Pelham 123 (25 page)

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Authors: John Godey

BOOK: Pelham 123
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—Si esto se repite —dijo—, acabaremos
todos
aplastados.

Hablaba a gritos, para hacerse oír en medio del estruendo de las sirenas y los rugidos de los motores.

—¡No lo conseguiremos! —gritó Ricci, a su vez.

—Ni voy a intentarlo siquiera. En la próxima esquina, cuando hayan pasado las motos, giraré a la izquierda y seguiré corriendo, y tú y yo ganaremos un millón de dólares.

Ricci le lanzó una mirada en la que se combinaban la incertidumbre, el miedo y —Wentworth estaba, seguro de ello— la codicia.

—Considéralo un regalo —dijo Wentworth—. Te corresponde medio millón. ¿Sabes las toneladas de pasta que podrás comprar con él? Podrás alimentar a tu maldita familia italiana por el resto de su miserable vida.

—Escucha —dijo Ricci—, mi sentido del humor es tan bueno como el tuyo, pero no me gustan las bromas raciales.

Wentworth hizo un guiño, al pasar como un relámpago frente a otra esquina y otro guardia. La amplia avenida que se abría delante de él era Houston Street.

El comisario del distrito

A las 3:09, la furgoneta que transportaba el dinero del rescate informó de un accidente al cruzar Houston Street. Para no atropellar a un peatón que cruzaba desafiadoramente la calle —tal vez porque consideraba que las aulladoras sirenas infringían sus derechos constitucionales de neoyorquino—, los dos motoristas que abrían la marcha se habían desviado bruscamente y chocado entre sí de lado. Ambos habían caído de sus máquinas. Antes de que acabasen de rodar por el suelo, Ricci llamó por radio. La Central le dijo que hablase con el comisario del distrito. ¿Instrucciones? El comisario del distrito ordenó que se quedasen dos motoristas para ayudar a los agentes lesionados. Todos los demás debían seguir adelante.
¡Seguir adelante!
Tiempo perdido: noventa segundos.

El grupo que rodeaba el puesto de mando en la zona de aparcamiento meneó la cabeza, desesperado. El capitán Midnight golpeaba con el puño el guardabarros de su coche. Estaba llorando.

Un griterío de la multitud, a media manzana de distancia, llamó la atención del comisario del distrito. Los cascos de los guardias de tráfico empezaron a moverse frenéticamente, y el comisario advirtió que los agentes luchaban por contener súbitas oleadas de la muchedumbre. Poniéndose de puntillas, pudo ver al alcalde, descubierto y envuelto en una manta. Sonreía y saludaba con la cabeza, entre los abucheos de la multitud. El jefe de Policía estaba junto a él, y ambos se acercaban al puesto de mando, con la ayuda de media docena de agentes de Tráfico.

El comisario del distrito miró su reloj: las 3:10. Volvió a mirarlo casi inmediatamente. Todavía marcaba las 3:10, pero el segundero corría a gran velocidad. Miró hacia el Sur, hacia la avenida, y consultó de nuevo su reloj.

—No podrán conseguirlo —murmuró.

Una mano le tocó la espalda. Era Murray Lasalle. A su lado, el alcalde sonreía, pero estaba pálido y macilento, y tenía los ojos lacrimosos y medio cerrados. Se apoyaba fatigosamente en el jefe de Policía.

Lasalle dijo:

—El alcalde va a bajar al túnel, con un altavoz, para dirigir un llamamiento personal a los secuestradores.

El comisario del distrito meneó la cabeza.

—No puede hacerlo.

—No le he pedido permiso —dijo Lasalle—. Lo único que queremos es que tome las medidas necesarias.

El comisario del distrito miró al jefe de Policía, cuyo semblante permaneció absolutamente inexpresivo. Interpretó esta actitud como un deseo de lavarse las manos en el asunto, por lo cual sintióse complacido.

