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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (13 page)

BOOK: Pasiones romanas
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Al despertarse, Marcos abría un ojo. Al mismo tiempo, apretaba el otro y se le formaba una arruga en la frente. Le deslumbraba la luz que entraba a chorro por la ventana, porque preferían dormir sin cortinas. Mónica le sonreía desde un palmo de distancia, al otro extremo de la misma almohada, mientras le acariciaba el pliegue de la piel hasta que lo hacía desaparecer. Establecieron un pacto que no escribieron, que nunca dijeron. Era un vínculo hecho de lazos minúsculos: la forma de dormirse, el cuerpo de uno encogido en el cuerpo del otro, la tibieza de la piel, los silencios que acompañan. Eran jóvenes, y el mundo se asemejaba a una fruta jugosa que se fundía entre sus labios, que mordían con deleite. Compartían un espacio de cuarenta metros cuadrados: en la sala, una mesa, un viejo sofá, la estantería de libros. Había motitas de luz en los muebles y en la vida; flotaban en el aire. Vivían en un edificio de tres pisos, con una escalera que tenía la barandilla de hierro, vertical. Ocupaban el último. Subían los peldaños corriendo, sin pereza, convencidos de que los llevarían al infinito. Había una azotea que les ofrecía un paisaje de antenas y de patios, con una iglesia. Cuando hacía buen tiempo, extendían una manta. Hacían el amor.

Al acabar la carrera, Marcos encontró trabajo en un periódico local. Llevaba la sección de espectáculos, y siempre tenían entradas para ir al teatro o al cine. Mónica devoraba historias. Era una enamorada de los mundos ficticios, que solían parecerle mucho más atractivos que los reales. Tenía una capacidad absoluta para ponerse en la piel de vidas ajenas.

—Es como si las vidas de los personajes alimentaran mi propia vida —le contaba.

Entre las páginas de una novela o en las secuencias de una película, descubría emociones inesperadas: de la ira a la desconfianza, de la ilusión a la tristeza. Temblaba, porque pasaba frío o calor. Vivía odios y amores.

—Los amores de los demás hacen más inmenso el nuestro —le aseguraba.

Continuaba dando clases particulares, porque no era sencillo encontrar trabajo. Horas de clases a jovencitos despistados o incrédulos. No le resultaba difícil sentirse cercana a los alumnos, adolescentes que a menudo se dejaban seducir por su entusiasmo. Mónica sabía transmitir una energía inusual en todo lo que hacía. Observaba el mundo con una mirada que se encendía en cada descubrimiento. Cuando acababan la clase, les leía un poema. Lo pronunciaba despacio, y siempre tenían la sensación de que les hacía un regalo. Reía a menudo, entre los versos, con una risa de flauta ágil.

Marcos pisaba el mundo con paso firme. Desde que dejó atrás la niñez, nunca había perdido el equilibrio al andar. Ni siquiera cuando tenía que superar el obstáculo de cuerpos que interceptaban el camino hacia la parada del autobús, cuando llegaba con los minutos justos, casi a punto de ver cómo desaparecía ante sus ojos la primera clase de la mañana, perdida tras las ruedas del vehículo que se alejaba. Cogía velocidad y empezaba a correr, hasta que conseguía asirse a la puerta trasera con un brazo, medio colgado entre el aire y el asfalto, mientras algún compañero bienintencionado se esforzaba en catapultarlo entre una marea de cuerpos. Era experto en el arte de esquivar objetos inoportunos que se interponían en sus rutas. Adelantaba describiendo círculos, corriendo hasta la puerta del cine donde había quedado con Mónica. Volaba en medio de las protestas de conductores airados para situarse frente al restaurante donde tenían que cenar. Nadaba sin agua, con la agilidad de los peces que desafían los embates del mar. Ir a contracorriente siempre fue su especialidad. Cuando empezó a trabajar en el periódico, se acostumbró a ir a pie. Recorría la ciudad con la seguridad de quien conoce cada esquina, los atajos oportunos. Hacía el recorrido con decisión, sin dudar. Mónica admiraba aquella destreza en la coordinación de los movimientos, los pasos firmes.

Cada uno andaba como vivía. Podría haber parecido una afirmación absurda, pero Mónica lo pensaba a menudo. Él era una roca; ella una pluma. Las montañas nunca se desplazan; esperan a que los otros vayan hacia sus parajes de verde y de abismos. Pese a los pasos que daba, Marcos se asemejaba a una cordillera que desafía los vientos. Estaba hecho de una solidez que no admitía grietas, que vencía las embestidas de las cabras, mientras se dejaba acariciar por la hierba. Mónica era de una fragilidad casi transparente. Cualquier brisa podía llevársela. Se preguntaba hasta dónde intervenía la voluntad, cuáles eran los límites. Ella no podía resistirse al aire o a una gota de lluvia.

