Pellucidar (11 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Pellucidar
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—Pero no podemos hacer nada —urgió—. Hooja es poderoso. Tiene miles de guerreros. Sólo tiene que llamar a sus aliados mahars para recibir una incontable horda de sagoths que le ayudarán contra sus enemigos humanos. Debemos esperar hasta que puedas reunir una horda igual en los reinos de tu imperio. Entonces podremos marchar contra Hooja con alguna garantía de éxito. Pero antes tendréis que atraerle a tierra firme, ¿por qué quién de entre vosotros sabe como construir las extrañas cosas que llevan a Hooja y a su banda a lo largo y ancho del mar? Nosotros no somos un pueblo isleño. No nos movemos en el mar. No sabemos nada de tales cosas.

Tan sólo pude persuadirle de que me indicara el camino. Le enseñé mi mapa que ahora incluía una gran área de territorio, extendiéndose desde Anoroc en el este hasta Sari en el oeste, y desde el río al sur de las Montañas de las Nubes a Amoz en el norte. Tan pronto como se lo expliqué, él dibujó una línea con su dedo, mostrándome una costa de mar desde el este al sur de Sari, y un gran círculo que dijo señalaba la extensión de la Tierra de la Horrible Sombra en la que se encontraba Thuria.

La sombra se extendía al sudeste de la costa, saliendo al mar hasta medio camino de una gran isla, en la que dijo que se asentaba el gobierno del traidor Hooja. La isla se encontraba ya a la luz del sol de mediodía de Pellucidar. Al noroeste de la costa y abrazando parte de Thuria, estaban las Llanuras del Lidi, en cuyo margen noroeste se encontraba la ciudad mahar que tomaba los tributos de los thurios.

De ese modo, aquella infeliz gente se veía entre dos fuegos, con Hooja en un lado y los mahars en el otro. No hacía falta preguntarse por qué enviaban una súplica de socorro.

Aunque Ghak y Kolk intentaron disuadirme, estaba determinado a partir enseguida, sin demorarme más que para hacer una copia de mi mapa que le sería entregada a Perry, que así podría añadir al suyo todo lo que yo había añadido al mío desde que nos separamos. También dejé una carta para él, en la que entre otras cosas le avanzaba la teoría de que el Sojar Az, o Gran Mar, que Kolk mencionaba extendiéndose hacia el este desde Thuria, podía ser el mismo poderoso océano que virando desde el extremo sudoeste del continente, discurría hacia el nordeste a lo largo de la costa que atravesaba Phutra y mezclaba sus aguas en un enorme golfo en el que se encontraban Sari, Amoz y Greenwich.

Ante esta posibilidad, le urgía a acelerar en la construcción de una flota de pequeños veleros, que podíamos utilizar si yo encontrara imposible atraer a la horda de Hooja a tierra firme.

Le expliqué a Ghak lo que había escrito y le sugerí que tan pronto como fuera posible celebrase nuevos tratados con los diversos reinos del imperio, organizase un ejército y marchase hacia Thuria; esto para prevenir la posibilidad de mi dilación por una causa u otra.

Kolk me dio un símbolo para su padre, un lidi, una bestia de carga, toscamente tallada en un trozo de hueso, y bajo el lidi un hombre y una flor; todo hecho muy rudamente quizás, pero no por ello menos efectivo, como bien sabía por mis largos años entre los primitivos hombres de Pellucidar.

El lidi es la bestia tribal de los thurios; el hombre y la flor combinados en la forma que aparecían, constituían no sólo un mensaje de que el portador venía en son de paz, sino que también era la firma de Kolk.

Y así, armado con estas credenciales y mi pequeño arsenal, partí solo en mi búsqueda de la muchacha más querida en este mundo o en el vuestro. Kolk me dio instrucciones precisas, aunque con mi mapa no creía que pudiera equivocarme. En realidad, el mapa no me era tan indispensable, ya que el principal punto de referencia de la primera parte de mi viaje, el gigantesco pico de una montaña, era claramente visible desde Sari, a unos buenos cientos de millas de distancia.

En la base meridional de esa montaña surgía un río que corría en dirección oeste, para finalmente volverse al sur y desembocar en el Sojar Az a unas cuarenta millas al nordeste de Thuria. Todo lo que tenía que hacer era seguir ese río hasta el mar y luego continuar a lo largo de la costa hacia Thuria.

Doscientas cuarenta millas de feroces montañas y primitivas junglas, de llanuras vírgenes, de ríos sin nombre, de mortales pantanos y de salvajes bosques se extendían ante mí, y sin embargo nunca antes había estado más ávido de aventuras que ahora, porque nunca tanto había dependido de la premura y de la suerte.

No sé cuanto tiempo requirió aquel viaje, y sólo aprecié a medias la variedad de maravillas que cada nueva marcha desplegaba ante mis ojos, porque mi mente y mi corazón estaban ocupados por una sola imagen: la de una muchacha perfecta cuyos grandes ojos oscuros miraban fieramente desde un marco de pelo negro y brillante.

No fue hasta que hube atravesado el alto pico y encontrado el río, cuando mis ojos se fijaron por primera vez en el mundo colgante, el diminuto satélite que pendía a baja altura sobre la superficie de Pellucidar arrojando su perpetua sombra siempre sobre el mismo lugar, la zona conocida como la Tierra de la Horrible Sombra en la que habitaba la tribu de Thuria.