—Señor —dijo, dirigiéndose al alcalde—, aprecio su preocupación por este suceso. —Hizo una pausa, sorprendido por la diplomacia de sus propias palabras, y prosiguió—: Pero no puedo permitirlo. No sólo por su propia seguridad, sino también por la de los rehenes.

Vio que el jefe de Policía movía la cabeza, en una mínima señal de aprobación.

También el alcalde asentía con la cabeza, aunque no habría podido decir si con ello daba su conformidad o lo hacía por puro cansancio físico.

Lasalle le echó una breve mirada y se volvió al jefe de Policía:

—Señor, ordene a ese hombre que cumpla la orden.

—No —terció el alcalde, con voz firme—. El comisario tiene razón. Esto no haría más que empeorar las cosas, aparte que podrían pegarme un tiro.

Lasalle dijo, en tono amenazador:

—Le advierto, Sam, que...

—Me vuelvo a casa, Murray —dijo el alcalde, y, metiendo la mano en un bolsillo, sacó un gorro de punto de color escarlata y se lo caló hasta las orejas.

—¡Jesús! —exclamó Lasalle—. ¿Está borracho? —El alcalde se echó a andar. Lasalle salió corriendo detrás de él—. ¡Sam, por el amor de Dios!, ¿cuándo se ha visto a un político con un gorro de dormir delante de cien mil personas?

El jefe de Policía dijo:

—Adelante, Charlie. Voy a despedirlos y volveré en seguida. Usted es quien manda aquí.

El comisario del distrito asintió con la cabeza, recordando que había sido el alcalde, y no el jefe de Policía, quien había parado los pies a Lasalle. Tal vez habría hablado, si no se le hubiese anticipado el alcalde; pero, de todos modos, le habría gustado más que hubiese actuado con mayor rapidez.

Una sirena ululó en la avenida. El comisario del distrito se volvió en redondo, pero la sirena calló de pronto.

Alguien dijo:

—Una alarma contra los ladrones, en un coche aparcado.

El comisario del distrito miró su reloj: las 3:12.

—Ese teniente de Tráfico dio en el clavo —dijo. Y, volviéndose al hombre del
walkie-talkie
—: Comunique con el subinspector jefe. Dígale que informe a los secuestradores de que el dinero acaba de llegar.

XIV
Ryder

Ryder encendió la luz de la cabina y miró su reloj: las 3:12. Dentro de sesenta segundos, mataría a uno de los rehenes.

Tom Berry

Tom Berry sintió que una erupción incontenible de ira surgía de algún volcán profundamente oculto en su interior. Reconoció en ella un impulso macho
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una virilidad atávica, la furia primitiva despertada por la humillación y el correspondiente afán de devolver golpe por golpe, de demostrar su masculinidad.

En un momento de locura, tensó los músculos para saltar lanzando un alarido. Pero no lo hizo. Lo contuvo el atavismo, y se rindió. Temblando, se pasó nerviosamente los dedos por la larga cabellera rubia. El instinto se había pronunciado contra sl suicidio. Nada podía hacer él solo.

«Pero —pensó astutamente— la unión hacía la fuerza.» Los otros pasajeros. Rápidamente, trazó un plan de acción concertada y lo transmitió por telepatía. Advirtió a los otros que esperasen su señal. Todos mantuvieron el rostro inexpresivo, pero le respondieron con ondas mentales. ¿Listos?

Bajó la mano con rápido movimiento y empezó la acción. Ante todo, la maniobra diversiva: la dama borracha cayó de su asiento al pasillo y el viejo fingió un ataque cardíaco. La madre y los dos chicos corrieron en ayuda de la borrachina, la cual sacó una navaja de entre sus numerosas enaguas y la pasó a la madre. La robusta señora negra se levantó y asió las muñecas del viejo, bloqueando con su mole la línea de visión entre los secuestradores de la parte delantera y del centro del vagón. La ramera avanzó, contoneándose hacia el chulo.

