Authors: John Godey
—Tal vez te moleste dentro de un rato —dijo Ryder.
—No es problema —dijo Steever—. Apenas lo siento.
Cuando Steever hubo acabado de vestirse, Ryder recogió el botiquín y salió. Observó la «maniobra» entre Welcome y la chica del sombrero anzac, y apretó las mandíbulas bajo la máscara. Pero no se detuvo. En la parte anterior del vagón, Longman salió a su encuentro.
—¿El conductor? —preguntó.
—Ha muerto.
Entró en la cabina y cerró la puerta. Una voz gritaba frenéticamente en la radio. Ryder pisó el pedal, para activar el transmisor.
—Pelham Uno Dos Tres al Centro de Control. Hable.
—Soy Prescott, ¡maldito bastardo! ¿Por qué mataron al conductor?
—Ustedes dispararon contra uno de mis hombres. Les advertí cuál sería la pena.
—Alguien desobedeció las órdenes y disparó. Fue un error. Si hubiese hablado primero conmigo, no habría tenido que matarlo.
—¿Dónde está el dinero? —preguntó Ryder.
—En la vía, a un centenar de metros del vagón, ¡cerdo del demonio!
—Tienen tres minutos para entregarlo. Aténganse al procedimiento convenido. ¿Entendido?
—¡Cerdo! ¡Bastardo! ¡Ojalá nos encontremos algún día! Me gustaría de veras.
—Tres minutos —dijo Ryder—. Cierro.
Una voz brotó de la oscuridad:
—¡Eh! Vosotros dos.
Miskowsky, empuñando el arma, dijo con voz ronca:
—¿Qué?
—Estoy aquí, detrás de una pilastra. No puedo salir. He recibido órdenes del comisario para ustedes. Proceded a la entrega del dinero, según las instrucciones.
—¿Saben ellos que vamos allá? No me gustaría que empezasen a disparar de nuevo.
—Os tenderán una alfombra para recibiros. Pensad que les lleváis un millón en efectivo.
El agente de tráfico se puso en pie y agarró el saco.
—Adelante, sargento.
La voz que brotaba de las sombras dijo:
—La orden es: llevadlo, y de prisa.
Miskowsky se levantó despacio.
—Daría cualquier cosa por estar en otra parte.
—Que tengáis suerte —dijo la voz.
Miskowsky encendió la linterna y se echó a andar junto al agente de Tráfico, que había emprendido ya la marcha.
—Estamos en el valle de la muerte —dijo el agente.
—No digas eso —replicó Miskowsky.
—Nunca podré quitarme esta porquería del uniforme —dijo el. agente de Tráfico—. Alguien debería limpiar este túnel lo antes posible.
Un torso humano se deslizó junto al bordillo, montado en una tabla con ruedas y cubierto con restos de una alfombra oriental. Sus piernas habían sido amputadas unos centímetros por debajo de las caderas. Tenía anchos hombros, facciones enérgicas y largo cabello negro; sentado en la tabla, se impulsaba con los nudillos, apoyándolos, sin esfuerzo, en el asfalto. No decía nada, pero llevaba una gran bandeja de hojalata. Los policías lo miraron compasivamente, mientras «remaba» junto al bordillo.
—¡Dios mío! No lo creería si no lo estuviese viendo con mis propios ojos —dijo a su vecino, un hombre alto, con acento del Medio Oeste, mientras buscaba unas monedas en su bolsillo.
El vecino le dirigió una mirada experta, casi conmiserativa:
—Es un truco.
—¿Un truco? Es imposible simular...
—Usted no es de la ciudad, ¿verdad? Si la conociese tan bien como yo... No sé exactamente
cómo
lo hace, pero puede estar seguro de que es un simulador. Ahórrese su dinero, Mac.
La multitud permanecía inmutable, gracias a un mágico fenómeno numérico de muda y renovación. Se marchaban unos y llegaban otros a ocupar su sitio, y la forma del enorme animal apenas cambiaba. Al hundirse el sol detrás de los edificios aledaños, el aire se enfrió y empezó a soplar el viento. Las caras se contraían o se ponían coloradas, la gente se agitaba sobre los pies; pero muy pocos se acobardaban.
De algún modo, difícil de explicar, la muchedumbre se enteró de la muerte del conductor antes que la mayoría de los policías que la vigilaban. Ésta fue la señal para una severa condena de la Policía, del alcalde, del sistema de tráfico, del gobernador, de los sindicatos ferroviarios, de un conocido grupo minoritario y, sobre todo, de la ciudad, aquel enorme monolito al que odiaban y del que se hubiesen divorciado gustosos, si, como en los viejos, turbulentos y perdurables matrimonios, no se hubiesen necesitado mutuamente para sobrevivir.
