Pelham 123 (35 page)

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Authors: John Godey

BOOK: Pelham 123
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—Ya ha oído lo que ha dicho el viejo. Dice que conoce el Metro.

—Tal vez sí... —Su cuerpo rozó ligeramente el de la chica, pero sus ojos eran más inocentes que nunca—. ¿Ha trabajado alguna vez en el teatro?

¡Vaya! En fin, todo ayudaba a pasar el tiempo.

—Dos años.

—Me lo imaginaba. —Cesó el jadeo—. Veo tantas cosas... Pero estaba seguro de haberla visto en el teatro. Me pregunto dónde sería.

—¿Ha estado en Cleveland, Ohio?

—Claro. ¿Trabajó allí?

—¿Recuerda el «Little Gem Theater»? Trabajé en él. Como acomodadora y vendedora de caramelos.

—Bromea usted.

Se echó a reír y aprovechó el vaivén del tren para arrimarse un poco más a ella. Por costumbre, automáticamente, ella sonrió, y la respiración de él se hizo otra vez más fuerte.

—¿Quién está para bromas en momentos como éstos? Dentro de cinco minutos, tal vez estaremos todos muertos.

Él se echó atrás.

—¿No cree lo que ha dicho el viejo? Me refiero a la señal roja que detendrá el vagón.

—¡Claro que lo creo! —Señaló con un dedo la ventanilla—. Estoy buscando las señales rojas. Pero todas son verdes.

Ella se echó atrás, apoyándose un poco en él. ¿Por qué no? Quizá sería la última vez. El hombre respondió como ella esperaba. Dejando que la manoseara un poco, para mantener despierto su interés, siguió observando el lúgubre y fugitivo paisaje. Cruzaron la estación de Fulton Street y volvieron al túnel. Delante de ellos, hasta donde alcanzaba su vista, todas las señales eran de un verde brillante.

Roth, agente de Tráfico

El agente Harry Roth llamó a la Jefatura en cuanto pasó el tren por la estación de Fulton Street.

—Ha pasado como un rayo.

—Bien. Gracias.

—Escuche. ¿Quiere saber algo curioso?

—En otro momento.

—No. Hablo en serio. ¿Sabe qué? No he visto a nadie que condujese el tren.

—¿Qué diablos está diciendo?

—No he visto a nadie en la cabina. Creo que la ventanilla delantera no tiene cristal, y no iba nadie en la cabina. Yo estaba al borde del andén, y no vi a nadie. Lo siento, pero ésta es la verdad.

—¿No sabe que el tren no puede marchar solo, debido al mecanismo automático?

—Sí. Disculpe.

—¿De veras cree que no había nadie en la cabina?

—Tal vez estaba agachado.

—Ya; agachado. Cierro.

—Yo sé lo que vi —dijo el agente Roth, hablando consigo mismo—. Si no lo cree, que se fastidie. Lo siento.

Ryder

La pilastra era una buena posición defensiva, pero Ryder no podía optar por la defensa. El hombre que había disparado tenía que morir rápidamente, para que él pudiese llegar a la salida de emergencia.

Al sonar el disparo, había actuado instintivamente, sabiendo que no podía pasar junto a Steever y huir por la salida de emergencia sin provocar un segundo disparo; por eso se había agachado y cruzado la vía, para ocultarse detrás de la pilastra. El disparo había sido hecho desde el Sur, y, como no había visto a nadie en el túnel, debía presumir que también el enemigo estaba oculto detrás de una pilastra. No perdió tiempo especulando sobre la identidad del enemigo ni haciéndose recriminaciones. Nada de esto tenía importancia. Tanto si era un policía como el pasajero a quien Steever creyó ver saltar del vagón, el problema era el mismo: liquidarlo cuanto antes.

