Pathfinder (4 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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No era demasiado tarde para volver a la plataforma grande y dividir la carga.

Pero entonces vio que el muchacho había saltado sobre una roca. Estaba mucho más cerca del borde de la cascada y Rigg sabía que era el comienzo de un camino en el que se veían más muertes que ningún otro.

Agitó los brazos e hizo una señal con las dos manos, como si quisiera empujar al muchacho hacia atrás.

—¡Atrás! —gritó—. ¡Es demasiado peligroso!

Pero el muchacho se limitó a saludarlo de nuevo con el brazo y a imitar su gesto, de lo que Rigg dedujo que no lo había entendido. Era evidente que no podía oírlo con el espantoso ruido que hacía la corriente entre las rocas.

El niño saltó a la siguiente roca. El camino en el que se había metido era realmente peligroso. Ahora le sería muy difícil volver atrás aunque quisiera. Y parecía que era tan estúpido que estaba decidido a seguir adelante.

Rigg sólo tenía un momento para decidir. Si volvía por donde había venido, podría dejar su carga y luego internarse por un camino peligroso que le permitiría acercarse al niño, puede que lo bastante para hacerse oír, o para detenerlo. Pero tardaría un rato en quitarse las pieles de la espalda y al terminar estaría más lejos del muchacho.

Así que, en lugar de hacer esto, simplemente dio el salto que había estado preparando. Lo ejecutó a la perfección y un momento después estaba preparado para saltar sobre una roca algo más grande. De nuevo repitió el movimiento de forma impecable.

Sólo dos piedras lo separaban del muchacho.

El muchacho saltó una vez más y estuvo a punto de caer bien. Pero su pie aterrizó sobre un pequeño charco y resbaló en dirección al borde, lo que le hizo perder el equilibrio. Su cuerpo se retorció en el aire y sus dos pies cayeron al agua, que lo atenazó y comenzó a tirar de él con fuerza salvaje.

Aunque resultó que el niño no era tan estúpido. Sabía que no podría sujetarse a la roca en la que se encontraba, así que trató de hacerlo en una piedra más pequeña, situada justo al borde de la cascada.

Lo logró, pero el agua lo arrastraba con tanta violencia que lo dejó colgando del borde seco de la roca, con el cuerpo suspendido sobre la enorme caída que precedía al río.

—¡Aguanta! —gritó Rigg.

El fruto de un invierno entero de trabajo y estaba a punto de perderlo para tener una pequeña probabilidad de salvar a un crío tan estúpido que probablemente se merecía morir.

Tardó un momento en deshacer los nudos y sacudir los hombros para que las pieles cayeran al agua desde su espalda.

Estaba tan cerca del borde que el enorme fardo sólo rebotó una vez contra las rocas, arrastrado por la corriente, antes de salir despedido por los aires y caer.

Al mismo tiempo, Rigg saltó en dirección a la roca que el muchacho no había logrado alcanzar. Él sí que lo hizo, a pesar de que el traspié del niño había mojado la superficie y ahora estaba más resbaladiza.

—¡Aguanta! —volvió a gritar. Lo único que veía ya del muchacho eran sus dedos en la piedra.

La roca era demasiado pequeña. No había espacio para saltar sobre ella. Aunque estaba muy cerca, lo más probable era que al caer le pisara los dedos al muchacho. Así que lo que hizo Rigg fue arrodillarse en la suya y echar el cuerpo hacia delante con la intención de cogerse a la roca del niño con las manos y hacer un puente con su cuerpo.

Entonces sucedió algo extraño. El tiempo, prácticamente, se detuvo.

Rigg había estado en situaciones peligrosas antes. Sabía lo que pasa cuando tu percepción se agudiza de repente, cuando cada segundo se vive de manera más intensa. En tales ocasiones se puede tener la sensación de que el tiempo se detiene. Pero en realidad no es así. Según le había explicado Padre, había unas glándulas en el cuerpo humano que secretaban unas sustancias que proporcionaban mayor fuerza y velocidad en momentos de peligro.

No fue eso lo que pasó esta vez. Mientras Rigg echaba el cuerpo hacia delante, una operación que tendría que haberle llevado un segundo como mucho, de repente fue como si estuviera zambulléndose lentamente en un fluido muy espeso. Tenía tiempo de percibirlo todo y, aunque no podía mover los ojos más deprisa que cualquier otra parte de su cuerpo, podía desplazar su atención a la velocidad de su elección, así que podía ver todo cuanto había en su campo de visión, incluidos los límites de éste.

Entonces, algo aún más extraño lo distrajo. Al mismo tiempo que el tiempo frenaba su paso, lo hicieron también los rastros que veía en el aire. Se hicieron más densos. Más sólidos.

Se convirtieron en gente.

Todas las personas que habían tratado de cruzar aquellas rocas por aquel lugar se transformaron, primero en manchas borrosas y en movimiento, y luego en individuos sólidos, que se movían a velocidad real. Cuando se concentraba, podía verlos caminar, saltar, avanzar brincando de roca en roca. Y en cuanto centraba su atención en otra persona, todas las demás volvían a transformarse en fugaces líneas en movimiento.

