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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (25 page)

BOOK: Pasiones romanas
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Había protagonizado la misma escena muchas veces, como si fuera un actor que sale al escenario a repetir un texto, haciendo las pausas en los lugares correctos para respirar, que calcula los gestos que acompañan la modulación de las frases, así actuaba Antonia en aquellos episodios de su vida. Podría haber descrito, sin variaciones, la escena vivida: le presentaban a un hombre en un acto social. Había cierta atracción mutua. Muy pronto iniciaban un juego de sobreentendidos. La gesticulación exagerada, la sonrisa que quiere resultar encantadora y que borra los signos de fatiga, las frases que parecen nuevas, aunque sean estereotipadas. Pensaba que el sentido del ridículo siempre se despierta un cuarto de hora tarde. La quimera de encontrarse a las puertas de conseguir lo imposible era el motor que impulsaba a los actores: ella y el otro. Un deseo de felicidad que renacía en cada nuevo encuentro. La magia que les hacía pensar una vez más: «¿Y por qué no?» Rodaban por una pendiente hecha de mentiras a medias, donde tomaban posiciones los elementos del juego. Primero, la voluntad de mostrar la mejor parte de uno mismo. Ejercían de vendedores ambulantes que se ofrecen al mundo como un gran producto. Segundo, las ganas de seducir y de ser seducidos. Un viejo juego que resurgía multiplicado por el alcohol, el entusiasmo del descubrimiento y el miedo a la soledad. Tercero, la esperanza de que el encuentro no fuera una simple aventura que queremos olvidar, sino una historia que nos transformaría la vida.

El encuentro multitudinario derivaba siempre en una situación de intimidad compartida. Cualquier excusa era buena: «No, de ninguna forma. No quiero que cojas un taxi. Te acompaño a casa en mi coche.» «¿Cuándo puedo volver a verte? Dame tu teléfono. Creo que todavía nos tenemos que contar muchas cosas.» «¿Estás cansado? ¿Quieres subir a tomar la última copa?» «Nos tenemos que encontrar de nuevo. ¿Tienes libre pasado mañana para cenar? Te llevaré a un japonés que es una delicia.» Eran esas frases u otras, no importaban las palabras, sino la intención. Un segundo acto lejos de las bambalinas, donde los actores interpretaban un diálogo de aproximación magistral. El escenario solía ser un restaurante; era un espacio que reunía todas las condiciones. Dicen que la buena comida ablanda el alma, hace menos duros a los duros, más tiernos a los tiernos. El vino estimulaba las confidencias.

Los actores insistían en subrayar la sensación de complicidad, el placer de encontrarse en buena compañía. Se contaban episodios de la vida que habían vivido cuando aún no se conocían. Es decir, hasta aproximadamente veinticuatro horas antes del encuentro en cuestión. Descubrían que tenían pensamientos coincidentes, formas parecidas de ver el mundo. De todo ello se daban cuenta, poco más o menos, a partir de la cuarta copa. Celebraban con entusiasmo una serie de inauditas casualidades. En ese momento, ella se inclinaba hacia él al hablar, inundándole de un perfume carísimo que despertaba los sentidos. El hombre, que no quería parecer inseguro, llevaba a cabo avances clave en el proceso de aproximación: le cogía la mano, acercaba la rodilla a su pierna por debajo de la mesa, le retiraba los cabellos del rostro. Antonia respondía a los movimientos masculinos con un aire de acogedora indiferencia. Sin mediar palabra, le decía que los pasos eran correctos, que iban por buen camino si el destino final eran las sábanas de su casa.

El itinerario en coche era complicado. Antonia, bajo los efectos de la bebida, tenía cierta tendencia a hacerse preguntas poco recomendables. Como se conocía, intentaba ahogarlas pidiendo al conductor que aumentara el volumen de la música. Quería escuchar canciones estúpidas que repitieran letras estúpidas. Era la fórmula perfecta para no pensar. La entrada en el ascensor podía presentar distintas variantes: predominaba la impaciencia. Volaban prendas de vestir antes de encontrar el cerrojo de la puerta. La mano de él se perdía entre los encajes de su sujetador. En alguna ocasión, el visitante procuraba mantener las formas. Se fijaba en un cuadro del pasillo. Alguno entretenía la subida con un beso que, a menudo, dejaba a Antonia sin ganas de meterse en la cama con él. La halitosis puede ser buen antídoto contra el mejor afrodisíaco.

Dos cuerpos desnudos en la penumbra de la habitación. El desconocimiento de la piel, de los olores del otro. Las espaldas se perfilaban en la oscuridad, empapadas de sudor. Mezclar sudores y salivas puede ser una experiencia ingrata. Se tocaban con la avidez de los ciegos que exploran territorios desconocidos. Solía predominar la prisa, las ganas de llegar al clímax sin demasiados preámbulos. A ella le habría gustado un amante generoso, que se entretuviera en procurar hacerla feliz. El placer pide tiempo y paciencia. Sus conocidos de una noche eran hombres tacaños, inexpertos o ebrios. La mayoría buscaban una satisfacción rápida: la penetraban como si cruzaran el patio de armas de un castillo en tiempo de guerra. La sacudían por completo, mientras se vaciaban en su vientre dolorido.

¿Cuántas veces había simulado ella un orgasmo? Había perdido la cuenta. Tampoco habría sabido decir por qué razón lo hacía. Tal vez acudían a su mente los viejos tópicos, la imagen de la mujer frígida que no habría querido ser. Quizá lo hacía por compasión. Aquella piedad que nos invita a no ser el espejo de las miserias ajenas. Tensaba el cuerpo y maullaba como una gata en celo. Puro teatro para satisfacer el ego del macho y quedarse tranquila. Tras la decepción de turno, no tenía fuerzas para continuar fingiendo. Finalizado el último acto, deseaba bajar el telón. Reposar como los títeres en la caja donde no llegan los sueños. Procuraba evitar el correspondiente ataque de lucidez: decirse que era una estúpida, que había caído en la trampa de siempre. Hacía un esfuerzo por aplazar los reproches hasta el día siguiente, cuando una taza de café y una agenda salvadora alejaran los fantasmas. Simular un orgasmo era fácil; encontrar a alguien con quien retozar, dichosa, entre las sábanas no lo era. Alguna vez, había estado a punto de llorar. El amor propio o la dignidad lo evitaban. Cuando oía la respiración del amante, nunca conseguía dormirse.

Trabajaba en una empresa de publicidad. Formaba parte del equipo de creativos que diseñan las campañas de firmas conocidas. Era una tarea interesante, en la que unía el rigor del oficio con una creatividad sorprendente. Antonia iba por el mundo observando la vida en imágenes. Era hábil para la abstracción (sabía aislar un objeto de su propio espacio) y, a la vez, era capaz de concretar (situaba ese objeto en un nuevo espacio imaginario). Dominaba la síntesis, porque sabía que los mensajes que nos transmite un anuncio tienen que ser breves, contundentes. Jugaba con las reacciones previsibles del receptor, en una demostración admirable de conocimiento de las reacciones humanas. Preveía las posibles respuestas del público a quien iba destinado el producto. Diferenciaba lo que resulta estimulante de lo que provoca rechazo. Partía de una idea y la desarrollaba hasta el último detalle. Era exigente, apasionada por un trabajo que la divertía profundamente.

Las satisfacciones del trabajo eran proporcionales a las insatisfacciones en la vida privada. A medida que pasaba el tiempo, tendía a refugiarse más en la publicidad. No fue una decisión premeditada. No tenía vocación de mujer que se encierra en un mundo exclusivo, propio. Le habría gustado poder compartir la vida cotidiana. Como no era posible, se construía un presente alejado de los embates del corazón. Los encuentros con amantes esporádicos solían ser frustrantes. Dejaron de interesarle. No estaba dispuesta a poner fácil el acceso a su cama. «¿Para qué? —se preguntaba—. Lo único que he conseguido, en los últimos años, ha sido un desfile de gente extraña por casa.» De algunos conservaba un recuerdo cálido, difuminado por la distancia que convierte el recuerdo en benévolo. De otros no quería ni hablar. A algunos los había borrado del mapa, como si nunca se hubieran cruzado con ella. Los consideraba accidentes de la vida; formaban parte de algunas situaciones de las que no había sabido salvarse.

La inquietud por el oficio le hacía abrir los ojos. Iba por las calles observándolo todo, dispuesta a nuevos hallazgos. En un bar, en una plaza, en la conversación con un taxista surgían las imágenes. Podía recurrir a viejas revistas, carteles de otras épocas, cuadros de pintores desconocidos. Su trabajo constituía una mezcla de elementos diversos. Como si todas las mañanas al despertarse visitara las buhardillas de una casa antigua, la calle más transitada de la ciudad y un café portuario. De la suma y la discordancia salían ideas geniales.

En los días de fiesta buscaba refugio frente al televisor. Era la excusa perfecta: no tenía demasiado tiempo para ver anuncios, y necesitaba tragárselos todos para descubrir tendencias, fórmulas nuevas. A menudo sólo encontraba repeticiones poco interesantes. Hacía zapping en busca de un mensaje capaz de sorprenderla. Se hundía entre los cojines del sofá. Vestida con ropa cómoda, sin maquillaje ni intención de moverse de casa, con una caja de bombones, unas revistas, un libro, dejaba que pasaran las horas. Se dormía. Un dulce sueño le ganaba la voluntad, dejándola vencida. No ofrecía resistencia, sino que permitía que la desidia se impusiera. Nadie la esperaba. Ella tampoco esperaba a nadie. En alguna ocasión, padecía un ataque de hambre. Entonces vaciaba el frigorífico de las pocas provisiones que éste conservaba. Comía chocolate, devorándolo. Siempre se sentía algo culpable; tenía la sensación de no saber controlarse, de dejarse ganar por impulsos que conducían directamente a aumentar de peso. Al atardecer, sonaba el teléfono. Era su hermana, la única persona que se preocupaba por su suerte:

—¿Cómo estás? ¿Has pasado un buen día?

—Sí. Estoy instalada en el sofá. No te preocupes por mí.

—¿Quieres que salgamos? Te dará un poco el aire.

—Ya tomo suficiente aire a lo largo de la semana, gracias. Te aseguro que alguno es perverso. Cualquier día enfermaré. Sinceramente —suavizó el tono—, no me apetece salir.

—Siempre igual. Escucha: no tienes que dejarte vencer por la pereza.

—No se me ocurren demasiadas cosas interesantes que hacer.

—Podríamos ir al cine…

—Tú lo has dicho: me vence la pereza. Eres un ángel. —Había un tono burlón, propio de su carácter, en el halago—. Gracias por tu interés, y buenas noches.

—Buenas noches.

Había tenido un par de relaciones estables que no habían funcionado. Duraron poco tiempo, porque no se dejaba llevar por falsas esperanzas. No las recordaba nunca. No se permitía divagaciones sobre lo que podría haber sido y no fue. Borró del pensamiento los nombres y los rostros de aquellos hombres. Era fuerte; guardaba las flaquezas para sí misma. Entre las paredes de su casa volaban dosis de vulnerabilidad, de indecisión, de duda. A la calle, salía con la coraza puesta. Se movía con un aire que atemorizaba a quienes la rodeaban. A golpes de decisión, había conseguido situarse donde estaba. En el trabajo, nadie discutía su criterio. Un ejército de diseñadores seguían las directrices que ella marcaba. Tenía un gabinete a punto para resolver las necesidades urgentes: una secretaria, dos ayudantes, los técnicos. Todos vivían pendientes de un gesto de Antonia. Cuando examinaba sus ideas plasmadas en el papel por los demás, podía reaccionar de forma diametralmente opuesta. Podía romper los papeles lanzando imprecaciones e insultando a la víctima que tenía enfrente, o bien podía expresar una alegría contenida (nadie la vio manifestar euforia nunca). Felicitaba a sus colaboradores con una efusividad moderada, inclinaba la cabeza en el respaldo de la silla, haciendo una pausa, y se ponía a hablar de la siguiente campaña.

