Authors: John Godey
A través de la ventanilla delantera, el túnel aparecía más iluminado que antes, pero seguía siendo un lugar tenebroso, con luces ocasionales y una interminable serie de pilastras que parecían formar un bosque de árboles desnudos y regularmente espaciados.
Ryder abrió la puerta de la cabina, hizo una seña, y Longman se reunió con él. Después se echó atrás, y Longman se colocó frente al tablero de mandos.
—Adelante —dijo Ryder.
Longman puso el motor en marcha. El vagón empezó a moverse.
—Es terrible —dijo Longman, nerviosamente, pero sin volverse, fijos los ojos en la vía y en las señales verdes que se sucedían hasta donde alcanzaba la vista—. Saber que hay guindillas ocultos en todas partes.
—No debes preocuparte —dijo Ryder—. No harán nada.
Quería decir, naturalmente, que no había nada que temer mientras el otro bando tuviese que aceptar las condiciones de la extraña guerra cuyas normas había dictado él mismo. Pero Longman pareció tranquilizarse. Sus manos se movían serenamente sobre el tablero. Estaba en su elemento, pensó Ryder; aquélla era su fuerza. Todo lo demás era flaqueza.
—¿Sabes exactamente dónde hemos de parar?
—Exactamente —dijo Longman—. En el infierno.
Cuando las lucecitas rojas que indicaban la posición del Pelham Uno Dos Tres empezaron a parpadear en el tablero de la sala de la Torre de Grand Central, Marino lanzó una ronca exclamación ante el micrófono.
—¿Qué sucede ahí? —preguntó el operador de la Policía, en contacto con Marino.
—¡Se mueve!
Marino agitó la mano en dirección a Mrs. Jenkins, pero ésta estaba hablando ya per su línea con la Jefatura de Tráfico. Su voz era pausada y cuidadosamente modulada.
—El Pelham Uno Dos Tres ha empezado a moverse hacia el Sur —siguió diciendo Marino.
—Está bien —dijo el operador de la Policía—. Siga informando de sus movimientos, pero tenga calma.
—Sigue avanzando —dijo Marino—. Muy despacio, pero sin detenerse.
—Hable. Pero con calma. ¿Entendido?
En la sala de Comunicaciones de la Jefatura del DPYN, un teniente llamó al comisario del distrito.
—Señor, el tren ha empezado a moverse. Los coches de patrulla lo siguen de acuerdo con el plan.
—Es demasiado pronto —dijo el comisario del distrito—. Tenía que esperar a que la vía estuviese despejada hasta South Ferry. ¿Qué diablos pasa?
—¿Señor?
El comisario del distrito dijo, con voz agitada:
—Mantenga el contacto.
Y cortó.
—¿Sigue moviéndose? —preguntó el teniente al operador que estaba en contacto con la Torre de Grand Central.
—En efecto.
En la Jefatura de la Policía de Tráfico, el teniente de Operaciones, Garber, se puso el auricular y escuchó la voz tranquila de Mrs. Jenkins.
—Está bien —dijo—. Espere un momento. —Se volvió a uno de sus auxiliares—. Han empezado a moverse. Hay que alertar a todos los hombres disponibles. Y a los coches de patrulla. El DPNY los está siguiendo; pero también debemos hacerlo nosotros. Asegúrese de que los agentes de la estación de la Calle Treinta y Tres tengan noticia de ello cuanto antes. —Miró su reloj—. ¡Maldita sea! Se han anticipado. Algo se traen entre manos.
La sala de Operaciones parecía un hervidero. El teniente Garbert lo observó, con hosca satisfacción. «¡Jesús! —pensó—, ¿no sería estupendo que los pillásemos? Quiero decir
nosotros
, no el DPNY.»
—¡Quiero que todos se pongan en movimiento! —gritó.
—Sí —respondió la voz de Mrs. Jenkins—. Lo están haciendo, teniente.
En el Centro de Control se produjo una gran excitación cuando un operador, sentado a una mesa del IND, declaró tranquilamente que creía saber cómo pensaban evadirse los secuestradores.
—Emplearán el viejo túnel de Beach —dijo.
Esta declaración despertó inmediatamente el interés de sus compañeros. En atención a quienes querían saber qué diablos era el viejo túnel de Beach, el hombre se pasó el cigarro a una comisura de la boca, para poder hablar con claridad, y lo explicó. En 1867, un tal Alfred Ely Beach, provisto de una licencia de ferrocarriles o de otros requisitos legales, arrendó los sótanos de un edificio de Broadway y Murray Street y procedió a construir el primer Metro de Nueva York, un túnel que se extendía sobre una distancia de 94 metros hasta Warren Street. Metió un solo vagón en el túnel y lo hizo funcionar arriba y abajo, por medio de aire comprimido. El público fue invitado a dar un paseo, pero mostró poco interés, y el proyecto no siguió adelante.
—El tren local de Lex pasa precisamente junto al viejo túnel —dijo el operador—. Esos tipos se meten en él, se esconden y...