La Policía reaccionó a la muerte del conductor descargando en la multitud el enojo de su fracaso. Se desvaneció su buen talante, y todos sus agentes se volvieron hoscos y pusieron cara de palo. Cuando tenían que actuar para contener un alud o para impedir que se rompiese el cordón, lo hacían gruñendo y empujando los cuerpos con redoblada fuerza. Individuos y grupos de ciudadanos replicaban verbalmente a los empellones, citando gratuitos ejemplos de la corrupción de la Policía, enterando a los agentes del importe exacto de los impuestos que pagaban para sufragar sus elevados salarios, echándoles en cara que tuviesen sus viviendas en Ozone Park y en Hollis; los de las últimas filas, al sentirse seguros, les lanzaban incluso el desafiante epíteto de «¡Cerdos!».
Pero, en definitiva, nada cambiaba. Más fuerte que sus componentes individuales, indiferente a la provocación, sin perder de vista su objetivo, la multitud mantenía inalterable su carácter.
Tom Berry observó cómo el jefe abría la puerta posterior y se sentaba al lado del hombre robusto en el doble asiento aislado. Ambos cubrían la puerta con sus armas. Entonces, Berry vio una luz que oscilaba en la vía y comprendió lo que esto significaba. La ciudad iba a pagar. Un millón de dólares en dinero efectivo. Se preguntó vanamente, por qué los secuestradores habrían fijado en un millón la suma del rescate. ¿Se limitaban sus horizontes adquisitivos a esta cifra arquetípica? ¿O pensaban —recordó el comentario del viejo—, cínica o prácticamente, que las vidas de sus rehenes valían sesenta mil dólares cada una?
La luz de la vía se acercaba a paso lento, casi litúrgico, y Berry pensó que él habría caminado de la misma manera si lo hubiese hecho en dirección a dos cañones de metralleta. Distinguió dos figuras, oscilando a la débil luz que se filtraba del vagón. No podía ver si eran policías o no; pero, ¿qué otra cosa podían ser? Desde luego, no eran cajeros de Banco. Experimentó un angustioso sentimiento de identificación con lo que aquellos dos debían estar pensando, y entonces, sin ninguna razón lógica, la imagen de su difunto tío acudió a su imaginación.
¿Qué habría dicho el tío Al de un par de policías entregando dócilmente mi millón de pavos a una pandilla de secuestradores, o de criminales —habría dicho él—, porque todos los que se apartaban de la ley eran criminales en el sencillo vocabulario del tío Al? Bueno, para empezar, el tío Al no lo habría creído. El tío Al, si hubiese actuado a su manera —en su época, tanto él como sus superiores habrían actuado así—, le habría dado al gatillo. Cincuenta, cien policías se habrían lanzado al ataque disparando sin cesar, y, en definitiva, todos los criminales habrían resultado muertos, amén de media docena de policías y de la mayoría de los rehenes. Según las normas del tío Al —y en su tiempo—, la gente podía pagar rescates, pero no la Policía. Los policías debían cazar criminales, no darles dinero.
En los tiempos del tío Al, todo era diferente. Si alguien se hubiese atrevido a pronunciar una palabra como «cerdo», habría sido molido a palos en un sótano. Y, en los tiempos del
padre
del tío Al, el trabajo de las fuerzas del orden era aún más sencillo; la mayoría de los problemas eran solventados por un panzudo guindilla irlandés, que no se andaba con chiquitas para agarrar y darle una patada en el culo al chiquillo más inofensivo. Bueno, el papel del policía había cambiado mucho en tres generaciones, dentro de su familia. La gente llamaba cerdos a los policías, y no pasaba nada. Si uno le daba una patada en el culo a un chiquillo, el teniente le ponía como chupa de dómine (y si por causalidad, era un trasero negro, se exponía uno a provocar un motín y a que lo linchasen antes de recibir ayuda).
Aparte su reciente ensoñación, se imaginaba el horror que habría causado a Deedee su tío Al, y no digamos el gordo y malévolo padre de Al. Por otra parte, le habría gustado, sin duda, la idea de unos policías sirviendo de recaderos a unos ladrones, considerándolo como una especie de nueva función, según la cual los guindillas se convertían en verdaderos servidores del pueblo. Bueno, bueno, Deedee. Había bastantes cosas que Deedee no veía. Aunque tampoco él tenía una idea muy clara de cómo habría debido verlas. Sin embargo, pensaba que los dos, confundidos en el amor, podían producir una criatura viable, una filosofía con el número de brazos y piernas requerido.
Dos caras asomaron por la puerta posterior. Una de ellas pertenecía a un agente de Tráfico de casco azul; la otra, a un sargento, a juzgar por la insignia de oro mate que lucía en el gorro. Este último dirigió su linterna al vagón, y el agente de Tráfico lanzó un saco de lona sobre el suelo del coche. Al caer, produjo un ruido sordo. Los dos policías, sofocado, pero impertérrito el semblante, dieron media vuelta y se alejaron.
