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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (10 page)

BOOK: Pasiones romanas
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—¡Matilde, la expresión de tu cara es como si tuvieses dieciséis años!

—¿Qué dices, mujer?

—Te lo aseguro. Te he visto llegar y ha sido como si el tiempo me gastara una broma. Me has parecido la muchacha que conocí en el barrio.

—Ya me gustaría… pero han pasado muchas cosas, mucho tiempo.

—Claro. Pero hoy tienes la misma mirada de antaño. ¡Ay!, me haces sentir joven a mí también. La verdad es que —bajó el tono de voz— la muerte de Joaquín te ha quitado años.

—Sí, el pobre. Lo único que todavía no he podido aceptar es que tuviese un final tan triste.

—Déjalo correr. Cada cual tiene el final que se merece… No sé cómo explicarlo. Además, ahora hay que tener pensamientos alegres.

—En el fondo, me das envidia. Lo tengo que reconocer, María.

—¿Envidia, yo? ¿Y de qué?

—Siempre has amado a ese zoquete de Antonio. No entendí por qué te casabas con él, debe de tener lo bueno escondido.

—Antonio es un hombre cabal. Sabes que no me gusta que te metas con él.

—Si lo digo de verdad, mujer. Tú, tan poquita cosa en el barrio, y tan feliz en la casa.

El interés por Justo debió de ser una consecuencia de aquella infantil envidia por la felicidad de la otra. Nunca se había parado a analizar la satisfacción de vivir que ocultaban los ojos de su amiga. Durante años, le pareció incomprensible, casi fuera de lugar. Muerto Joaquín, se preguntaba qué fórmula mágica había encontrado. ¿Dónde estaba la combinación de elementos que habían hecho posible el prodigio? María no era ni más hábil ni más lista que ella. Era una mujer sencilla que vivía satisfecha con su suerte. De pronto pensó que ése debía de ser el secreto. Lo único que hacía falta era pactar con la vida. Amoldar los huesos y los pensamientos a las situaciones que nos salen al encuentro. No protagonizar absurdos actos de rebelión solitaria contra un destino que no se puede cambiar. Ella nunca se había conformado con su suerte: se atrevía a soñar lo que no era posible, a reinventar el mundo. Ésa debía de ser la llave de la insatisfacción. Si observaba los gestos mesurados de la otra, su sonrisa tranquila, sentía el deseo de ocupar su lugar. Cuando las cosas pequeñas tienen todo el protagonismo, la existencia debe de ser muy dulce. El mundo es duro mientras intentamos entenderlo, en un ejercicio de insistencia continuada. Matilde nunca había dejado que la vida siguiera sus ritmos sin impacientarse. Había pretendido intervenir, tomar parte activa en lo que consideraba importante. Había vivido a la espera, tensa. Era arisca como una roca.

María, en cambio, estaba hecha de una materia líquida que fluía como el agua de un río. No se daba con los salientes de las rocas, ni miraba atrás con el deseo de regresar. En el puesto del mercado, el sol caía sobre ella, que se movía ligera entre las cajas de verdura. Al iluminarla, le brillaba la frente, húmeda de sudor. La luz la hacía alta, fuerte. Le daba una viveza en los gestos que no concordaba con sus ademanes habituales, de persona algo apocada. Matilde contemplaba la expresión de mujer segura dentro de sus propios límites. Seguía el cuidado que ponía en cualquier sutileza, el interés por las peticiones de quienes se le acercaban. En aquel lugar y a aquella hora, para María no existía nada más. Todo el universo se concentraba en un pequeño espacio. No se hacía preguntas ni se impacientaba. Con la respiración tranquila, pese a la actividad de la mañana, actuaba sin prisas. Se dejaba llevar como si fuera una melodía que suena en la radio y que nos persigue por las calles; o el silbido de un tren que recorre un camino de vías paralelas, lejanas.