Viajaba a menudo. La ciudad europea que más le gustaba era Londres. Adoraba la energía de la gente por las calles, la mezcla humana, la sensación de vida. Pocos meses después de haber optado por hacer una pausa en sus citas sexuales, fue a Inglaterra. Aprovechó el tiempo para recorrer tiendas y beber cerveza en los pubs del centro. Una noche, reservó una entrada en el Palace para ver de nuevo
Los miserables
. La historia de Jean Valjean, la efervescencia de París, una ciudad en plena revuelta, los amores no correspondidos de Eponine, los sueños de Marius y Cosette le emocionaban. Vibraba con los sonidos de la orquesta y con las letras de los intérpretes: «
Do you hear the people sing? Say, do you hear the distant drums? It is thefuture that they bring. When tomorrow comes… Tomorrow comes!
»

Cuando acabó la función, se perdió por los callejones del Soho. Recorrió las vías paralelas a Straferbury Street. A poca distancia de Piccadilly Circus, circulaba mucha gente: jóvenes que recorrían el centro, parejas que salían de los restaurantes, una marea de cuerpos que avanzaban en diferentes direcciones. Encontró una zona de sex-shops. Eran tiendas con una cortina en la entrada. No lo dudó. Cruzó la puerta de uno de aquellos antros. El ambiente era mucho más inofensivo de lo que podría haber parecido desde fuera. «La imaginación supera la realidad», murmuró. Los enseres, ordenados en las estanterías, le recordaban una tienda de inocentes juguetes, que invitan a la diversión de los niños. «Al fin y al cabo —se dijo—, nada es demasiado distinto. Todos jugamos de formas casi idénticas.» Vio a unos hombres que se entretenían en la sección de películas porno. Una pareja discutía en voz baja, mientras seleccionaba los objetos para la noche. Ella quería un látigo de cuero; él prefería unas bolas chinas. Dos mujeres nórdicas, altas y rubias, de estructura ósea considerable, estaban escogiendo un vibrador. Las posibilidades de elección eran múltiples. Intuyó que les preocupaban las medidas del instrumento en cuestión. Querían que fuera de proporciones suficientes. Miró los instrumentos con curiosidad. La mayoría le provocaban un curioso rechazo. Eran trozos enormes de plástico duro. Se preguntó cómo podían excitarse ellas sólo con verlos; lo notaba en sus miradas.

Estaba a punto de salir cuando el vendedor le hizo una señal desde el mostrador. Era un hombre de color, que tenía la cara llena de arrugas, estriada. Le preguntó si no había encontrado algo que le gustara. Antonia contestó que no, gracias. No buscaba nada en concreto, sólo había querido echar una ojeada a los expositores. El otro la interrumpió con un ademán misterioso, como si quisiera contarle un secreto. Sin decir palabra, sacó de una caja un vibrador de metal. No era ni demasiado largo ni demasiado grueso. Cuando se lo tendió, Antonia lo tomó con la mano y el tacto no le resultó desagradable. El hombre le dijo que funcionaba con pilas y que llevaba conectado un mando a un cable. Así, en una mano el utensilio, en la otra el aparato que regulaba el ritmo. Tenía distintas velocidades, que podían ir alternándose. «Acércatelo a tu sexo —le dijo—. Juega con él y viajarás a las estrellas.»

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