Dirigió su vista hacia la salida. Longman estaba en la puerta, mirándolo. Con ademán imperioso, le señaló, y movió sucesivamente ambas manos, indicándole que subiese la escalera. Longman no se movió, y él repitió vigorosamente el movimiento de las manos. Longman vaciló otro momento y se volvió hacia la escalera. Steever yacía donde había caído. Había caído de espaldas con fuerza brutal, rompiéndose posiblemente el espinazo, si no lo había hecho ya la bala. Tenía los ojos abiertos, que se movían en un rostro inexpresivo. Ryder tuvo la seguridad de que estaba paralizado.

Dejó de pensar en ambos hombres y volvió a su problema. El enemigo sabía exactamente dónde estaba él, y él sólo sabía aproximadamente dónde estaba el enemigo. La solución estaba en descubrir la posición de éste, y, para conseguirlo, tenía que arriesgarse. Amartilló su automática y, deliberadamente, abandonó su refugio detrás de la pilastra. En el acto sonó un disparo, y Ryder hizo fuego apuntando al fogonazo. Disparó dos veces más, antes de volver a su refugio. Aguzó el oído, pero no oyó nada.

No tenía manera de saber si había hecho blanco, y ahora debía correr otro riesgo. El enemigo no se dejaría engañar por el mismo truco, y no había tiempo para maniobrar. Salió de detrás de su columna y corrió hasta la siguiente. Nada. O había hecho blanco, o el enemigo esperaba una ocasión más propicia. Corrió a la siguiente columna. Nada. Había recorrido un tercio de la distancia. Y ahora podía ver al enemigo. Estaba tumbado sobre la vía, con sólo las piernas detrás de la pilastra, y Ryder supo que estaba herido. No sabía si la herida era grave, al menos, estaba consciente, pues trataba de levantar la cabeza; de todos modos, su posición era ventajosa. Sólo le faltaba aprovechar la ventaja.

Salió de detrás de la pilastra y avanzó por el centro de la vía en dirección al enemigo. Éste estiró la mano derecha, y Ryder vio su pistola en el suelo, a pocos centímetros de los extendidos dedos. El enemigo lo vio o lo oyó, y trató de arrastrarse hacia la pistola; pero se derrumbó.

Aquélla estaba fuera de su alcance.

El viejo

Al pasar el Pelham Uno Dos Tres por la estación de Wall Street, los pasajeros empezaron a agitarse de nuevo y se agruparon alrededor del viejo.

—¿Dónde están las luces rojas?

—¡No nos detenemos! ¡Vamos a matarnos!

La joven madre lanzó un chillido, que se clavó en el corazón del viejo. Era el mismo grito que había lanzado su madre, sesenta o sesenta y cinco años atrás, cuando su hermano, el hijo mayor, fue atropellado por un tranvía.

—Habrá una luz roja —gritó—. ¡
Tiene
que haber una luz roja!

Se volvió hacia la chica plantada frente al cristal delantero. Ella movió la cabeza.

—El tren se detendrá —dijo el viejo, con voz temblorosa, y comprendió que su vida había terminado.

Los otros morirían en un accidente; a él lo había matado ya su fracaso.

Tom Berry

La primera bala había herido a Tom Berry en la parte interior del brazo derecho, que tenía levantado, y el arma le había saltado de la mano. La segunda pareció dar en el suelo, delante de él, y rebotar en su cuerpo, debajo del pecho. El impacto lo hizo caer hacia la izquierda, sobre el suelo, donde quedó tendido sobre algo húmedo, que su mente se negó a identificar como su propia sangre.

El hecho de perder su pistola se hacía reiterativo. ¿Freudismo? ¿La perdía porque quería perderla? Esta vez no la había perdido de veras. Estaba en el suelo, perfectamente visible, a unos cuantos palmos de distancia; pero era igual que si la hubiese perdido. No podía alcanzarla.