El jefe de servicios del IND, que había estado escuchando, se llevó también el cigarro a un lado de la boca y dijo:
—Ese viejo túnel desapareció hace por lo menos setenta años. Lo destruyeron cuando empezaron a construir el primer Metro de verdad, en 1900, poco más o menos. No parece una teoría muy probable.
—Lo admito —dijo el operador—. Pero el hecho de que no sea probable no quiere decir que no sea
posible
. ¿Tiene pruebas de lo que ha dicho?
—¡Pruebas! —exclamó el jefe, de servicios—. Algunos de los ladrillos auténticos del viejo túnel de Beach se utilizaron en la construcción de la pared del túnel del IRT. La próxima vez que pase por allí, mire por la ventanilla, y verá les viejos ladrillos.
—Jamás he mirado por la ventanilla de un Metro —dijo el operador—. ¿Qué se puede ver?
—Los ladrillos del viejo túnel de Beach.
—Bueno, fue una idea —dijo el operador, pasándose de nuevo el cigarro al centro de la boca.
—Lo mejor es que vuelva a su trabajo —dijo el jefe de servicios.
Longman dijo:
—¿Puedo correr un poco más?
—No —respondió Ryder—. Mantén la marcha.
—¿Hemos pasado ya por el sitio donde se ocultan los policías?
—Probablemente —dijo Ryder. Observó la mano de Longman, que acariciaba la palanca de la velocidad—. Siempre la misma marcha.
—Llamando a Pelham Uno Dos Tres. Habla Prescott. Pelham Uno Dos Tres, conteste.
Ryder vio, al frente, las intensas luces de la estación de la Calle Veintitrés.
Levantó el micrófono.
—Diga, Prescott.
—¿Por qué han puesto ya el vagón en marcha? Todavía no está despejada la línea hasta South Ferry, y aún nos quedan cinco minutos. ¿Por qué lo han hecho?
—Un ligero cambio en el plan. Creemos que lo mejor es alejarnos de los polizontes que tienen ustedes escondidos en el túnel.
—¡Bah! —exclamó Prescott—. Allí no había ningún policía. Escuche: si siguen avanzando como ahora, no tardarán en encontrar las señales rojas. No quiero que luego nos echen la culpa de ello.
—Pronto nos detendremos, y esperaremos a que despejen la vía. Aún les quedan cinco minutos.
—¿Cómo están los pasajeros?
—Hasta ahora, bien. Pero no intenten ningún truco.
—
Usted
nos engañó al moverse.
—Les pido disculpas. Las instrucciones siguen siendo la vía libre. Cierro.
Longman dijo:
—¿Crees que saben algo? Todas esas preguntas...
—Son naturales —dijo Ryder—. Piensan lo que nosotros queremos que piensen.
—¡Jesús! —exclamó Longman—. ¡Mira cuánta gente en el andén! Cuando yo era conductor, tenía pesadillas en las que docenas de personas caían a la vía delante de mi tren.
Al penetrar el vagón por el extremo norte de la estación de la Calle Veintitrés, oyeron gritos en el andén. Muchas personas agitaban los puños, y al menos doce de ellas les escupieron. Ryder descubrió varios uniformes azules mezclados con la multitud. Justo antes de que acabaran de pasar frente al andén, vio a un hombre que cerraba el puño y golpeaba el vagón.
El automóvil del jefe de Policía giró junto al bordillo y se dirigió a Park Avenue South. El jefe y el comisario del distrito iban sentados en el asiento de atrás. En la Calle Veinticuatro, un guardia agitó frenéticamente los brazos para detener el tráfico y despejar el camino.
—Tal vez habríamos llegado antes en el Metro —dijo el jefe de Policía.
El comisario del distrito lo miró, francamente asombrado. En todos los años que lo conocía, jamás había oído un chiste en boca del jefe.
El chófer hizo sonar la sirena y cruzó la bocacalle. El guardia de la esquina saludó al pasar ellos.
El comisario del distrito dijo ante el micrófono:
—¿Sigue moviéndose?
—Sí, señor. Avanzan lentamente, a marcha reducida; lo que ellos llaman «marcha de maniobra».
—¿Dónde están?
—Cerca de la Calle Veintitrés.
—Gracias.
El jefe de Policía miraba por la ventanilla posterior.
—Nos siguen. Una furgoneta de la Televisión. Tal vez va otra detrás.
—¡Caray! —exclamó el comisario del distrito—. Debí ordenar que les cerrasen el paso. Son unos pelmazos.
—Libertad de Prensa —dijo el jefe de Policía—. No queremos que la tomen con
nosotros
. Necesitaremos amigos cuando termine todo esto.
Oyóse un chasquido en la radio:
—Están entrando en la estación de la Calle Veintitrés, señor; su velocidad sigue siendo de unos ocho kilómetros por hora.
—Por aquí hay bastante tráfico —dijo el jefe de Policía.
La voz de la radio dijo:
—No se detienen. Están cruzando la estación de la Calle Veintitrés.
—Dese prisa —dijo el comisario del distrito al conductor—. Haga sonar la sirena.
