La espera solía ser breve, pero el tiempo les jugaba malas pasadas. Advirtieron que nunca quiso serles propicio. Se asemejaba a un ovillo. Cuando no estaban juntos, se deshacían kilómetros de cuerda. Era la sensación de la distancia. En sus encuentros, se acortaba. Le percibieron hostil, poco amable. Estaba el tiempo de espera, que era de desazón; el de la compañía mutua, que les volaba entre las manos. Y el tiempo de la añoranza, que era terrible. Al fin y al cabo, vivían una época de profundas contradicciones.
El coche se paraba en la esquina, donde Dana estaba. Se abría la puerta y ella se metía dentro con una precipitación mal disimulada. Ignacio conducía con ademán imperturbable. Una mano al volante, la otra entre las suyas. Los dos miraban de frente, hundiendo ella el cuerpo en el asiento. Bajito, se decían que se amaban. Eran encuentros semanales. Lo habían decidido, aun cuando les resultara difícil soportar la lejanía. Mientras que los demás días eran grises, los miércoles estaban pintados de rojo en sus corazones. A ella, le parecía que, de miércoles a miércoles, se le iba la vida. Los días grises eran los de la añoranza. Se puede echar de menos desde la lejanía, cuando alguien a quien amamos ha emprendido un largo viaje, cuando sabemos que es imposible verle. Entonces, el recuerdo nos abrasa, pero no nos mata, porque no podemos hacer nada. Tierras y mares entre dos seres que se aman no se pueden combatir. Lo peor es la añoranza desde la proximidad. Se veían en la radio y tenían que sonreírse, saludarse con discreta cordialidad, gastar alguna broma que todo el mundo pudiera oír. En el estudio de grabación, notaba el codo de Ignacio junto a su brazo, pero no se tocaban.
El coche circulaba por una carretera. Hasta que habían salido de la ciudad, estaban al acecho. Con los cuerpos rígidos, sin relajarse, una expresión seria en los ojos. No podían evitar que sus dedos se enlazasen con los dedos del otro. Todos los sentidos concentrados en la piel de dos manos que tenían vida propia. Despacio, relajaban la mente y los cuerpos. Desaparecía la zozobra, conjurada por la mutua presencia. Recordaba una pizarra y un aula. Ella ocupaba uno de los pupitres, muchos años atrás. La pizarra, llena de signos escritos con letra menuda: combinaciones de cifras, decimales, ecuaciones extrañas. Al verlo sentía angustia, como si alguien le oprimiera la garganta, ahogándola. La tiza formaba una nube de polvo que enturbiaba la visión y se adhería a la piel. De pronto, sonaba la campana salvadora. Eran las cinco de la tarde, la hora de recoger. Una mano diestra se apresuraba a limpiar la pizarra. Borraba los signos, hasta que quedaba negra, reluciente. Salía a la calle respirando a fondo, como si la vida, generosa, le concediera una nueva oportunidad.
Todos los miércoles cenaban en el mismo restaurante, cerca del mar. Llegaban temprano, cuando aún no había nadie. De vez en cuando, coincidían con una pareja de extranjeros que se regían por horarios europeos. A menudo estaban solos, compartiendo una sensación de intimidad que agradecían. Era un restaurante familiar, no demasiado grande, donde pronto los conocieron. No fueron necesarias explicaciones, para que los situasen en una mesa estratégica, de espaldas al resto de posibles comensales, protegidos por una tenue luz. Al llegar, una mujer los saludaba con una sonrisa que les gustaba, porque creaba la falacia de atracar en puerto seguro. La hija de la casa sonreía cuando les servía. Vivían un paréntesis convertido en ritual de amor. Comían jamón, gambas, pescado a la sal. Bebían Viña Esmeralda. Brindaban por la vida, por ellos, por el futuro. Se miraban y se sentían seducidos, con aquella capacidad que tienen los amantes de apropiarse del otro: los gestos y las preocupaciones, los deseos y la piel. ¿Qué les importaba el mundo, si el universo eran ellos, en aquel momento? ¿Dónde estaban las limitaciones, los conflictos? Escuchaban el rumor del mar.