En el preciso instante en que lo desarmaba con una brutal llave de judo, la fuerza de choque, al mando del belicoso negro, entró en acción. Separándose en dos grupos, un pelotón de a tres derribó al secuestrador de la parte anterior del vagón y dejó el campo libre al crítico teatral, el cual cayó sobre él y le quitó el resuello. El grueso de la fuerza avanzó por el pasillo contra el robusto secuestrador de la parte posterior del coche. El dedo de éste se cerró se cerró sobre el gatillo de su metralleta, pero antes de que pudiese disparar, la madre de los chicos lanzó la navaja que pasó silbando a lo largo del vagón. Con asombrosa puntería, la hoja acerada clavó la mano del hombrón en la culata de la metralleta. Un momento después, el bandido desapareció bajo media docena dle cuerpos iracundos.

En cuento al propio Berry, esperaba que apareciese el jefe. Cuando éste salió de la cabina, se limitó a ponerle una zancadilla, y el jefe rodó por el suelo, soltando el arma. Él alargó una mano para cogerla, pero el viejo fue más rápido. Levantó la metralleta y apuntó al pecho del jefe.

—No dispare —le dijo Berry, con voz pausada—. Déjelo para mí.

El jefe se levantó y arremetió contra él, blandiendo los puños. Berry midió fríamente la distancia y le largó un derechazo perfecto. El jefe se derrumbó, dio un par de vueltas y permaneció inmóvil. Los pasajeros aclamaron a Berry y lo llevaron en hombros, en un desfile triunfal, por el pasillo del vagón...

Berry respiró profundamente, agotado por la turbulenta acción, y pensó: «La fantasía es buena para la supervivencia. Un hombre es hombre, sin que tenga que enfrentarse con la muerte para demostrarlo.»

Clive Prescott

—Pelham Uno Dos Tres. Hable, Pelham Uno Dos Tres —dijo Prescott, con voz temblorosa por la emoción.

—Pelham Uno Dos Tres a Centro de Control. Le escucho.

La voz del jefe era tranquila y pausada, como siempre.

—El dinero ha llegado —dijo Prescott—. Repito: el dinero ha llegado.

—Sí. Está bien. —Pausa—. Ha llegado en el último segundo.

La simple declaración de un hecho. Sin la menor emoción. Prescott se irritó al recordar el temblor de la voz del subinspector jefe al darle la información y de su propio sentimiento de alivio, que le había dejado tembloroso. Pero el jefe estaba inmunizado contra los sentimientos. Tenía agua helada en vez de sangre. O era un psicópata. Tenía que ser un psicópata.

—Si hubiésemos tardado otro segundo —dijo Prescott—, ¿habría matado a una persona inocente?

—Sí.

—Por un segundo. ¿Tan poco vale una vida?

—Ahora le daré instrucciones para la entrega del dinero. Tienen que seguirlas al pie de la letra. Responda.

—Le escucho.

—Quiero que dos policías vengan por el túnel. Uno de ellos, traerá el saco con el dinero; el otro, una linterna encendida. Repita.

—Dos policías; uno, con el dinero, y el otro. con una linterna. ¿Qué clase de policías? ¿De Tráfico, o del DPNY?

—Lo mismo da. El que lleve la linterna la hará oscilar continuamente a un lado y otro. Cuando lleguen al vagón, se abrirá la puerta posterior. El que lleve el dinero, arrojará el saco sobre la plataforma del vagón. Después, ambos volverán andando a la estación. ¿Entendido?

—Entendido. ¿Es todo?

—Nada más. Pero recuerde que las normas establecidas siguen en pleno vigor. Cualquier acción por parte de la Policía, cualquier movimiento en falso, y mataremos un rehén.

—Sí —dijo Prescott—. Ya me imaginaba esto.

—Tienen diez minutos para entregar el dinero. Si no llega en este plazo...

—Sí —dijo Prescott—, matarán a un rehén. Esto empieza a hacerse monótono. Pero necesitamos más de diez minutos. No pueden caminar tan de prisa por el túnel.