En la cabina del oscuro primer vagón del Woodlawn Uno Cuatro Uno, el subinspector jefe observaba, impaciente, cómo el conductor ajustaba sus instrumentos al tablero.
—Bueno —dijo—, ¿ha comprendido lo que quiero que haga?
—Seguir a aquel tren. ¿No es eso?
El subinspector jefe, creyendo percibir un tono burlón en la voz del otro, lo miró airadamente.
—Arranque —digo con voz ruda—. No vaya demasiado aprisa y no se acerque mucho.
El conductor empujó la palanca, y el vagón se puso en marcha con una sacudida.
—Aumente un poco la velocidad —dijo el subinspector jefe—. Pero no demasiado. No quiero que nos vean ni nos oigan.
El conductor aceleró un poco la marcha.
—Ver es una cosa: oír, otra. Todavía no se ha inventado el Metro silencioso.
Cruzaron la estación de la Calle Veintiocho, ocupada sólo por un puñado de agentes de Policía. Cuando se hicieron visibles las luces del andén de la Calle Veintitrés, el subinspector jefe dijo:
—Modere la marcha. Despacio. Aguce la vista para ver sus luces. Despacio. Y no meta demasiado ruido.
—Esto es un vagón del Metro, capitán. Es imposible no hacer ruido.
El subinspector jefe, que miraba a través de la ventanilla, sintió que se le humedecían los ojos a causa del esfuerzo de acomodación.
—Hay una señal roja en la vía local —dijo el conductor—. Esto significa que ha pasado no hace mucho.
—Despacio —dijo el subinspector jefe—. Muy despacio. Poco a poco. Y sin ruido.
—Pide usted mucho a un viejo cochecito del Metro, capitán —dijo el conductor.
La antena de la multitud —órgano sintonizado a una permanente longitud de onda de recelo— presumió que la partida del automóvil del jefe de Policía era señal de levantar el campo. Confirmaron este juicio la subsiguiente dispersión de los coches y el personal de la Policía. Unos cuantos individuos marcharon hacia el Sur, con la esperanza de incorporarse a la acción; pero los otros los miraron desdeñosamente; la montaña podía venir a Mahoma, pero no lo
perseguía
.
En cosa de unos minutos, la multitud dejó de existir como entidad efectiva. Primero arrastrando los pies y luego empujando, se liberó de sus trabas y empezó a andar a paso vivo, porque el tiempo era valioso y no había que malgastarlo en una inútil espera. Permanecieron allí unos cuantos centenares de personas, ociosas o románticas, aferradas aún a la esperanza de que se produjese un tiroteo ante sus ojos. Filósofos y teóricos pronunciaban conferencias ante pequeños grupos. Algunos individuos aireaban sus opiniones.
—¿Y qué me dicen del alcalde? ¿Qué falta hacía aquí?
—Tendrían que haber entrado a sangre y fuego. Si se mima a los bandidos, se aprovechan. Son buenos psicólogos.
—En el fondo son unos ladronzuelos. Si yo hubiese estado en su lugar, habría pedido
diez
millones. Y me los habrían dado.
—¿Negros? ¡De ninguna manera! Los negros sólo son buenos para pedir diez dólares y cosas por el estilo. Ésos son blancos, y se ha de reconocer que no se andan con chiquitas.
—¿El jefe de Policía? Ni siquiera tiene aspecto de guindilla. ¿Y cómo se puede respetar a una persona que ni siquiera parece policía?
—¡Y el alcalde! ¿Creen ustedes que un tipo rico puede preocuparse por los pobres? ¡Las líneas paralelas no se encuentran nunca!
—Dígame una cosa, sólo una cosa, en que los secuestradores se diferencien de los grandes hombres de negocios. Yo sólo sé una: los grandes negocios están protegidos por la ley. Y, como de costumbre, al hombre humilde le dan de garrotazos.
—¿Saben ustedes cómo van a largarse? Tengo una teoría. ¡Cargarán el vagón en un avión y se irán a Cuba!
—¿Qué te ocurre, Mac?
La salida de emergencia, situada al norte de la estación de la Calle Catorce, consistía en una abertura en el túnel que daba acceso a una escalera, la cual conducía a una verja en la acera del lado este de Union Square Park, cerca de la Calle Dieciséis. Ryder observó a Longman mientras éste manejaba el freno y detenía el vagón a menos de treinta metros de la luz blanca que indicaba la situación de la salida.
—¿Así? —preguntó Longman.
—Muy bien —dijo Ryder.
Longman estaba sudando, y Ryder advirtió por primera vez lo mucho que apestaba la pequeña cabina del vagón. «Bueno —pensó—, no podemos elegir nuestras condiciones de trabajo fundándonos en principios higiénicos, y, ¿desde cuándo ha olido a rosas un campo de batalla?» Metió cuidadosamente una mano en la maleta de color castaño y sacó dos granadas de mano. Observó los seguros e introdujo las granadas en el hondo bolsillo de su impermeable. Después abrió el botiquín y sacó el carrete de esparadrapo. Tendió el carrete a Longman, el cual lo hizo girar un momento entre sus dedos.