Hay gente que tiene un físico poco transparente, personas que no muestran a los demás cómo son ni qué gustos tienen. Nadie adivinaría a qué se dedican. Si miras su expresión, la forma de su cuerpo, sus gestos, no encuentras ninguna pista fiable que te permita deducir en qué actividades centran su energía. Huyen de los estereotipos sin haberlo elegido. No llevan un cartel en la frente que diga quiénes son o qué hacen. Justo no parecía un camionero. Antes de conocerle, Matilde pensaba que los camioneros eran robustos, cuadrados de hombros, con una voz grave que recordaba los sonidos de un saxo. Él era menudo y esbelto. Pronunciaba las palabras con un tono de voz aflautada, a veces muy suave, a menudo un poco estridente. No tenía grandes obsesiones, pero sí pequeñas manías. Le gustaba llevar las uñas y los zapatos relucientes. Se dormía mirando la televisión o con la radio pegada a la oreja. Contaba siempre los mismos chistes que le hacían reír a carcajadas. En la cabina del camión, parecía una ratita. En cambio, cuando ponía en marcha los motores, todos sus miembros se tensaban. Era como si creciera, aguzara la vista, y se preparara para comerse la carretera. Le gustaba conducir: recorrer kilómetros de asfalto con la mirada fija en el cristal, como si persiguiera el horizonte.

Había nacido en un pueblo de Andalucía del que no tenía memoria. No recordaba sus olores. Cuando todavía era niño, sus padres emigraron a Mallorca. Tuvo una infancia dura, llena de dificultades y de escasez. Su padre trabajaba en la construcción y llevaba las manos siempre manchadas de cemento. Recordaba todavía el tacto áspero, casi de piedra, la palma en su mejilla dejando un rastro de ceniza. Era un niño frágil, que tenía los huesos menudos y la agilidad de los gatos. Odiaba aquellas uñas sucias. Tampoco soportaba las zapatillas que se ponía su padre para ir a la obra. Eran unas deportivas viejas que le había regalado un vecino caritativo. Los cordones tenían una mezcla de tonalidades marrones. Todas las noches quedaban en la puerta del excusado en medio del pasillo. Él las miraba como quien contempla dos barcas que van a la deriva. Pasaba de puntillas y fruncía la nariz, convencido de que los restos de los escombros olían mal. Nunca se atrevió a contárselo a nadie: ni al padre, ni a la madre, ni a los amigos, porque sabía que se burlarían de él, de aquel miedo. En el camión, el mundo se hacía diminuto para que él pudiera volar. La isla se transformaba en un itinerario abierto. Al volante, se sentía pletórico de fuerza. Cuando conoció a Matilde, estaba harto de pasar las noches solo.

El mercado se convirtió en un punto de encuentro. Todos los sábados, muy temprano, Matilde salía de casa. Se había dejado contagiar por el color de las paredes. Se vestía con ropa de tonalidades intensas, que le recordaban el buen tiempo, devolviéndola a las horas felices. Cerraba la puerta bajo siete llaves. Andaba unos pocos metros hasta la parada del autobús. A menudo encontraba un asiento que le permitía observar desde la ventanilla las calles de la ciudad. Recorría siempre la misma ruta de plazas y avenidas. Contemplaba las fachadas de los edificios, el trasiego de la gente, la luz. Sin quererlo, había recuperado una sensación antigua, acallada desde hacía muchos años. Volvía a sentir la impaciencia, las ganas de llegar al mercado, el deseo de ver a Justo, que le esperaba subido a un taburete, con un vaso en la mano. Aquella prisa le alegraba la vida. El desasosiego que sentía antes de que el autobús girara en la última esquina era un sorbo de la adolescencia lejana, recobrada milagrosamente.

—El amor rejuvenece —aseguraba María cuando la veía llegar.

—El amor nos hace ridículos —le respondía ella, avergonzada por lo que estaba viviendo.

—No te niegues a vivir —le aconsejaba la otra, mientras metía las manos en un cesto de tomates maduros.