Vio acercarse al jefe, tranquilo, sin prisa, con la pistola colgando de la mano. ¿A qué velocidad avanzaba? Es decir, ¿cuánto tiempo le quedaba de vida? El jefe podía haberse detenido, apuntado cuidadosamente y acabado con él (a fin de cuentas, le había dado dos veces desde una distancia mayor); pero —pensó Berry— a aquel hombre le gustaba hacer bien las cosas. Le daría el
coup de grâce
a la manera tradicional, apoyando la pistola en la sien, como había hecho con su difunto colega, el chulo. Estaba seguro de que lo haría a la perfección, limpiamente. Sólo un fogonazo monstruoso y, después, la paz. ¿Qué tenía de bueno la paz? ¿Qué había de bueno en esta clase de paz?

Sollozaba cuando el jefe se plantó junto a él, y tuvo la visión de unos ordinarios zapatos negros.

El jefe empezaba a inclinarse. Berry cerró los ojos. «¿Llorará por mí?»

En algún lugar del túnel, alguien empezó a gritar.

El agente Severino

En la estación de Bowling Green, el agente de Tráfico Severino estaba tan cerca del borde del andén, que el Pelham Uno Dos Tres lo rozó, dejando una mancha de polvo y de mugre en su uniforme. Él miró directamente a la cabina, y el informe que radió a la Jefatura fue tan conciso y rotundo que no permitió dudar de su verosimilitud.

—Nadie en la cabina. Repito, nadie en la cabina. No hay cristal en la ventanilla, y la cabina está vacía.

El subinspector jefe Daniels

Como en un sueño, las escenas saltaban en la mente del subinspector jefe Daniels. Por un instante se hallaba de nuevo en Ie Shima, con su vieja División —buena y vieja estatua de la Libertad, buena y vieja División 77—, y la marina nipona los bombardeaba implacablemente, y sus camaradas chillaban al caer heridos. Al momento siguiente estaba en un túnel del Metro, sintiendo en la cara el roce del aire viciado.

Pero la mayor parte de las veces hacía su antiguo recorrido. Por la Tercera Avenida, en los años treinta. Aún había muchos irlandeses por allí, pero predominaban los armenios. Doc Bajian, el droguero. Menjes, el de la abacería. Maradian, del «Mear East Food Store», cuyos platos no podía comer, por demasiado cargados de especias, de polvos. No; Menjes era griego... En el blanco y soleado paisaje de Ie Shima había hileras de cruces y unos cuantos nombres conocidos... No; esto era una foto que había visto una vez en una revista: las tumbas de los bravos GI de la 77, que habían muerto en Ie Shima.. Le manaba la sangre de una herida en la frente. Nada grave; ni siquiera le dolía. ¿Una simple rozadura de una bala nipona?

Un hombre caminaba por la calle delante de él. Frunció el ceño y apretó el paso. Estaba en la vía, en el túnel, y, delante de él, un hombre caminaba despacio hacia el Sur, entre los raíles de los trenes locales. Conocía de vista a todos los que transitaban por su ruta. Pero no reconoció a aquel hombre. Ni le gustó su manera de andar. ¿Qué estaba haciendo allí, a altas horas de la noche? No hacía nada sospechoso, pero despertó su viejo instinto, el viejo instinto del policía que olía los alborotadores. Tenía que alcanzarlo y cachearle.

Un hombre entre los raíles. Y llevaba algo en la mano. ¿Una pistola? Podía ser una pistola. Nadie podía llevar armas en
su
ruta, la ruta de un inteligente y ambicioso policía dispuesto a ascender hasta llegar a subinspector jefe. Sacó su propia arma de la funda. Vio que el hombre se paraba. Miraba hacia abajo. Empezaba a inclinarse sobre alguien...

—¡Alto! ¡Quieto! ¡Suelte la pistola!

El hombre giró en redondo, agachado, y Daniels vio el fogonazo en el cañón.

Él respondió al fuego, y el trueno de su arma en el nocturno silencio de la calle, aclaró su mente y lo orientó. Estaba liquidando cuentas con un pistolero que había irrumpido en el salón de Pauline Ryan...

