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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (8 page)

BOOK: Pasiones romanas
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El azar jugaba con sus encuentros. Como no los buscaban, podían pasar meses sin que tuvieran noticias el uno del otro. Inesperadamente, oía el nombre de él pronunciado por alguien que le admiraba. Sin darse cuenta, sumaba la propia admiración a la ajena. Nunca se paraba a analizar el placer que le provocaba tener noticias suyas. No pensaba demasiado en ello. Si quien le mencionaba vertía la dosis de envidia que levantan los triunfadores, se apresuraba a defenderlo. Era una reacción no pensada, surgida de un instinto casi elemental. Ponía un punto de entusiasmo que solía pasar desapercibido incluso para sí misma. ¿Cuántas veces habían comido en un restaurante en días diferentes? ¿En cuántas ocasiones habían pisado las mismas calles en horas distintas? ¿Con cuánta gente se habían encontrado, rostros que formaban parte de un único paisaje? Compartían un universo de referencias, de nombres y de plazas.

Vivir en Palma propiciaba a la vez los encuentros y los desencuentros. Las dimensiones de la ciudad pueden favorecer la coincidencia; tienen también la desproporción de ciertos laberintos, que hacen dar vueltas días y noches a aquellos que quieren encontrarse. Un atardecer, él subía por la escalera de la plaza Mayor, mientras Dana se perdía bajo sus arcos. Los dos escuchaban los violines de unos músicos callejeros. En una ocasión, ella se sentó en el último asiento en la conferencia de un reconocido escritor. Llegaba tarde, con los minutos justos. Él había entrado en la sala media hora antes. Estaba sentado en la tercera fila pero no se volvió para mirarla. Respiraron cien veces el aire salado del mar, en noches veraniegas. Uno en una terraza; la otra desde aquella ventana. El azar se empecinaba en acercarlos sin dejar que coincidieran. La mayoría de las veces, la proximidad era sutil, inexistente en la realidad, puro potencial de un encuentro que se deshace en el aire antes de producirse, porque hay una falta de sincronía que es cuestión de segundos, cuando algunos segundos pueden marcar distancias inmensas.

Mientras tanto, cada uno escribía la vida con renglones torcidos. Los días eran una rueda que los obligaba a tomar partido, a pronunciarse aunque no lo quisieran, empujados por las inercias. Ignacio era abogado de un prestigioso bufete en Palma. Tenía fama de hombre serio, que manejaba las leyes con el rigor de quienes interpretan los secretos. Vivía en un piso en el paseo Mallorca. Tenía una mujer a quien le gustaban los actos sociales, la ópera y el ganchillo. Marta hacía colchas de hilo para relajarse, cuando se cansaba de no hacer nada. Tenían dos hijos que afrontaban la adolescencia con un ímpetu de leones jóvenes, protegidos por una familia bien situada y un padre socialmente casi todopoderoso. Se habían creado un universo de felicidad en minúsculas, que nadie cuestionaba. Eran felices porque tenían que serlo, porque reunían todas las condiciones objetivas y posibles de la felicidad. Miraban el mundo con una cierta prepotencia, convencidos de que nada podía alterar el orden que habían construido. Ignacio y Marta iban al teatro. Saludaban a los conocidos con una inclinación de cabeza o una sonrisa. Él la cogía por los hombros, con un gesto protector. Daban la imagen estereotipada de una pareja sin conflictos. Marta e Ignacio salían a cenar con los amigos. Los dos eran divertidos, ocurrentes; sabían contar el último chisme social o comentar las novedades del panorama político. Simulaban una complicidad que sólo existía de puertas afuera, o de puertas adentro cuando hablaban de los hijos, pero que se desvanecía entre las sábanas. Ignacio y Marta tenían una casa en la montaña, en la ladera de la serra Nord, donde pasaban los fines de semana. Él conducía un inmenso coche; a ella no le gustaba la cocina; prefería los restaurantes. Viajaban a menudo, aunque nunca lo hacían solos, porque eran una familia bien avenida y les gustaba recorrer el mundo con sus hijos. El dinero facilitaba la convivencia: no había nunca discusiones, ni planteamientos incómodos. Él tenía que convertirse en un auténtico malabarista para que ella aceptara hacer el amor. Le preparaba almuerzos sibaritas y cenas románticas. A Marta le gustaba la buena comida en la mesa, pero no soportaba las delicias de la carne en la cama. Siempre encontraba la excusa adecuada. Cuando no quedaban pretextos, se abría de piernas e instaba a Ignacio para que acabara deprisa.

Dana trabajaba en la radio. Había estudiado periodismo y presentaba un programa matinal. Entrevistaba a políticos, a artistas y a gente de la farándula. Sabía modular la voz, para que adquiriera todos los registros de los interrogantes. Hacía preguntas afiladas como puntas de acero, suaves como cantos rodados de río, sugerentes o evocadoras. Muchas mañanas, Ignacio se despertaba con ella. Llegó a acostumbrarse, casi sin darse cuenta, como si buscara un rastro amigo. Entre el aroma del café y de las tostadas, se mezclaba el olor a la voz. «¿Cómo puede oler la voz de una mujer?», se preguntaba a menudo. Cuando la escuchaba, recordaba su rostro, y nunca se extrañó, porque evocarla formaba parte de los rituales del día. Oírla a primera hora le ponía de buen humor. Se esforzaba en intuir el estado de ánimo a través de la voz. Buscaba coincidencias con las propias oscilaciones anímicas. Si la mañana era inclemente, cuando las nubes formaban una telaraña gris, encontraba en ella ecos de lluvia. Si lucía el sol, la imaginaba de color azul.

En la milimetrada vida de Ignacio no había ni un espacio. Acaso, aquellos minutos de la mañana con la radio encendida. Era sólo una vaga presencia que no llegaba a adoptar forma real. Podrían haber continuado siempre así, tan cerca y a la vez tan lejos. Sin impaciencia ni añoranza. El azar habría perpetuado el juego de encuentros que apenas se esbozan, que mueren antes de nacer, cuando los cuerpos se cierran a la insistencia de los demás y las almas se doblegan a los embates de los vientos.

En la tranquila existencia de Dana no había lugar para Ignacio. Tenía un trabajo que le gustaba, conocidos con quienes se encontraba para ir al cine, y una pareja provisional con todos los matices de lo que es transitorio. Amadeo era un músico despreocupado, poco brillante. Supo que no era un genio al poco de conocerle, apenas disipados los efluvios del entusiasmo inicial. Durante los primeros meses, creyó que había descubierto al compositor incomprendido por el mundo, a quien ella haría recobrar la confianza en su propia creación.

Vivió una fase de redentora que no duró demasiado; sólo el tiempo justo que necesitó para comprobar dos cosas: primero, que es fácil confundir a un hombre estrafalario con un hombre genial (los límites entre la rareza y la singularidad a menudo son difusos, sobre todo si la pasión los diluye); segundo, que nadie cambia a nadie. Esto último fue más difícil de asimilar, porque había vivido convencida de que ella, y sólo ella —la lúcida, la comprensiva, la enamorada—, conseguiría hacer surgir toda la capacidad artística que había en Amadeo. Aquella creatividad sofocada por el pragmatismo de los demás, mortecina por la indiferencia de quienes rodeaban al artista que ella había sabido reconocer.

En un proceso irreversible, se dio cuenta de que los silencios artísticos de Amadeo eran simple pereza. Descubrió que las crisis, que había identificado con el espíritu inquieto del creador, sólo eran falta de imaginación e incapacidad de esfuerzo. Entendió que la cólera contra el mundo ocultaba la desidia de enfrentarse a él. Lo fue comprendiendo poco a poco, mientras acumulaba pequeñas decepciones que no le provocaban gran dolor. Tan sólo una sensación de tristeza que se desvanecía deprisa, como se van las gotas de lluvia cuando el parabrisas limpia el cristal de un automóvil. El desencanto suele ser producto de una suma de minúsculas desilusiones. Habría querido que él fuese el hombre que había imaginado, pero no lo era. Sin protestas, aprendió a aceptarle. Un día, apareció la certeza de final anticipado. La relación con Amadeo parecía feliz, pero sabía que tenía una fecha de caducidad que alguien había escrito en un calendario secreto.

Se acostumbró a vivir con aquella certeza. Cuando se conocieron, había deseado un amor eterno. Él era tan vulgar como todos los amantes. Pronto supo que la eternidad pende de un hilo, que está hecha de materia quebradiza. Le gustaban sus cabellos, la forma que tenía de sonreír, de hablar de música, de abrazarla. Amaba su entusiasmo y sus debilidades; sensaciones que fueron perdiendo consistencia cuando se conocieron. Compartir las sábanas, la cuenta corriente y el lavabo puede iluminar cualquier ceguera. Pero jamás se precipitaba: era cauta, paciente. Confiaba en los propios proyectos, en la apuesta hecha. Al mismo tiempo, una lucidez incómoda le decía que no había nada que hacer, que aquel hombre era un fraude. Se aficionó a vivir a medio camino entre lo que pasaba y lo que sabía. ¿Por qué tenía que precipitarse si el tiempo pone el mundo en su lugar? Los días volaban, mientras sentía a Amadeo cada vez más lejano.

En su relación, todo era provisional: vivían en un piso de alquiler, tenían los libros separados, pocos amigos comunes, ningún proyecto. No se paraban a analizar aquella sensación de inestabilidad, seguramente porque era la única forma que tenían de perdurar como pareja. Vivían el día a día con calma: él en un estado de inconsciencia absoluta que se podría haber confundido con el letargo. Dana, segura de que no había futuro, aun cuando era incapaz de cortar las últimas ligaduras. Había restos de vida compartida, recuerdos inoportunos, hábitos creados sin quererlo, migajas de pasado y costumbres presentes que formaban un tejido que disfrazaba las situaciones, que las hacía simples. Rodeados de una inmensa telaraña de cotidianeidad y rutinas, malvivían juntos. En la radio, ella había encontrado un buen refugio. La música jamás fue mejor excusa para desaparecer del mundo. La dependencia puede disfrazarse de confort, de «ya hablaremos», de engaños bien urdidos y falsas alegrías.

En las ciudades, la vida transcurre deprisa. Extraña paradoja: el presente, que vuela, se convierte en una especie de somnífero de voluntades. Si tenemos que atender muchas obligaciones inmediatas, no hay demasiado tiempo para entretenerse en cuestiones que afectan al futuro. Aunque sea el propio. Cuando alguien no sabe cómo pagará el recibo de la luz, por ejemplo, no reflexiona sobre la conveniencia de iluminar el mundo. La inmediatez se traga el intento de gesta futura. La suma de pequeñas urgencias hace desaparecer cualquier necesidad más lejana. Lo que puede aplazarse pasa siempre a un segundo nivel. Ignacio estaba acostumbrado a reducir la vida a una serie de obligaciones que se esforzaba en entender como placeres. Por una parte, el trabajo del despacho; por otra, los viajes, las relaciones sociales, la familia. Dana había optado por simplificar la jornada, dividida entre la radio y un abanico de hechos casi insignificantes, pero que le resultaban entretenidos. Los dos vivían a su aire.

Hasta que llegó aquel invierno. No recordaban haber vivido unos meses tan fríos. Ignacio miraba el cielo con gesto serio. Pensaba demasiado a menudo en su niñez: recordaba la insistencia de la lluvia, las miradas de los padres todavía jóvenes. En las calles, la lluvia formaba de nuevo charcos de una superficie gris. La gente se levantaba los cuellos de las chaquetas; volaban por el suelo gorros, bufandas, paraguas que el viento se llevaba lejos. Los cristales de los cafés se empañaban con el aliento de los que buscaban refugio. Las aceras estaban llenas de gente apresurada que quería escapar de los malos vientos.

El invierno invita a recluirse. En un movimiento instintivo, el cuerpo y la vida se ocultan como un caracol dentro de su concha. Una cierta quietud, aunque sólo sea aparente, se impone. En aquellos fríos días se encontraron. Un suave rayo de luz entraba por la ventana del edificio de la radio. El director le hizo una propuesta: resultaría atractivo iniciar una serie de programas sobre temas de derecho al alcance de un amplio público. Se trataba de buscar a un experto en leyes, alguien de reconocido prestigio, que se atreviera a hablar por la línea abierta al exterior. Cualquier oyente podría entrar en antena y preguntarle. Ella tendría que ser lo bastante hábil para moderar el tono de la conversación, el tiempo de las respuestas, las intervenciones del público. Cuando le dijeron que Ignacio sería el protagonista, no sintió extrañeza. El invierno, por fin, le traía algo diferente.

—¿Os conocíais? —les preguntó el director, en la primera reunión de trabajo.

—Claro —contestaron los dos con una sonrisa.

—Es un abogado muy conocido —matizó ella—. Hay quien dice que algo peligroso —se atrevió a añadir.

—Si alguien te ha dicho eso, te engaña —respondió él con un punto de vanidad en la voz—. Yo te conocía. Claro. Creo que hemos coincidido en algunas ocasiones.

—Es fácil encontrarse en una ciudad como ésta, sobre todo si te mueves por los mismos círculos.

—La verdad es que conocía más tu voz. Me despierto con ella todas las mañanas.

—¿Ah, sí? —Sintió una alegría infantil, sin justificaciones—. Me gusta saberlo.

—Me ilusiona convertirme en colaborador tuyo. No lo habría imaginado antes. Mi vida transcurre por caminos que no tienen demasiado que ver con la radio. Puede ser una buena experiencia, aunque no sé si seré un buen divulgador de leyes.

—Seguro que sí. Yo estoy encantada, y estoy segura de que la audiencia también.

—Es un proyecto interesante.

—Ignacio tiene una agenda muy llena. No ha sido sencillo convencerle para que dé este paso. Me enorgullece decir que lo he conseguido. —El director sonreía, sentado entre los dos.

Todo fue formal, correcto. Él era un hombre educado, que sabía guardar las formas con exquisitez. Dana tenía un carácter más impulsivo, aunque se esforzara en controlarlo. Volvieron a sonreír antes de despedirse, porque, naturalmente, él llegaba tarde a algún sitio. Desde una ventana del estudio de grabación, le vio marcharse. De espaldas, los hombros inclinados, la figura alejándose por la calle. Le siguió con la mirada, hasta que se confundió con los coches y los demás peatones.

Empezó un período confuso. Cuando en el transcurso del tiempo lo recordaba, le resultaba difícil establecer los límites de un principio y de un final. Hay historias que no sabemos cuándo empiezan. Quizá nos atreveríamos a poner una fecha de inicio, pero lo haríamos con todas las reservas del mundo. ¿Fue en aquella reunión en la sala de redactores de la radio? ¿O fue al día siguiente, cuando Ignacio la llamó para concretar algunos detalles sin importancia? ¿El día de la emisión del programa? ¿Tal vez cada una de las semanas siguientes, cuando se encontraban en el estudio de grabación, siempre a la misma hora? Probablemente habría tenido que ir mucho más atrás, situarse en una época remota, cuando no sabían apenas nada el uno del otro. Ignorar no significa no imaginar.

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