Así que, en mitad de su caída, se concentró de repente en un hombre con las piernas desnudas que se encontraba de pie sobre la roca a la que se aferraba el muchacho. El hombre estaba de espaldas a él, pero como Rigg estaba cayendo tan despacio, tuvo tiempo de sobra de fijarse en que vestía un traje muy parecido a los de las estatuas caídas y los frisos desgastados de las ruinas donde en su día había hundido sus pilares el más reciente de los puentes.

Rigg comprendió que iba a estrellarse contra el hombre. Pero no podía ser sólido, ¿verdad? Aquello era sólo una parte de su don, que estaba experimentando una insólita transformación en aquel momento de miedo, pero los rastros seguían siendo, como siempre, intangibles.

Sin embargo, parecía totalmente real: los pelos y poros de los muslos, la zona en carne viva del tobillo donde se había arañado la piel, el dobladillo deshilachado y medio abierto del
kilt
, al que el cinto bordado, ahora empapado, sólo estaba medio cosido. En algún momento, aquéllas habían sido las mejores galas del hombre. Ahora no eran más que unos harapos.

Pero fuera la que fuese la desgracia que se había abatido sobre él, el hecho era que en aquel momento se encontraba en el camino de Rigg, que pensó: «La gente a la que no presto atención se transforma en formas borrosas en movimiento. Si aparto mis pensamientos de él, se volverá insustancial.»

Así que trató de concentrarse en una mujer que había tratado de saltar desde la misma roca, pero había resbalado y caído sobre la corriente, que se la había llevado al instante. Al hacerlo pudo ver el horror en la cara de la mujer, transformado casi inmediatamente en la mirada de muerte de un animal que sabe que no hay forma de escapar. Pero entonces desapareció y la atención de Rigg regresó al momento al hombre que tenía delante. Que, si se había vuelto insustancial por un instante, ahora volvía a ser sobradamente sólido.

La frente de Rigg chocó con su muslo. Sintió la fuerza del golpe, pero como se movía tan despacio, también pudo sentir la textura de la piel del hombre y luego, al girar la cabeza por la presencia de aquel obstáculo, el roce de los pelos de su pierna sobre la cara.

Al mismo tiempo que la cara de Rigg se veía obligada a girar y resbalaba por la pierna del hombre, el impacto de su cabeza y de sus hombros hizo que la pierna se doblara, el hombre se retorciera sobre sí mismo y comenzara a caer hacia delante.

«Vengo para salvar a un niño y acabo matando a un hombre.»

Pero aquel hombre era un soldado o un atleta. Se revolvió en mitad de su caída, estiró los brazos y se agarró a la roca con las dos manos, de modo que quedó suspendido, pero no cayó al acantilado.

Su mano izquierda tapaba por completo la derecha del niño.

Al parecer, dos objetos sólidos podían ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. O, técnicamente hablando, no al mismo tiempo, dado que el hombre se encontraba en realidad a centenares de años de distancia, aunque para Rigg sí que lo era. La mano del hombre era sólida. Rigg pudo sentirlo cuando la suya, extendida por un movimiento reflejo tras la colisión con la pierna del desconocido, se extendió sobre la roca y tropezó con sus dedos.

El resultado fue que Rigg dejó de resbalar hacia delante en el mismo momento en que sus rodillas iban a caer al agua. Su cuerpo formaba ahora el puente entre las rocas que había pretendido formar. El hombre, sin pretenderlo, le había salvado la vida.

Pero Rigg no le había devuelto el favor. Primero lo había embestido y hecho caer de la piedra en la que se encontraba. Y luego su mano, al deslizarse sobre la roca, se había clavado en los dedos de la mano derecha del hombre y la había hecho soltarse de la roca.

En aquel momento, el hombre sólo estaba sujeto por la mano izquierda, la misma que cubría la derecha del niño al que Rigg había ido a salvar.

La mano del hombre no era en modo alguno transparente. Era real, gruesa, morena, velluda, callosa y moteada, y estaba cubierta por una orografía de venas. Pero exactamente al mismo tiempo, Rigg podía ver también los dedos tiesos, finos y marrones como castañas del muchacho, que estaban empezando a resbalar poco a poco. Sabía que podía ayudar al niño, podía sujetarlo con sólo estirar un poco el brazo y agarrarlo por la muñeca. El niño era más pequeño que Rigg, y Rigg era muy fuerte. Si lograba atenazar la muñeca entre sus dedos, podría sujetarlo el tiempo suficiente para sacar la otra mano y que el niño se agarrara a ella.

Podía imaginarlo, planearlo en su cabeza, y habría podido hacerlo de no ser por la muñeca y el antebrazo del hombre que se interponía en su camino.

«Ya estás muerto. Llevas décadas y siglos muerto, ¡así que quita de en medio y déjame salvar a este niño!»

