien. Parece ser que sí. Podría… —vaciló— quedarse sin poder andar. Tiene la columna afectada, pero no sé hasta qué punto. Nos lo llevamos a Barcelona.
—De acuerdo. Tranquilízate. Seguro que será una falsa alarma. Te ayudaré a preparar las cosas. ¿Dónde tienes la chaqueta gris? Todavía hace frío, la necesitarás. —Hablaba y se movía como una autómata, incapaz de asimilar la información, intentando no reflejar el miedo que sentía.
—Tengo una plaza en un avión que sale dentro de una hora. He de darme prisa.
—Sí. Te acompañaré al aeropuerto. Si tenemos suerte, podré encontrar un billete en el mismo vuelo.
—¿Qué dices?
—Quiero acompañarte.
—No seas absurda. No es el mejor momento para encuentros familiares, ¿no te parece?
—No iré a la clínica. Te esperaré en el hotel para hacerte compañía cuando vuelvas por la noche. Estaré cerca de ti.
—Mi hijo es ahora la única prioridad. Me iré solo y te mantendré informada.
—No lo entiendo. Te aseguro que no molestaré a nadie.
—Te telefonearé.
Había llamado a un taxi. Al cabo de pocos minutos, el coche estaba en la calle. Lo vio por la ventana y le pareció el espectro de una pesadilla. Intuyó una sombra en el interior. Se preguntó si era un juego de la luz o la figura de Marta esperándole. Intentó sentir compasión por aquella mujer, por el adolescente que quizá no volvería a andar, pero no pudo. Sólo era capaz de sentir lástima de sí misma, apartada de la vida de Ignacio. Se sintió culpable, pero no lo podía evitar. Tenía que acompañarle a Barcelona. ¿Cómo podía quedarse en casa, como si no pasara nada, mientras él partía? Se abrazaron: ella como se agarra un reo a la vida antes de morir; él con cierta ternura que la impaciencia vencía. Se esforzó en dominarse, mientras le preguntaba:
—¿Me tendrás informada?
—Naturalmente.
—¿Dónde te alojarás?
—No lo sé. Si quieres ponerte en contacto conmigo, llámame al móvil.
—¿Tengo que decírselo a alguien?
—No hace falta que hagas nada.
—Ya. Adiós, amor.
—Adiós.
Vio cómo se marchaba sin hacer nada por evitarlo. Las palabras y los gestos habían dejado de tener valor. Tenía que saber esperar. Nunca había sido una mujer paciente. Le costaba reprimirse. Tener que dejar que los demás marcasen los ritmos era duro. Habría necesitado ir con él. Oscilaba entre la pena por Ignacio y la rabia contra él, que no aceptaba que le acompañara. No era sencillo hacerle entender que amar también es estar juntos, sentir la presencia del otro en los momentos malos. Habría querido apoyar la frente en su hombro. Le habría gustado también estrangularle porque la expulsaba de su mundo. Le amaba y le odiaba. Se lamentaba por la soledad de Ignacio, mientras se preguntaba si Marta estaría a su lado. ¿De qué hablarían? ¿Intentarían consolarse rescatando recuerdos perdidos? ¿Se entretendrían reviviendo la niñez del adolescente como una forma de recuperarle? Recordarían horas felices, tiempos pasados que la memoria puede hacer presentes. ¿Se alojarían en el mismo hotel? Quizá se habían abrazado con una intensidad nueva, junto a la cama del hospital. Quién sabe si habían recobrado rastros de la antigua ternura.
Se dijo que tenía que ser fuerte. Ayudaría a Ignacio desde la distancia. Se reprochó el egoísmo de querer acapararle, cuando su hijo estaba grave. Le avergonzaban sus propios sentimientos, aquella combinación absurda. De una parte, la tristeza, pero también el miedo a perderle. Las ganas de que Jorge se recuperara; el deseo de que todo fuera como antes. La necesidad de irse a Barcelona; el esfuerzo de contención que le suponía quedarse en casa, sentada junto al teléfono, esperando noticias. Tenía el móvil en la mano. El teléfono fijo cerca. Uno u otro sonarían en cualquier momento. Tenía que estar atenta. Cuando Jorge volviera a la isla, quizá querría conocerla. Dicen que las experiencias extremas hacen madurar. Conmovido por la dedicación de un padre que lo dejaba todo para ayudarle, sabría ser generoso. Marta se adaptaría a la nueva situación. Una mujer que ha estado a punto de perder a un hijo debe aprender a relativizar ciertas historias. El dolor nos tiene que hacer más comprensivos, tiene que suavizar la intransigencia. Pensarlo le servía de consuelo.
La siguiente semana transcurrió lenta. Empezaron las situaciones extrañas: Ignacio nunca respondía al móvil. Cuando marcaba el número, aparecía la voz metalizada de una mujer que le aseguraba que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Le dejaba mensajes. Hacía un esfuerzo para serenarse y decirle que deseaba que todo fuera bien, que esperaba noticias, que le amaba. Después de algunos días, llegó a tener la impresión de haberse convertido en una cinta grabada que emite siempre las mismas frases. El propio tono de voz contenido le hacía pensar en otra persona. Seguro que Ignacio no sabría reconocerla, en aquella secuencia monótona de sílabas monocordes. Cuando has dicho muchas veces «te amo» al silencio, la expresión llega a sonar como una mentira. Cuanto más se esforzaba por ser convincente, más falsa se notaba. No encontraba el punto adecuado entre lo que quería transmitirle y lo que tenía que reprimirse. En definitiva, una locura.