Era el momento de los proyectos, la hora de dibujar la vida. Se imaginaban que irían de viaje a tierras remotas. Había arenas del desierto que querían pisar, plazas minúsculas, laberintos de calles. Se paseaban por el bazar de Estambul mercadeando camellos y alfombras de seda. Se trasladaban a Londres para ver el último musical de moda. Se perdían en algún lugar remoto de Asia. Descubrían una iglesia perdida entre montañas. Contemplaban cielos y cometas. Subirían a un avión y el mundo se abriría como la palma de una mano. Desde la pequeñez de aquel restaurante, constantemente idéntico, volaban a rutas lejanas. Eran lugares en donde no tendrían que estar pendientes de la gente, donde podrían recorrer las calles bajo la luz del sol, cogidos del brazo, mirándose sin temor. De los labios de él salía el nombre de muchas geografías. Le contaba qué caminos tendrían que recorrer. Le decía que, en cada uno de aquellos lugares, le repetiría que la amaba.
Quien vive el amor es ciego, mudo, sordo. El amor altera el ritmo de los días. Nos hace creer que estamos en verano cuando caen las lluvias otoñales. Sentimos escalofríos de invierno mientras luce el sol. Es mentiroso y juega a que confiemos en lo imposible. Se dejaban convencer por los halagos del amor, que les hablaba al oído. Ignacio creía que aquella historia era su única razón de vivir. Estaba convencido de que lo echaría todo a rodar por ella. Dana le escuchaba con el corazón embelesado, mientras los recelos desaparecían como las marcas de tiza se borran de una pizarra.
Pensaba que era el hombre más atractivo de la tierra. Ignacio la observaba con deseo. Todos los miércoles salía temprano del despacho, se inventaba excusas poco convincentes, corría a su encuentro. Ella mentía a Amadeo, pero no le preocupaba. Se iba volando, sin mirar atrás. No oía la música que componía, el rostro crispado en la creación. Desconectaba el móvil, se escondía bajo un sombrero, junto a aquella fachada. Cuando reconocía el coche, el corazón le latía como una fiesta. La felicidad nos hace distraídos, egoístas. ¿Quién ha dicho que el egoísmo es una cosa mala? Dana se entusiasmaba con una capacidad desconocida de vivir el presente, de borrar a las personas, de olvidar las cosas, de quererlo todo y no desear compartir nada: ni una partícula del otro, ni una mirada.
Después de haber cenado regresaban al coche. Alguien de la familia, sonriendo, los acompañaba a la puerta. Salían al frío de la noche, con una sensación de intemperie. El mar se hacía presencia real, oscura. Subían al coche como si les diera miedo el aire. Vivían una relación de espacios angostos, de lugares cerrados, protegidos de las miradas curiosas. Ella contemplaba la amplia avenida, bordeada de árboles que se confundían con la sombra de la noche. Le habría gustado pasearse. Coger la mano de Ignacio y caminar bajo el cielo. Dejar que el olor a mar les acariciara la cara. Un deseo muy sencillo puede ser complicado; puede volverse más difícil que escalar una abrupta montaña, o cruzar todos los ríos de la tierra. Sólo quería eso: sentir su brazo sobre los hombros, rodear la cintura del hombre que amaba. Recorrer calles pequeñas o avenidas largas. No tener que esconderse de las miradas de la otra gente. No tener miedo de los ojos que se imaginaba como lanzas, que se convertían en dedos acusadores.
Ignacio conducía el coche hasta un lugar tranquilo de Palma. Una entrada discreta daba a la puerta principal del edificio. Había diferentes zonas de acceso, todas perfectamente controladas. Cuando llegaban, hacía sonar el claxon: con las luces de posición encendidas, esperaban. Podían pasar algunos minutos hasta que un empleado salía para darles paso. Era el tiempo necesario para que la discreción fuera absoluta. A ella, el paréntesis se le hacía muy largo. A veces, cerraba los ojos y se imaginaba un cielo de gaviotas. Un día pensó en el mar abierto. Miraba las matrículas de los otros coches que había en el parking. La mayoría eran marcas de lujo. Inventaba los rostros de las parejas que habían ocupado aquellos vehículos. Cada uno llevaba escrito en la frente un relato de amor clandestino. Se preguntaba si eran amores perversos o inocentes, de los que nos encontramos sin querer, cuando ya es imposible escaparnos. En todo caso, historias prohibidas.
Andaban por un pasillo enmoquetado con una alfombra oscura. El mundo se ensombrecía allí dentro: el rostro del conserje, los pasos silenciosos tras cualquier cortina, la retahíla de habitaciones. Había algunas que tenían el techo de espejos; otras disponían de un colchón de agua. Ellos querían una habitación normal. Un lugar donde poder imaginar que estaban en casa, pese a los muebles de dudoso gusto, a pesar de la música que Ignacio se apresuraba a desconectar, de los gemidos que, de vez en cuando, les llegaban como un inoportuno recordatorio. Querían una casa, pero estaban en un escondite alquilado para el amor. Entre aquellas mismas paredes, en unas sábanas cambiadas deprisa para no alargar más su espera, otros amantes anónimos se habían lanzado a los embates del deseo. Pensarlo provocaba en Dana una mezcla de asco y de ternura. Nunca podría haber imaginado que un espacio le provocaría reacciones absolutamente dispares. Una vez, en una de aquellas habitaciones falsamente pulcras, encontraron un cenicero con restos de colillas.
Los sentimientos tienen fuerza para crear sus propios decorados. El amor convierte la sordidez en una nube de algodón. No buscaba en las sábanas el olor extraño de otros cuerpos. Todas las presencias se diluían cuando Ignacio la abrazaba. Cuando su cuerpo tomaba el suyo, también le robaba el alma. En aquella habitación, creyó que el alma existía. ¿Cómo no, si le dolía el cuerpo entero cuando le miraba? Mal de amores. Muy adentro. Nunca se lo hubiera imaginado. En una de las colillas, había un círculo de carmín rojo. Pensó en cómo debían de ser los labios que dejaron allí su huella. Unos labios que besaban como sus labios, que recorrían con esmero la piel de alguien. Alejó ese pensamiento, que era una gran mentira: nadie sabía amar como ellos se amaban. Estaba segura.
Nunca había estado en un lugar como aquél. Ni se habría imaginado capaz de sentarse en un coche, esperando en silencio un gesto que garantizara el anonimato, la ausencia de miradas. No habría creído que escucharía a Ignacio sin inmutarse cuando pedía una habitación y una botella de champán, que miraría con disimulo —porque no quería verlo— cómo metía unos billetes en el bolsillo del hombre de las gafas. Un hombre de aspecto gris que vivía entre gemidos de amor, espiando pasos, imaginándose cuerpos arqueados; triste existencia de quien espía historias de amor ajenas, de quien es el guardián. Nunca se hubiera imaginado que recorrería el pasillo de puertas cerradas: «Por aquí, señores, por favor, cuidado con el peldaño, giren a la derecha.» Sus movimientos convertidos en una respuesta maquinal a las instrucciones que llegaban desde la sordidez. Se puede ser feliz en espacios alquilados por algunas monedas, con el corazón latiendo, pleno de deseo.
Cerraban la puerta de la habitación y el mundo quedaba fuera, al otro lado del umbral. Los nombres de los amantes, los rostros que había imaginado desaparecían. Se desvanecía la presencia de los coches aparcados. Se abrazaban y Dana reía. La risa del amor tiene una curiosa musicalidad. Es difícil de describir, pero sus sonidos perduran cuando ya no existen. Tiene un eco que se desperdiga por los valles abiertos, por los sórdidos pasillos, entre las sábanas que han ocupado muchos cuerpos.