—La vida es muy complicada —murmuraba Matilde, con el pensamiento perdido.

—Te gusta complicártela. Déjate llevar por el presente, mujer, que las cosas son más sencillas de lo que piensas.

Matilde la escuchaba con una mezcla de admiración y sorpresa. Pensaba que habría querido ser como ella, capaz de arrinconar las preguntas en un oscuro lugar. Igual que tiramos los objetos inútiles, que los guardamos en el fondo de un armario donde nunca volveremos a buscarlos, deseaba alejar las dudas. Miraba el cielo y lo veía muy azul, muy claro. Tenía la sensación de que habían desaparecido todos los inviernos de la tierra; se proponía no volver a recordar los días lluviosos. Andaba hasta el bar donde le esperaba Justo. Al verla llegar, se levantaba del taburete. Le sonreía. Vencían la timidez, se preguntaban si habían dicho la palabra oportuna, hecho el gesto apropiado.

Se paseaban por el mercado. Iban del brazo: él con los zapatos y la sonrisa relucientes; Matilde, con una falda de percal que dibujaba diminutas flores, como si llevara una primavera esparcida por la ropa. Se miraban, todavía sin acabar de creer que se hubieran encontrado. A Justo le gustaba hablar. Le describía las rutas que había hecho el camión durante la semana. Le decía que, cuando conducía por la noche, se acordaba de sus ojos. Matilde recibía las palabras como un regalo.

Aunque andaba de puntillas, como si fuera un bailarín, Justo le llegaba a los hombros. Tenía la cintura más esbelta que Matilde. Pero a ellos esos detalles no les importaban. Al abrazarse, el mundo se empequeñecía; podían cobijarlo entre los brazos. Se casaron una mañana de sábado, en una iglesia que parecía un jardín. Fueron las cuatro vecinas de toda la vida, media docena de parientes, y María, que lloraba junto a la novia. Antonio le rodeaba los hombros con el brazo. Fue un casamiento alegre, porque alguien contrató a unos músicos callejeros. En el cielo sonaban campanas de boda. Matilde llevaba un vestido con la falda bordada, zapatos sin tacón. El novio, de la alegría, parecía haber crecido un palmo. Hubo un convite de chocolate con ensaimadas que se fundían en la boca. «Soy muy feliz», pensó Matilde, mientras saboreaba el chocolate. «Muy, muy feliz», volvió a repetirse, cuando empezó el baile. «Infinitamente feliz», murmuró antes de dormirse, con el cuerpo rebosando fiesta, en una amplia cama y con el marido muy cerca. En el pelo todavía tenía restos de confeti. La mano de ella se perdió entre las manos de él, que tenía una respiración regular cuando dormía.

Pasaron tres días sin salir de la habitación. La luz, que les llegaba matizada por las cortinas, les indicaba en qué momento se encontraban. Si era el amanecer, si resplandecía el mediodía, si la tarde anunciaba la oscuridad. La exactitud no existía en el paso del tiempo. Lo único real eran las manos que se encontraban en el refugio de las sábanas, los cuerpos felices. Comían fruta y queso, bebían vino tinto. Hablaban. El ansia de palabras que Matilde había acumulado en la convivencia con Joaquín quedaba saciada por Justo. Él le contaba cómo se imaginaba el pueblo pequeño y andaluz donde nació. Le decía que viajarían hasta allí. Dibujaba para ella imágenes lejanas de su difícil niñez, imágenes próximas de las rutas con el camión. Las conversaciones del hombre desataban la lengua de Matilde, que se emborrachaba de tiernas palabras, que rescataba recuerdos para contarlos, que reía con la cabeza apoyada en el pecho de él. Las frases que decían los acompañaban. Servían para salvarlos de la soledad de los años pasados. También los dedos trazaban caminos por la piel del otro. Los cuerpos se acoplaban y alejaban el frío.

El cuarto día, después de la boda, Justo se levantó temprano. La noche anterior, había conectado un despertador que los devolvería al mundo de madrugada. Se despertaron como si un enjambre de abejas les zumbara en el oído. Cuando se levantó de la cama lo miró. Por un instante, estuvo a punto de retenerle en aquella habitación, de sábanas revueltas, de olores entremezclándose. Alargó los brazos en una llamada inútil, que él no percibió. Observó cómo se vestía: los anchos pantalones, la camisa de cuadros, un jersey. Le dijo:

—Ponte unas gotas de colonia. Me gusta que huelas bien.

—Sí —respondió Justo.

—Todavía no te has marchado y ya te echo de menos.

Se preguntaba cómo puedes echar de menos a alguien que está a tu lado, de quien sólo imaginas la ausencia, cuando tienes los ojos colmados de él.

—Volveré pronto.

—Sí —dijo ella.

Debe de haber añoranzas que son augurios. Matilde ignoraba que no vería a Justo nunca más.

VIII

Dana ocultaba el rostro bajo un sombrero. El cuerpo, protegido por la fachada, apenas visible respecto a los coches que pasaban, a los peatones que recorrían la acera. Anochecía en Palma, un momento poco propicio para encuentros inoportunos. La gente salía del lugar de trabajo, los comercios empezaban a cerrar, la humedad se reflejaba en las expresiones de muchas caras, tensas después de un día de actividad. Todo el mundo parecía moverse deprisa, con aquella impaciencia de final de jornada, de deseo de regreso al hogar. Era un buen momento para pasar desapercibida. Mientras estaba al acecho, en una esquina mal iluminada —punto estratégico entre las sombras—, observaba los adoquines del suelo. La mirada baja y el corazón encogido, dos sensaciones curiosas. La necesidad de ocultarse a los ojos de los demás era un descubrimiento. En el fondo, le provocaba cierta curiosidad: ahora llevaba dos vidas, paralelas como las líneas que avanzan al unísono pero que nunca se encuentran.

El espíritu curioso dominaba el rechazo. La certeza de no actuar según las propias normas le causaba una aversión que calmaban unas voces interiores, racionalmente tranquilizadoras. No pasaba nada. Vivía una situación que todavía tenía que procesar. «Todo se tiene que asimilar primero, si se quiere llegar a comprender», se repetía. En algún momento, pensaba que había perdido el dominio de la situación, el control de la existencia. A veces, se sentía ridícula. «Tengo un comportamiento de adolescente, quizá tendría que visitar al psiquiatra —se dijo—. No, no hay nada fuera de lugar, vivo una vorágine que, poco a poco, se calmará para que pueda pensar.» Pensar y vivir le parecían, a la sazón, actividades contradictorias. Si se paraba a analizar lo que vivía, surgían incómodos interrogantes. Se le cortaban las alas. Si se limitaba a dejarse llevar por las sensaciones vividas, surgía alguna pregunta que no sabía responder. «Reflexionar y vivir a la vez es muy complicado —pensaba—. Puestos a escoger, prefiero la vida.»

La mirada trazaba una circunferencia. De los adoquines del suelo, que le ocultaban los ojos, a una rápida ojeada hacia un radio más amplio. Tenía que asegurarse de que nadie la veía. Era el reto de la espera: no mirar para que no la miraran, un subterfugio para no llamar la atención quizá demasiado simple. Como si bajar la vista hasta el suelo sirviera para volverse invisible. Al mismo tiempo, mirar para constatar que no la miraban. Un ejercicio de combinación complicado que no siempre salía bien. En alguna ocasión había visto pasar a un conocido muy cerca, casi rozándola. Podría haberle tocado el rostro con la mano. Contenía la respiración, se fijaba todavía más en la cuadrícula de los adoquines —en una observación tan atenta que podría haber calculado el número de aristas—, y, con un movimiento rápido, se ponía los cabellos en forma de cortina delante de la cara. Actuaba como si estuviera absorta en sus pensamientos. Se escondía del mundo, porque todo su mundo estaba concentrado en un hombre.

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