Pasaron los años con esa suavidad que adquiere el tiempo cuando la vida es plácida. Los días se sucedían, veloces. Las semanas se perseguían como caballos de feria. Se habían construido una existencia de rutinas amables, de sorpresas gratas. Se alegraban al ver el rostro del otro todas las mañanas. Se dormían abrazándose. Marcos le regaló unos zapatos de cristal. Los buscó, con el afán que nos guía a perseguir lo imposible. A veces, lo imposible se encuentra. Ella no había visto otros que fueran más bellos. Se quedó extasiada, contemplando el brillo de los cristales de colores, la combinación de tonalidades, los tacones a través de los cuales se reflejaba multiplicada la luz de la mañana. No se atrevió a probárselos y los guardó en el fondo del armario como quien oculta un tesoro. Todas las noches, los miraba con el placer que le producían las cosas delicadas, los objetos que nos llenan. Él insistía para que los estrenara:

—¿De qué sirven, si no te los pones nunca? —le preguntaba.

—Son demasiado bellos, temo que se rompan con el primer paso.

—Siempre te ha gustado llevar zapatos especiales. No encontraremos otros que lo sean más.

—Tienes razón. Es un regalo magnífico y querría protegerlo.

—¿De qué?

—Del aire, de la luz, de las miradas de los demás.

—Son para el aire, para la luz, para las miradas de todos.

—De mí misma.

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé muy bien.

Los zapatos de cristal se convirtieron en un motivo de discusión. Hablaban de ello todas las noches, antes de dejarse vencer por el sueño. Él creía que todo eran excusas, que no le gustaban. Ella le aseguraba que no era cierto. Nunca se atrevió a decirle que estaba convencida de que eran zapatos voladores. Si se los ponía, no podría controlar sus pasos y su cuerpo se elevaría por la claraboya de la escalera. Le daban miedo, porque el exceso de belleza, sobre todo si la percibimos a flor de piel, nos puede hacer padecer, cuando nada nos pasa de largo.

—Quiero que los estrenes —insistía Marcos.

—Mañana —respondía ella, pero el día siguiente pasaba deprisa.

Era un atardecer de otoño. Durante horas, había caído una lluvia humilde, que no se hacía notar demasiado, pero que dejaba huella. Cuando Marcos volvía a casa, empezaban a encenderse las farolas. Sus pasos salpicaban de lluvia los charcos. Tenía ganas de llegar, la impaciencia por reunirse con Mónica, la mujer que amaba, la de las piernas largas y el vientre oscuro. Ella siempre era capaz de sorprenderle. Le descubría todos los matices de la emoción. ¿Cuántas veces había sentido aquel cuerpo que vibraba a su lado, el pensamiento ágil? Quería decirle que, en el periódico, había un clima tenso, que todos querían imponer sus criterios, que vivía en un mundo de locos. Esperaba oír su risa cuando le contara las últimas anécdotas. Se imaginaba el rostro interrogante, la sonrisa cómplice. Habría querido decirle que los días tenían sentido porque podía volver, regresar a su lado, refugiarse en su cuerpo. ¿Quién había dicho que él era el fuerte? Nunca lo creyó. Acaso habría contado de dónde le nacía la fuerza: de los ojos de Mónica, cuando le miraban.

Subió la escalera deprisa. No se entretuvo en encender la luz, porque el tramo que había que recorrer era breve. Tres pisos se suben en un suspiro, si nos gana la impaciencia. Abrió la puerta y entró en casa.

Estaba oscuro. Un rayo de luz rojizo se filtraba por la ventana de la cocina. Esquivo, impertinente. Pertenecía a un anuncio de Coca-Cola que se encendía y se apagaba en una fachada próxima. Entró en el salón, el baño, el dormitorio. Registró cada rincón donde podía buscarla. No estaba allí, aunque en el aire flotaba su olor; lo percibía sin esforzarse. El aroma de alguien es una sombra de su presencia. También estaba la ropa en los armarios, el libro en la mesilla de noche, las hileras de zapatos. Encontró una taza con posos de café en la mesa. Encendió las luces. Pronunció su nombre como si quisiera reclamarla. Llamó a las amigas, a los alumnos conocidos. Se repetía que no tenía que preocuparse: en cualquier momento la vería aparecer. Juntos se reirían de aquel miedo absurdo. Le dominaba un presentimiento de pérdida, cuando la ausencia todavía era una posibilidad remota, un pensamiento que va y que viene. Respiró hondo. Se asomó a la escalera, dispuesto a recorrer las calles hasta encontrarla. En el rellano, vio el zapato de cristal que le había regalado. Un solo zapato, a punto de caer rodando peldaño a peldaño.

X

El
château
de Lavardens es de piedra blanca. Se eleva con su volumen de monolito vertical, donde las aberturas son casi innecesarias, imperceptibles huellas en la consistencia de una roca. Las ventanas no interfieren en la visión de la fachada. No lo consiguen tampoco los arcos que cortan los torreones, ni el arco central mucho más redondo que tiene la bóveda oscura. La estructura es de una solidez rectangular, firme. Para llegar hasta allí, salieron de Toulouse a primera hora de la mañana. El día empezaba en el campo francés con una explosión de verdes muy pálidos, sin sombras. Hacía un sol enfermizo, que los observó de perfil largo rato, hasta que adquirió forma. La distancia era breve: cincuenta kilómetros por rutas estrechas, poco transitadas. En una desviación de la carretera que va de Auch a Agen se encontraba el castillo que buscaban.

Dana observaba a Ignacio de reojo. Conducía con una sonrisa que no acababa de esbozar con los labios, pero que ella adivinaba. Tenía un aire de hombre satisfecho, que hace lo que le apetece, que respira tranquilo. Se lo había prometido. No recordaba si se lo dijo después de aquella noche, cuando pararon el coche en una curva de la carretera. Los dos llevaban una copa de más. Habían ido a una cena con gente de la radio: encuentro concertado en un restaurante de moda, tener que sonreírse como se sonreían cuando la gente los miraba, hacer equilibrios para ocupar asientos próximos, conversar con todo el mundo cuando, en realidad, sólo habrían querido hablar el uno con el otro, escucharse con disimulo, ocultando mal el profundo desinterés que les provocaban los comentarios de sus respectivos vecinos de mesa. Cuesta hacer creer que concentramos la atención en alguien, cuando el pensamiento no está demasiado lejos, a unos pocos metros de distancia que marcan una dirección en la voluntad y en el deseo.

Era tarde cuando se despidieron de los demás. Hacía frío, e Ignacio se apresuró a subir los cristales del coche. Quería protegerse del frío, pero también de las últimas miradas que los perseguían:

—Levantaremos el muro protector —comentó con algo de sorna.

—Siempre tenemos que hacerlo —le respondió ella.

Había un deje de agotamiento en la voz. Estaba cansada de vivir en una madriguera, de esconderse siempre.

—¿Estás bien?

Ignacio habría querido decirle que la entendía.

—Me falta el aire.

—¿Para respirar o para vivir?

—Para ambas cosas.

Se desvió del camino de vuelta y buscó un lugar oscuro.

—¿Quién dice que la luna hace compañía a los amantes? —le preguntó Dana—. A mí, incluso me sobra la luna.

Era amarilla, la rodeaba una sombra opaca. Extraña presencia en medio de un azul muy oscuro. En el coche sonaba un vals. Ignacio la hizo bajar. La abrazó y bailaron dando vueltas las notas de aquella música. El brazo de él la sujetaba por la espalda; a ella la cabeza le rodaba algo, efectos de la noche y del alcohol. Cada uno giró sobre los pasos del otro, dibujando un círculo: deprisa, deprisa. Cada vez más rápido, en un conjuro a favor de la vida. Él intuía que estaba harta de paredes, de espacios reducidos que los oprimían, porque añoraba el aire. El frescor de la noche, la brisa de las mañanas. Le dijo que irían al castillo de Lavardens. Se lo susurró al oído, sin reflexionarlo. Aun cuando no era un hombre que se precipitara, había aprendido a seguir determinados impulsos. Tenían que huir de las calles de Palma, de los lugares conocidos, de la gente que los perseguía sin saberlo. Estaba convencido de la urgencia de respirar otros parajes. Los espacios cerrados pueden encarcelarnos la vida, reducirla a una dimensión exigua; los espacios abiertos son necesarios porque nos permiten respirar, tener la sensación de poder movernos sin ataduras. La claridad del mundo nos hace levantar los ojos y ver más allá de los árboles, de los matojos, de los cuerpos agachados de quienes nos espían los pasos.

Proyectó el viaje con rapidez. Como era de decisiones firmes, se esforzaba por ejecutarlas. Encargó los billetes, alquiló un coche en Barcelona, inventó una de aquellas mentiras para la familia que solía confundir con una excusa, la convenció a ella y partieron hacia el sur de Francia. Durante el trayecto, ella le repetía que no se lo acababa de creer. ¿Cómo era posible que se marcharan lejos del entorno más próximo, cuando habían vivido meses enteros medio escondidos, sin atreverse casi a respirar? El paisaje era amable aquel verano; también lo era la vida.

En Lavardens los esperaba Camille Claudel. Ignacio había visto una fotografía suya: el retrato era de una mujer joven, que tenía la nariz recta y los labios bien dibujados, imperceptiblemente curvados de tristeza. Unos labios carnosos sin exceso, en una sabia combinación de sensualidad y armonía. Bajo el arco de las cejas, unos ojos almendrados. La mirada de gacela capaz de perturbarle, pese a la distancia que se abre entre un retrato y la vida. Toda la melancolía del universo escrita en unos ojos. «¿Cómo es posible?», se preguntó, fascinada por aquel rostro. Las facciones un tanto angulosas de Camille contrastaban con la pureza de la piel y los ojos húmedos. Algunos mechones de pelo castaño le sombreaban la frente. Nada conseguía atenuar la intensidad de una mirada que oscilaba entre la desolación y el miedo.

—¿De qué tenía miedo esa mujer? —le preguntó a Ignacio.

—No lo sé; quizá de la vida.

—No —dijo categóricamente—. De la vida, no.

Camille vivió una existencia trágica. Hermana del poeta Paul Claudel, heredera de una extraordinaria sensibilidad que supo reflejar en sus esculturas, se movió siempre a la sombra del hombre al que quiso con un amor desorbitado.

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