El colchón estaba cubierto con una funda de plástico. El servicio de limpieza quería asegurar que los flujos de los cuerpos que se abrazaban podían desaparecer con eficacia. En aquella cama, se producía todos los días una fusión de líquidos, una mezcla de olores, de saliva y de semen. Las sábanas eran insuficientes para recogerlo. La blancura, apenas impuesta, era como la cumbre nevada de una montaña que ocultaba bosques enteros. En la ducha no había cortina. Cuestiones de higiene: tenían que evitar los materiales que se pegan a la piel. Cuando se duchaban, el agua les recorría los cuerpos y encharcaba las baldosas del baño. Se parecía a un aguacero que cae de pronto, que moja en un instante cualquier paisaje.
En la habitación, los objetos ofrecían un aire de provisionalidad. Los muebles, los cuadros, las butacas. Era un conjunto creado para provocar una sensación falsamente confortable: tenían que encontrarse cómodos para no renunciar a abrazarse. No podían entretenerse demasiado porque otras parejas esperaban en los coches. Se negaban a entrar en un juego de espacios compartidos. Para ellos, la habitación se convertía en un universo en miniatura, un espacio de referencia. A ella no le era difícil abstraerse de aquella suciedad disfrazada de pulcritud. Si Ignacio la abrazaba, el recelo desaparecía. Del mismo modo que había un rastro casi imperceptible de polvo en la mesita de noche, los miedos se convertían en pura sombra en la piel. Una sombra que volaba, cuando se amaban. Las piernas formaban un arco para acoger su cuerpo; las manos de ella le acariciaban la espalda.
Ignacio le hablaba de la Capadocia. Le decía que irían a perderse en un paisaje de piedras que dibujaban formas fantásticas. Cuando le escuchaba, se le abría el corazón. La necesidad de espacios abiertos donde abrazarle se hacía cada vez más grande. Antes, le habría resultado difícil creer que una relación entre dos personas pudiera tener aquella fuerza. Una intensidad que les permitía prescindir de los elementos externos. Conocía muchas parejas que se construían un entorno protector: las actividades y los conocidos comunes, las distracciones y los movimientos del mundo evitaban una concentración excesiva en sí mismos. ¿Cuántos de aquellos que afirman que se aman serían capaces de soportar un aislamiento absoluto? No muchos. Ellos, en cambio, estaban siempre encerrados entre cuatro paredes. Se pasaban horas hablando, confesándose sus pensamientos, sus deseos, sus miedos. La peculiaridad de la situación aumentaba la mutua dependencia. Dana nunca se había sentido tan cerca de otra persona. Necesitaba respirar a Ignacio como si fuera el aire de la mañana.
Cuando estaban lejos de la habitación, los días grises, cada uno vivía una cotidianeidad absurda. Aun así, no eran capaces de desvincularla del otro. El móvil era su aliado: constantes llamadas, mensajes de voz o de texto, la persuasión de la voz que acompaña y que ama. Ella iba por la calle con el móvil en la mano, mimándolo, distraída; podía sonar en cualquier momento. Le contaba los más pequeños detalles de su vida: en qué punto estaba de la ciudad, adónde se dirigía, qué pensamientos le asaltaban de pronto, cuánto le echaba de menos… Al salir del trabajo, cuando conectaba el aparato, había media docena de mensajes esperándola. La voz de él le acompañaba en el trayecto en coche hasta casa. Abría la puerta distraída, saludaba con un gesto a Amadeo, con el móvil en la oreja, e iba a refugiarse en cualquier rincón donde nadie pudiera importunarla. Ignacio tenía dos teléfonos móviles: uno para el mundo, el otro para ella. Mientras trabajaba, él tenía el teléfono móvil en la mesa de su despacho. Escuchaba a sus clientes con expresión atenta. Hablaban de herencias imposibles, de separaciones matrimoniales de opereta, de especulaciones urbanísticas. Asentía con la cabeza, hacía alguna observación precisa. Le enviaba mensajes de amor. Ella sabía que el teléfono estaba siempre conectado. En cualquier momento podía llamarle. Contarle que tenía un día malo en la radio, que Amadeo era como una geografía inexistente que vamos borrando, que él era su vida.