Él la llamaba una vez por la mañana. Le decía algunas frases poco personales que le recordaban un comunicado médico: Jorge había pasado la fase de peligro inicial, la intervención había sido un éxito, tenían que tener paciencia, las secuelas del accidente no estaban todavía suficientemente claras, la rehabilitación sería larga. Murmuraba que la amaba y le decía adiós. No manifestaba el deseo de compartir el sufrimiento, ni ningún interés por el infierno que ella vivía. La conversación tenía aires de trámite molesto, de una obligación que cumplimos con pereza. Dana intentaba alargarla. Comentaba algunas llamadas de amigos interesándose por Jorge, o la última noticia que corría por las calles de Palma sobre un conocido común. Ignacio nunca manifestaba curiosidad. Ella le hacía preguntas que él respondía con monosílabos, como si no tuviera tiempo que perder. Le expresaba de nuevo el deseo de ir, pero lo hacía sin convicción, cada vez con menos insistencia, porque sabía que la respuesta sería negativa. El día se hacía eterno. Las horas pasaban con lentitud.
Intentaba comunicarse con él llamando al hotel. Nunca estaba. Si estaba, había dado orden de que no le pasaran llamadas. Llegó a reconocer las voces de los conserjes. El de la noche tenía la voz grave. Era más amable que el otro, que le hablaba como si fuera una niña, mientras disimulaba un tono ácido que le parecía de burla. Habría querido matarlos, hacerlos culpables del muro que existía entre los dos. En la radio tenía una actitud hermética. Trabajaba sin poner interés en lo que hacía. Se amparaba en los recursos conocidos, incapaz de inventar fórmulas. Huía de los demás. Los compañeros la observaban cuando pasaba por su lado, ciega y muda.
Es terrible esperar a que nos llamen a un teléfono que nunca suena. Vivir pendientes, al acecho de un sonido que hasta llegamos a imaginarnos. Descolgaba el auricular sólo para comprobar si estaba bien colgado. Veía que la línea funcionaba y sentía desaliento, la decepción de no poder atribuir a una causa externa la ausencia de las llamadas de Ignacio. Una conversación al día cuando antes la llamaba cada hora por cualquier bobada. Marcaba su número con una agilidad sorprendente. Le preguntaba qué ropa llevaba, le decía que mirara el cielo, le repetía palabras de amor. Adaptó la vida a la espera. Era una sensación nueva, porque todo giraba en torno a una expectativa concreta. No iba al cine ni al teatro. No quedaba con nadie para evitar preguntas inoportunas hechas con buena intención. Adaptaba sus horarios a las llamadas que nunca se producían. Evitaba los lugares públicos con demasiada gente, donde las zonas de cobertura eran escasas. Tampoco frecuentaba los espacios abiertos, las carreteras aisladas, los emplazamientos donde el móvil tenía un radio de acción limitado. Su pensamiento era una mala tormenta. Cuando veía al hombre del tiempo que anunciaba borrascas, se fijaba en el mapa lleno de nubes. Así era la vida: la amenaza de un temporal que avanzaba hacia la geografía del corazón. Intuimos el frío antes de sentirlo, olemos la lluvia cuando todavía no forma charcos. Le añoraba intensamente. Era una nostalgia a menudo dulce, que la alejaba de la realidad. De pronto, se volvía casi salvaje. Se proponía pedirle explicaciones. ¿Por qué tardaba tanto en volver? ¿Por qué razón ella no podía ir? ¿De dónde venía aquel silencio que flotaba en cada conversación? Cuando hablaban, no le hacía ningún reproche. Tenía un tono de súplica que la hacía sentirse poca cosa.
Hacía seis semanas que Ignacio se había marchado a Barcelona; un número importante de horas reales, un número infinito de horas de ausencia. Aquella noche Dana no podía dormir. Daba vueltas entre las sábanas. Intentaba encender la luz para leer un rato, pero las palabras se perdían en la confusión de sus pensamientos. Se levantaba, andaba por la habitación, se asomaba a la ventana. De madrugada, pasó el camión de recogida de basura. Le resultó familiar. Es curioso cómo un ruido desagradable puede hacernos compañía en una noche de insomnio. No había ni un alma por la calle. Se hizo de día con lentitud. Contemplaba cómo nacía el crepúsculo: un punto indeciso que se va abriendo. Calculaba el tiempo que faltaba para que Ignacio la llamara. Había llegado al límite de sus fuerzas. La tensión vivida, el agotamiento y la tristeza se unían para abatirla. No comprendía nada. Era incapaz de continuar la farsa de palabras amables. Faltaban pocos minutos para las ocho cuando recibió la llamada. Reconoció la voz distante de las últimas semanas. Se lo dijo: