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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (26 page)

BOOK: Pasiones romanas
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No la convencieron las palabras, sino la expresión de su rostro. Había puesto los ojos en blanco, como quien dice una plegaria o está en éxtasis. Se dirigió a la salida, avergonzada. Sin proponérselo, miró hacia atrás para constatar que los demás no la observaban. Todo el mundo estaba demasiado entretenido con sus propias obsesiones. La sonrisa del vendedor le decía adiós desde el mostrador. Anduvo todavía un rato. Hacía un aire frío. Se subió el cuello del abrigo.

En el hotel, se desvistió. No sacó el pijama de seda, que estaba en la maleta. Se echó desnuda en la cama, apenas cubierta por la ligereza de la sábana. Tenía el vibrador en la mano. Mientras se acariciaba el vello del sexo, dudaba. Nunca había utilizado un aparato para conjurar un instante feliz. Prevenciones y recelos acudieron a su mente, pero los ahuyentó. Acercó el pene metálico a su cuerpo. Las redondeces del metal se acomodaban entre los pliegues de la piel. Lo conectó, un suave ronroneo recorriendo sus lugares secretos. Se dejó llevar por la caricia. Pensó que el juego dependía de ella. No tenía que estar pendiente de las capacidades de nadie para que le proporcionara placer. No tenía que padecer, si el otro parecía cansado o estaba medio dormido. Todo el tiempo le pertenecía. No había lugar para el fingimiento. Hacia adelante y hacia atrás, el pene moviéndose por la zona del clítoris. Aumentó la velocidad. Se lo metió en el sexo como si fuera una barca que navega en un río. Oleadas cálidas se superponían. La certeza del gozo que crece, que se apodera de cada rincón. Quería prolongarlo más. Volvió al ritmo inicial, mientras gotas de sudor le bañaban la frente. Se mordía los labios. Una presión al mando, cuando sentía que llegaba el orgasmo. El pene metálico, en contacto con su sexo, casi quemaba. Pensó que tenía vida propia. Recordó el rostro del vendedor. Aquella expresión que le aseguraba alegría para el cuerpo. Fue un orgasmo intenso, salvaje. Se retorció entre las sábanas. La hizo muy feliz. Desde aquella noche en Londres, Antonia se convirtió en adicta al placer solitario.

XIX

Todas las estaciones de tren se parecen. Son espacios para la melancolía y la huida. Desde un vagón, se confunden los paisajes. Las geografías se difuminan. El tiempo pierde sentido porque no podemos acoplar los pensamientos y la velocidad. Las distancias se imponen como la única certeza posible. Sólo hace falta que nos dejemos llevar, con el cuerpo quieto en el asiento, mientras las ideas siguen el ritmo del viaje.

Preparó la maleta. Metió lo que le pareció imprescindible. No fue una buena elección. Su mundo, convertido en un caos, la observaba desde el fondo del armario. ¿Dónde estaba la paciencia que la ayudaría a seleccionar prendas de vestir, objetos, recuerdos, fotografías? Con movimientos rápidos, escogió indiscriminadamente. Tampoco se entretuvo en ordenar aquella curiosa mezcla. Había libros que tendría que haberse llevado, la falda que siempre le gustó quedaba en un cajón, los cuadernos en el escritorio. Lo pensó cuando ya estaba lejos. ¿Si no le dolía dejar su vida atrás, qué importancia tenían los objetos que habían formado parte de ella? Ninguna. Lo único que pretendía era no pensar. Actuar limitaba la fuerza de las ideas. Se movía deprisa al bajar la maleta por la escalera. Cuando paró un taxi para que la llevara al aeropuerto de Son Sant Joan, su mirada hizo un recorrido por la tristeza.

El dolor que vivimos se traslada a nuestra percepción de las cosas. Observaba los árboles de la avenida, los abrigos de la gente que andaba por la acera, el cielo invernal. Los movimientos le servían para anestesiar la pena. No avisó a nadie de su partida. A sus padres los llamaría desde Barcelona; a los amigos, les enviaría postales cuando fuera capaz de escribir algunas líneas. Hay momentos en los que el destino de la ruta no tiene valor, sólo la propia ruta. No se planteó adónde iba. El final del trayecto era una incógnita. Sólo sabía que se iba lejos, más allá del mar que amaba, de los paisajes conocidos, de la vida con Ignacio. Subiría a un avión y empezaría el itinerario de estación en estación, de tren en tren, de ciudad en ciudad.

El vuelo a Barcelona no duró mucho: treinta minutos que pasaron deprisa, mientras veía la isla empequeñecerse. Una extensión de tonalidades verdes y marrones iban perdiendo la precisión de su perfil. Las formas cuadriculadas de las albercas, los molinos de viento, los cultivos y las casas se convertían en juguetes. Todo se volvía inofensivo, como si en aquel trozo de paraíso no existiera el dolor. No soportaba el lugar donde nació, donde había crecido, donde amó y fue abandonada por el amor. No le era posible continuar viviendo allí, recorrer las mismas calles, ver los rostros conocidos, las fachadas. Desde el aire, cada rincón adquiría una suavidad que ella observaba sin implicarse. Cuando se nos para el universo, no hay lugar para la nostalgia. En todo caso, algo de añoranza.

Del aeropuerto de El Prat fue directamente a la estación de Sants. Las estaciones de tren son un escondrijo anónimo. Tienen un aire frío y sucio que ayuda a convertirlas en lugares inhóspitos. En los aeropuertos, las personas tienen aspecto de saber adónde van. En las estaciones, las vías tienen una longitud infinita, la gente parece indecisa. Es fácil subirse a un vagón que no esperábamos. Pasa como en la vida, cuando alguien nos invita a bailar justo cuando terminamos de dejar atrás las luces de la pista. En un aeropuerto, nadie se equivoca de vuelo. Los trenes nos llevan lejos por kilómetros de paisaje. Miró el panel que anunciaba las salidas. Eran las cuatro y cuarto de la tarde. A las cuatro cuarenta salía un tren hacia Montpellier. Tuvo que apresurarse para comprar un billete hacia el norte. Llegó por la noche. Subió por la rue Maguelone, hasta la place de la Comedie. Había un hotel sencillo que tenía el mismo nombre que la plaza. Unos tiovivos giraban rodeados de luces, bajo una carpa blanca y azul. Junto al edificio de la Ópera, una estatua de las Tres Gracias que danzaban, enlazados los brazos. La piedra de sus cuerpos destacaba sobre un fondo de musgo. Alguna paloma volaba, inquieta. Cenó en una
créperie
de la esquina y se fue a la cama con una sensación de profundo agotamiento. No quería pensar, ni pasearse hasta las salas de cine que estaban a pocos metros, donde proyectaban las mismas películas que había visto en Palma. Todo estaba muy próximo. Sentía el pasado del que se alejaba a corta distancia. Se durmió muy tarde, con el rostro de los actores grabado en el pensamiento.

El día siguiente amaneció gris, con niebla. Desayunó en uno de los cafés que daban a la plaza. Pasó de largo ante un pequeño mercado donde vendían fruta, zapatos, revistas viejas. En la explanada Charles de Gaulle había cinco esculturas colocadas en línea recta, pintadas de colores brillantes: rojo, verde, ocre, azul, amarillo. Eran cuerpos de personas decapitadas. Les faltaba la cabeza, como a ella le faltaba algún miembro. Todavía no había descubierto cuál era exactamente. La explosión de colores le hacía pensar que las figuras se habían apoderado de la fuerza del cielo. Le habían robado la intensidad a la ciudad, que parecía demasiado tranquila. Se preguntó si podría quedarse una temporada, tal vez vivir allí. El entorno le resultaba familiar. Encontró la respuesta cuando regresaba al hotel: vio a un músico. Tenía una barba larga y tocaba la guitarra. El hombre la trasladó a la calle Sant Miquel, junto a los arcos de la plaza Mayor. Aquel músico había estado en Palma; lo sabía con certeza, porque le había oído a menudo, mientras caminaba por la ciudad. En alguna ocasión, le había dado un par de monedas. Detenía el paso, inclinaba el cuerpo. Se miraban; él le sonreía con gratitud. Los paseos por su ciudad regresaban como una cita. Rostros repetidos, acordes idénticos. No sabía su nombre, pero era la misma persona. Sólo cambiaba el escenario. Le parecía imposible, pero era real.

Se dio cuenta de la necesidad de marcharse. Hay distancias que no curan, que resultan insuficientes. Aun cuando estaba agotada, no podía pararse en la primera estación. Tenía que continuar el viaje, porque todavía estaba demasiado cerca de casa. En la recepción, le informaron de que a las trece y veintinueve salía un tren hacia Marsella. Tuvo el tiempo justo para cerrar la maleta, que no había llegado a deshacer, y llegar a la estación. Andaba deprisa, pero aun así tuvo que correr en el último tramo. Miró por la ventanilla, desde un vagón que iniciaba la ruta despacio. Suspiró, aliviada por saber que había mucho camino que recorrer. ¿Por qué Marsella? Lo ignoraba. Quién sabe si era por el mar.

Tenía una sensación permanente de ausencia. No percibía la lejanía de los otros, sino la suya propia. Era curioso, porque nunca antes lo había experimentado: la sensación de no existir realmente. A veces olvidamos algo importante. Una cita que no habíamos anotado en la agenda, el aniversario de alguien, las llaves de casa.

También era posible olvidarse de uno mismo, dejarse ir en cualquier esquina. Lo comprendió poco después de que Ignacio decidió abandonarla. Tenía que haber una correlación entre los dos hechos. Cuando él se fue, debió de irse ella también sin saberlo. Aunque la vida continuara aparentemente idéntica, el mundo era distinto. No ocupaba un lugar en aquel universo incomprensible. Iba por las mañanas a la radio, hablaba con los compañeros, se refugiaba en casa de sus padres, andaba por las calles. Hacía lo mismo de siempre, pero no estaba. Difícil de entender, difícil de describir. Se sentía cómoda en el vagón. Viajar en tren es algo parecido a existir y no existir. Empiezas una ruta de vías idénticas, de paisajes que la velocidad hace semejantes, de rostros que cambian en cada estación.

Camino de Marsella, observó a las personas que ocupaban los otros asientos. Había mujeres de aspecto cansado, hombres serios. Las horas relajaban sus facciones, porque el agotamiento transforma los rostros. Hace que los párpados empequeñezcan los ojos, dibuja surcos de fatiga. Se preguntó qué historias ocultaban; quién sabe si felices o desgraciadas. No le importaba en exceso. Cuando vivimos obsesionados por el dolor, prescindimos del resto de la gente. Su curiosidad, antes despierta, estaba adormecida. Los miró sin verlos. Con indiferencia, se daba cuenta de los movimientos que se producían en el vagón: alguien que subía, alguien que bajaba. De vez en cuando, le llegaba el eco de unas palabras, fragmentos de conversaciones que no intentaba descifrar.

La estación de Saint–Charles es inmensa, perfecta para sentirse perdido. En el alto techo, un entramado de vigas de hierro. Una escalera mecánica conducía a la salida. El entorno era hostil. Fuera la esperaba una escalinata de piedra. La maleta empezó a hacerse pesada; los escalones se multiplicaban ante sus ojos. Se sentó en el suelo, indecisa antes de dejarse engullir por las pendientes de las calles, por las construcciones caóticas. Era una ciudad dura, áspera. Marsella portuaria, donde se imponía la mezcla de razas. Un buen lugar para meterse en el caos. Vio rostros como máscaras, coches destrozados, bares que no invitaban a sentarse. Bajó la cuesta, arrastrando la maleta. Atravesó el boulevard d'Athénes, hasta la rue Gambetta, un paseo más ancho. Se paró en el hotel Royal, el primero que encontró por el camino. No perdió mucho rato en registrarse. Una mujer con cara de pocos amigos le preguntó cuánto tiempo se quedaría. La observó desde muy lejos.

—Todavía no lo sé. Acabo de llegar.