Longman vio caer al suelo el dinero, al abrir Ryder el saco y volverlo boca abajo: docenas de fajos verdes, pulcramente atados con cintas de goma. Un millón de dólares, el sueño dorado de cualquiera, rodando sobre el sucio suelo de un vagón del Metro. Steever se quitó el impermeable y la chaqueta, dejándolos sobre el asiento, y Ryder comprobó las hebillas del chaleco del dinero. Buenos billetes le había costado a Ryder la confección de los cuatro chalecos. Parecían salvavidas, de esos que se pasan por la cabeza y se sujetan a los costados. Cada uno tenía cuarenta bolsillos, dispuestos en las partes anterior y posterior, en dos hileras regulares. En total eran ciento cincuenta fajos de billetes, o sea, treinta y siete y medio por hombre. Pero no se los distribuirían con esta exactitud, sino que dos llevarían treinta y siete, y los otros dos, treinta y ocho.
Steever, con los brazos en jarras, parecía un maniquí, mientras Ryder introducía los fajos en los bolsillos de su chaleco. Cuando hubo terminado, Steever se vistió y se dirigió al centro del vagón, donde ocupó el sitio de Welcome. Welcome no paró de expeler ventosidades mientras Ryder llenaba su chaleco; pero éste no le dijo nada y trabajó metódica y rápidamente. Cuando Ryder le llamó desde el otro extremo del vagón, Longman sintió fuertes palpitaciones y recorrió casi jubiloso la distancia que lo separaba de aquél. Pero Ryder empezó a llenar su propio chaleco, y Longman sintió una punzada de resentimiento. A fin de cuentas, ¿de quién había sido la idea? Mas su resquemor se desvaneció al tocar el dinero. Algunos de los paquetes que introducía en las rendijas del chaleco de Ryder valían diez mil dólares, y otros, ¡veinte mil!
—¡Cuánto dinero! —murmuró—. Casi no puedo creerlo.
Ryder guardó silencio y se volvió, para que Longman pudiese alcanzar los bolsillos posteriores del chaleco.
—Ojalá hubiese terminado todo —dijo Longman—. Me refiero a lo que falta.
Ryder levantó el brazo derecho y dijo, con voz glacial:
—Lo que falta será coser y cantar.
—¡Coser y cantar! —exclamó Longman—. Es peligroso. Si algo sale mal...
—Quítate la chaqueta —dijo Ryder.
Cuando Ryder hubo terminado con él, todos volvieron a su sitio. Mientras caminaba por el vagón, Longman sentía el peso del dinero, aunque sabía que no podía representar más de dos kilos o dos kilos y medio. Le divertía observar que algunos de los pasajeros lo miraban con envidia, lamentando tal vez no haber tenido el valor y la inteligencia necesarios para hacer algo parecido. No había nada como el dinero, el dinero contante y sonante, para cambiar el sentido de toda una vida. Sonrió ampliamente debajo de la máscara. Pero cuando Ryder volvió a entrar en la cabina, su gozo se desvaneció. Todavía faltaba la huida, y ésta era la parte más difícil y arriesgada del asunto.
De pronto tuvo el convencimiento de que la cosa acabaría mal.
Ryder habló por el micro:
—Pelham Uno Dos Tres llamando a Prescott, en el Centro de Control.
—Hable. Soy Prescott.
—¿Tiene su lápiz a punto, Prescott?
—Sí. ¿Qué tal el dinero, jefe? ¿Está conforme? ¿La cantidad, el valor y todo lo demás?
—Antes de darle instrucciones, le recuerdo que han de cumplirlas al pie de la letra. Las vidas de los rehenes siguen corriendo peligro. No lo olvide. Responda.
—¡Maldito bastardo!
—Si me ha entendido, diga sólo que sí.
—¡Sí, bastardo!
—Voy a decirle cinco cosas. Anótelas y no haga comentarios. Primero: Cuando termine esta conversación, restablecerán la corriente en todo el sector. ¿Comprendido?
—Sí.
—Segundo: Una vez restablecida la corriente, despejarán la línea local desde aquí hasta la estación de South Ferry. Quiero decir, con esto, que todos los trenes, desde este lugar hasta South Ferry, deberán ser desviados, quedando verdes todas las señales. Verdes, entiéndalo bien. Ninguna señal roja debe detenernos. Repita, por favor.
—Despejar la línea local desde ahí hasta South Ferry. Todas las señales, verdes.
—Si vemos una señal roja, mataremos un rehén.
Cualquier
infracción supondrá la muerte de un rehén. Tercero: Todos los trenes, locales y directos, que se hallen detrás de nosotros, tienen que permanecer parados. Y ninguno debe dirigirse al Norte, entre South Ferry y este lugar. Repita.
—Los trenes que están detrás de ustedes no pueden alcanzarles. Se estrellarían contra el obstáculo de los vagones parados.
—Sin embargo, tienen que permanecer inmóviles. Conteste.
—Está bien. Queda anotado.
—Cuarto: Se pondrá al habla conmigo en cuanto haya quedado despejada la vía hasta South Ferry y todas las señales estén en verde. Repita.
—Llamar cuando haya quedado despejada la vía; todas las señales, en verde.
—Quinto: Deben retirar a todos los policías del túnel. Si no lo hacen, mataremos un rehén. Ningún miembro de la Policía debe hallarse en la estación de South Ferry. En caso contrario, mataremos un rehén.
—Comprendido. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—¿Sobre las instrucciones?
—Sobre usted. ¿Se ha dado cuenta de que está loco?