Ryder

Ryder no tuvo tiempo de pensar nada. Murió instantáneamente, con un sabor metálico en la lengua, a causa de una bala del calibre 38, que penetró justo por debajo de su mentón, le rompió los dientes y el paladar y se incrustó en su cerebro.

El subinspector jefe Daniels

«Buen disparo», pensó el subinspector jefe Daniels, tan bueno como el de treinta y cinco años antes, cuando mató a aquel hombre armado que quería entrar a saco en el salón de Ryan. Aquello le valió la primera recompensa, por no hablar de la caja de whisky que le estuvo enviando Paulie por Navidad, durante más de quince años, hasta que el hombre murió y su educado hijo se encargó del establecimiento, con nuevas ideas y sin el menor deseo de seguir cumpliendo las obligaciones de su padre.

Era curioso que aquello se hubiese repetido. Pero, ¿qué estaba haciendo en un túnel del Metro?

Se acercó al caído pistolero, que estaba tumbado boca arriba, con los ojos abiertos y mirando el techo del túnel. ¿Un túnel? Daniels se inclinó sobre el pistolero, aunque no había mucho que ver: un hombre muerto, correctamente vestido y con la cara ensangrentada y hecha una ruina. Bueno; éste no volvería a hacer trastadas, ni a enfrentarse con un oficial de la Policía.

Se volvió hacia la víctima. ¡Pobrecilla! También ensangrentada, pero viva. Una brillante cabellera rubia caía sobre sus hombros; los pies un poco sucios, dentro de las sandalias abiertas; pero esto era culpa del pavimento de la ciudad. Se arrodilló en el suelo y dijo, con voz amable y tranquilizadora:

—Dentro de un momento llegará una ambulancia, señorita.

La cara se frunció, sus ojos pestañearon, y sus labios se dilataron; el subinspector jefe se inclinó más para oír su murmullo. Pero en vez de palabras llegó hasta él una carcajada, sorprendentemente estruendosa en una chiquilla tan joven.

XXIII
Clive Prescott

Prescott no comprendió cómo podía funcionar un tren sin un conductor que accionase los mandos, pero percibió la urgencia de la voz del teniente Garber. Soltó el teléfono y corrió, gritando, hacia Correll.

—¡Nadie conduce el tren! —gritó al oído de Correll—. Tiene que pararlo!

Correll dijo:

—Un tren no puede funcionar solo.

—Pues
lo
hace. De algún modo, consiguieron fijar el regulador. Y
marcha
solo. No discuta. Está cerca de South Ferry; de allí pasará a Bowling Green y se estrellará contra la parte posterior del tren parado en la estación. ¿Puede encender una señal roja y hacer que funcione el freno automático? ¡De prisa, por el amor de Dios!

—¡Santo cielo! —exclamó Correll, y Prescott comprendió que ahora creía—. La Torre puede detenerlo, si llegamos a tiempo.

Giró hacia la mesa y, en aquel preciso instante, hablaron desde la Torre de Nevins Street:

—El Pelham Uno Dos Tres acaba de pasar por la estación de South Ferry, a unos sesenta kilómetros por hora, y se dirige a la curva...

Prescott lanzó un gemido. Pero Correll, inexplicablemente, sonrió.

—No se preocupe —dijo—. Detendré ese maldito tren.

Su sonrisa era magnífica cuando se arremangólas mangas de la camisa, como un prestidigitador, y, agitando las manos en el aire, dijo:

—¡Atención! Pelham Uno Dos Tres, ¡el jefe de servicios te ordena que te detengas!

Prescott se arrojó sobre Correll y empezó a estrangularlo con las manos.

Fueron necesarios cuatro auxiliares de Correll para obligarlo a soltar su presa, y otros refuerzos, para derribarlo y sujetarlo contra el suelo. Después, con tres hombres sentados encima de él y otros dos sujetándole los brazos, le contaron lo de la señal automática.

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