—¿No sabe cuántas noches tengo que reservarle?

—Tres noches, quizá cuatro.

—¿Tres o cuatro? —Parecía impaciente.

—Acabo de bajar del tren. Vengo desde muy lejos, y estoy cansada.

—Todo el mundo viene de lejos; todos están cansados. —Se encogió de hombros con un gesto de indiferencia, como si la historia no fuera con ella.

—Tres noches serán suficientes. No me quedaré demasiado en esta ciudad.

—Estoy segura. —Su sonrisa era una mueca—. El documento de identidad, por favor.

—Sí. —Se lo dio como una autómata—. ¿Podrían subirme la cena a la habitación?

—No tenemos servicio de habitaciones.

—Tendría suficiente con una ensalada o un bocadillo.

—Tengo unas bolsas de patatas fritas. Es lo único que le puedo ofrecer.

—De acuerdo.

Habitación cuatrocientos quince, un pasillo interminable. Se echó en la cama sin desvestirse. Con un movimiento brusco, se había quitado los zapatos, mientras retiraba la colcha de un color indefinido. Las sábanas le parecieron relativamente limpias. Dejó la maleta en una banqueta, la bolsa de patatas en el suelo. Se durmió en seguida. Fue un largo sueño, que duró casi doce horas. Nadie la interrumpió, ni oyó el ajetreo de la ciudad. No hubo pasos, ni conversaciones. Una oscuridad solemne se imponía. Tuvo frío, porque el aparato de calefacción estaba estropeado, y no había cogido las mantas del armario. A pesar de los huesos doloridos, no se movió. Parecía el cuerpo muerto de un alma muerta.

Estuvo muchas horas en la habitación. A veces, dormía; otras, miraba el techo manchado de humedad. Salía a dar una vuelta y a estirar las piernas. Comía un bocadillo en un bar, compraba algún periódico que sólo hojeaba. Llevaba unos pantalones vaqueros y un jersey, el rostro sin maquillaje, los cabellos sujetos. Andaba sin mirar a ninguna parte, sin ver a nadie. La calle era de una dureza difícil de describir, que se parecía a su estado de ánimo. Pasearse entre rostros indiferentes no resultaba incómodo. El primer día, al despertar, su impulso inicial fue marcharse de nuevo. Suspiraba por coger otro tren, pero las fuerzas le fallaban. Partir siempre resultaba agotador. Sabía que antes de continuar el trayecto tenía que recuperarse. Vivía con una sensación de absoluta transitoriedad: todo significaba un paréntesis, nada era definitivo. Le gustaba saberlo. Cuando somos incapaces de decidir, la imposibilidad objetiva de una elección nos tranquiliza. Marsella no era su destino. Lo supo desde el principio. Cuando volvía al hotel, la recepcionista la saludaba con un gesto. Inclinaba la cabeza, iniciaba un movimiento de cejas, dibujaba una sonrisa. No había indicios de la hostilidad inicial, sino un intento sutil de aproximación. Pero Dana no se paraba a hablar, aun cuando intuía la curiosidad de la otra, una soledad paralela a la suya. No se preguntó cómo se llamaba, ni qué vida llevaba. Continuaba su desinterés por la gente.

Volvió a la estación. No habían pasado muchos días, había perdido la cuenta. Se acomodó en un vagón haciendo un gesto de complacencia. Apoyó la cabeza en el respaldo, mientras respiraba profundamente. Le resultaba grato refugiarse en el tren. Lejos de cualquier lugar concreto, las vías se prolongaban entre ciudades. En el último momento decidió que se iba a Niza. Como siempre, dudaba hasta el final. La duda había sido una constante en su existencia. Volvería a ver el mar, en un ambiente distinto de aquel aire agresivo que había respirado por las calles de Marsella. Buscaba una ciudad con un paseo marítimo, lleno de palmeras y farolas. Un mar con el mismo azul de Palma, matizado con un punto plateado. Recobrar la sensación de placidez que la hiciera pensar en el orden y la calma. Ver jóvenes con patines recorriendo el paseo.

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