Pero cuando la mano de Rigg aferró el brazo del hombre para tratar de llegar hasta el del niño, el hombre lo notó y aprovechó la ocasión. Su mano derecha se alargó y agarró a Rigg por la muñeca con una fuerza muy superior a la suya.

Y el peso del hombre comenzó a arrastrarlo.

La rodilla derecha de Rigg comenzó a hundirse en la corriente y si el hombre no hubiera estado sujetándolo con tanta fuerza, puede que se lo hubieran llevado las aguas. Lo que hizo fue volverse, y quedó extendido de costado, con su cuerpo convertido de nuevo en un puente entre las dos rocas.

Pero el hombre seguía tirando de él. Por un momento, Rigg olvidó por completo al niño. No podía salvar a nadie si lo arrastraban acantilado abajo.

Agarró los dedos del hombre con la otra mano y tiró. Aquella maniobra le llevó una eternidad, o al menos eso fue lo que le pareció a él. Pensó en el movimiento y luego, lentamente, su mano obedeció, se estiró, asió el dedo índice y tiró.

El hombre lo soltó. Con agonizante lentitud, su mano derecha se alejó de Rigg, deslizando los dedos sobre la piel de éste. Con la misma lentitud, Rigg enderezó el cuerpo para alcanzar de nuevo al niño. Pero la mano izquierda del hombre seguía cubriendo la derecha del niño.

Y en el mismo instante en que la mano de Rigg volvía a caer sobre la muñeca izquierda del hombre, tratando de pasar a través de él, o por encima o por debajo, para llegar hasta el niño, vio que los dedos del muchacho soltaban la piedra y se alejaban de ella lenta, muy lentamente… y luego desaparecían.

Enfurecido, frustrado y apenado por su fracaso, Rigg levantó la mano para golpear al hombre en el brazo. En el tiempo de Rigg, hacía ya mucho tiempo que el hombre estaba muerto, fuera el que fuese el desenlace de lo que estaba presenciando. Lo único que sabía Rigg era que, al hacerse de pronto visible y tangible, le había impedido salvar al niño, un niño al que, casi seguro, había visto en el pueblo, a pesar de que aún no lograba reconocerlo.

Pero no tuvo la oportunidad de completar la acción de golpear al hombre. En aquel momento, el tiempo volvió a acelerarse, recobró su velocidad normal, y el hombre simplemente desapareció sin que Rigg llegara a ver si caía. Su puño sólo golpeó la roca.

Un momento después, Rigg oyó un grito. No podía ser el niño. Rigg no podría haberlo oído desde donde se encontraba, además de que el grito se prolongó demasiado. Pero no era el grito de un hombre: el tono era demasiado agudo.

Así que había alguien más en la ribera, alguien más que había visto morir al niño. Alguien que podía ayudar a Rigg a volver desde aquella roca.

Pero por supuesto, nadie podía ayudarlo. Sería una locura intentarlo. Había sido una locura que Rigg tratara de salvar al niño. Y allí estaba, con el cuerpo extendido entre dos piedras, apenas fuera del agua, a merced de una corriente que, si llegaba siquiera a doblar las rodillas, lo arrastraría consigo.

Retrocedió centímetro a centímetro, tratando de volver a donde estaban sus pies. Tenía doloridos los brazos y los hombros por el esfuerzo de hacer el puente. Y ahora, cuando podría haber usado la ralentización del tiempo para controlar con más facilidad todos sus movimientos, el miedo le impedía acceder a otra cosa que no fuese la aguda concentración que era normal en momentos como aquél.

Con todo, al cabo de un rato sus rodillas volvían a estar en la roca de atrás y pudo levantarse apoyándose sobre las manos hasta quedar lo más lejos posible del agua. Sus dedos conservaban aún la fuerza suficiente para ayudarle a levantarse y…

Se dio impulso, se puso en pie y luego permaneció en precario equilibrio durante lo que le pareció una eternidad, sin saber si se había impulsado demasiado poco y volvería a caerse hacia delante, o se había excedido y perdería pie por la parte de atrás de la roca.

Pero logró conservar el equilibrio. Se irguió.

Una piedra lo alcanzó en el hombro en el mismo momento en que terminaba de levantarse. Durante un momento creyó que iba a perder el equilibrio y caerse al agua, pero entonces logró recuperarse y al volverse vio a un muchacho de su propia edad, quizá un poco mayor, situado sobre la roca más próxima a la orilla, donde el niño muerto había iniciado su viaje fatal. Estaba preparándose para lanzarle una piedra aún más grande.

Y Rigg no tenía dónde esconderse.

Así que no le quedaba otra alternativa que tratar de desviar el proyectil con las manos. Pero entonces descubrió que el movimiento de sus brazos al intentarlo era tan peligroso como si la piedra lo hubiera alcanzado. Sin embargo, de algún modo, logró revolverse y convertir la caída en un salto con el que llegó a la roca siguiente, más lejos de la cascada.

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