—Diez minutos.

—Denos quince —insistió Prescott—. No es fácil andar entre las vías, y uno de ellos llevará un paquete bastante pesado. Denos quince.

—Diez minutos. Y se acabó la discusión. Cuando tengamos el dinero en nuestro poder, volveré a llamarlo para darle las últimas instrucciones.

—Las últimas instrucciones, ¿sobre qué? ¡Oh! La huida. Jamás conseguirán escapar.

—Compruebe su reloj, teniente. Yo tengo las tres y catorce minutos. Les queda hasta las tres y veinticuatro para hacer la entrega. He terminado.

—He terminado —dijo Prescott—. Has terminado, ¡bastardo!

El agente Wentworth

El agente Wentworth, apretando a fondo el acelerador y siguiendo a la ruidosa escolta motorizada, llegó a Union Square a las 3:15 y 30 segundos, enfiló la cerrada curva limitada al Este por Klein's y al Oeste por el parque de Union Square, y, con el camino despejado, subió por la avenida hasta la Calle Veintiocho en cuarenta segundos. Nada menos que un teniente les indicó una vuelta en U. Él se arrimó al ángulo, rascó el bordillo con el neumático de la rueda trasera izquierda, subió la rampa y se detuvo en seco en el aparcamiento, mientras se alejaba la escolta motorizada.

Wentworth reconoció al comisario del distrito, que avanzaba hacia ellos con un trotecillo oscilante de peso pesado. Torciendo los labios, dijo Wentworth:

—Estamos en buena compañía, Al. Me imagino que, por nuestro buen trabajo, nos ascenderá dos grados en el acto.

El comisario del distrito llegó resoplando, abrió la portezuela de Ficci y gritó:

—¡Arrojad ese maldito saco!

Ricci, desilusionado, empujó el saco, que fue a golpear las rodillas del comisario. Éste lo recogió y lo lanzó a dos policías que esperaban junto a él: un agente de casco azul y un sargento de Tráfico.

—¡De prisa! —gritó el comisario—. Tienen ocho minutos y medio. Déjense de saludos. ¡Lárguense!

El agente se cargó el saco a la espalda y, acompañado del sargento de Tráfico, corrió a la entrada del Metro. El comisario del distrito siguió mirando hasta que el casco azul del agente y el gorro del sargento hubieron desaparecido escalera abajo; se volvió a Wentworth y Ricci.

—No se queden aquí pasmados —dijo—. Ya tenemos demasiados policías. Preséntense a su superior y vuelvan a su trabajo.

Wentworth metió la marcha y sacó el vehículo del puesto de mando.

—El inspector cortés —dijo a Ricci—. Desde luego, tiene una manera muy calurosa de dar las gracias.

—Y nos iba a ascender dos grados —dijo Ricci—. Es raro que no nos haya rebajado a la categoría de aspirantes.

Wentworth se dirigió hacia el Sur y entró en Park Avenue South.

—Ahora querrías que hubiese hecho lo que dije y nos hubiésemos largado con el dinero, ¿no?

—¡Ojalá! —exclamó Ricci, tristemente, cogiendo el micrófono.

—Nos hemos jugado el tipo y ni siquiera nos han dicho gracias o bien hecho. Bueno, no habríamos podido largarnos con el dinero; pero, ¿se habría enterado alguien si nos hubiésemos quedado con un par de miles?

—Los secuestradores habrían denunciado la falta —respondió Ricci—, y nos habríamos visto en un lío.

Ricci habló con su superior. Wentworth esperó a que hubiese terminado.

—Siento no haberme quedado con unos cuantos fajos, lo digo sinceramente. Pero los secuestradores habrían pregonado la supuesta corrupción de la Policía, y, ¿crees que alguien habría aceptado nuestra palabra contra la de esos bandidos? ¡Nadie! Así confían en los Mejores de Nueva York. Quisiera ser un criminal; tal vez, entonces, me tendría alguien un poco de respeto.

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