Desde la distancia y sobre la elevación de las tierras altas en las que me encontraba, el sol de mediodía de Pellucidar se veía la mitad resplandeciente y la otra mitad envuelta en sombras, mientras que bajo él era claramente visible una mancha circular y oscura sobre la superficie de Pellucidar en la que jamás había brillado el sol. Desde donde me encontraba, aquella luna parecía colgar tan cerca del suelo que casi la tocaba; pero más tarde descubrí que flotaba a una milla de la superficie, lo que ciertamente parece bastante cerca para una luna.

Siguiendo el río corriente abajo, pronto perdí de vista al diminuto planeta mientras entraba en el laberinto de un elevado bosque. No lo volví a ver durante algún tiempo, al cabo de unas cuantas marchas. A pesar de todo, cuando el río me llevó al mar, o mejor dicho, justo antes de alcanzar el mar, de repente el cielo se oscureció y el tamaño y frondosidad de la vegetación disminuyó como por arte de magia, como si una mano omnipotente hubiera trazado una línea sobre la tierra y dijese:

 "A este lado crecerán los árboles y los arbustos, las hierbas y las flores, abarrotados por la profusión de colores, gigantescos tamaños y aturdidora abundancia, y a este otro lado serán pequeños, pálidos y escasos."

Instantáneamente miré hacia arriba, ya que las nubes son muy raras en los cielos de Pellucidar —de hecho son prácticamente desconocidas salvo en las cimas de las más grandes cordilleras montañosas— para intentar descubrir la causa por la que el sol se había oscurecido. No pasó mucho tiempo antes de que comprendiera la causa de la sombra.

Por encima de mí pendía el otro mundo. Podía divisar sus valles y montañas, sus océanos, lagos y ríos, sus amplias llanuras cubiertas de hierba y sus densos bosques. Pero era tan grande la distancia y tan intensa la sombra de su parte inferior, que no pude distinguir ningún movimiento de vida animal.

Al instante se despertó en mí una gran curiosidad. Las preguntas que la visión de aquel planeta, tan exasperantemente cercano, hacía surgir en mi mente eran numerosas e imposibles de contestar.

¿Estaría habitado? Si lo estaba, ¿cómo eran y qué forma tenían sus criaturas? ¿Era su gente tan relativamente diminuta como su propio mundo, o eran tan desproporcionadamente monstruosos como la menor fuerza de gravedad en la superficie de su globo se lo podría permitir a sus habitantes?

Mientras lo observaba, vi un eje a su alrededor que corría en paralelo a la superficie de Pellucidar, de modo que durante cada rotación, toda su superficie quedaba expuesta por un lado al mundo situado bajo él, y por el otro era bañada en el calor del gran sol situado encima. Aquel pequeño mundo tenía aquello de lo que carecía Pellucidar, un día y una noche, y el más grande de todos los regalos para un nacido en el mundo exterior, el tiempo.

Aquí veía una posibilidad de dotar a Pellucidar del tiempo, usando aquel enorme reloj, girando eternamente en los cielos, para registrar el paso de las horas en la tierra inferior. Aquí podría ser emplazado un observatorio desde el que pudiera ser enviada por radio a cada rincón del imperio la hora correcta al menos una vez al día. Que ese tiempo podía fácilmente ser medido no me ofrecía ninguna duda, ya que eran tan claros los puntos de referencia en la superficie inferior del satélite que sólo sería necesario erigir un sencillo instrumento, y anotar el momento de paso de un determinado punto de referencia a través del instrumento.

Pero ahora no era momento de soñar; debía dedicar mi mente al motivo de mi viaje, así que me adentré bajo la gran sombra. Mientras avanzaba no podía dejar de notar la cambiante naturaleza de la vegetación y la palidez de sus colores.

El río me llevó a una corta distancia en el interior de la sombra antes de desembocar en el Sojar Az. Entonces continué a lo largo de la costa en dirección sudoeste hacia el pueblo de Thuria, donde esperaba encontrar a Goork y entregarle mis credenciales.

No había avanzado una gran distancia desde la boca del río, cuando divisé a cierta distancia en el mar una gran isla. Asumí que debía ser la fortaleza de Hooja, y que sin duda allí se encontraba ahora Dian.

El camino se hizo más difícil, ya que poco después de dejar el río me encontré elevados riscos, partidos por numerosos, largos y estrechos fiordos, cada uno de los cuales me obligaba a dar un considerable rodeo. En línea recta habría unas veinte millas desde la boca del río a Thuria, pero antes de que hubiera cubierto la mitad ya estaba fatigado. En el rocoso suelo de los elevados riscos no crecía ninguna planta o fruta que me fuera familiar, y habría enfermado por la falta de comida de no aparecer una liebre corriendo casi bajo mi nariz.

Cogí el arco y las flechas para conservar mis municiones, pero el pequeño animal fue tan rápido que no tuve tiempo de extraer y ajustar una flecha. De hecho mi comida estaba a cien yardas de distancia cuando desenfundé mi revólver de seis tiros y disparé. Fue un bonito disparo que, unido a un buen banquete, me hizo quedar bastante satisfecho conmigo mismo.

Después de comer me tendí a dormir. Cuando desperté se borró la sonrisa de mi cara, ya que apenas había abierto los ojos cuando fui consciente de la presencia, a unas cien yardas escasas de donde me hallaba, de una manada de casi veinte enormes perros lobo, las bestias a las que Perry insistía en llamar hienodontes; casi simultáneamente descubrí que mientras dormía me habían robado mis revólveres, el rifle, las flechas y el cuchillo.

Y la manada de perros lobo se preparaba para abalanzarse sobre mí.

Capítulo VII
De apuro en apuro

N
unca he sido un buen corredor; odio correr. Pero si alguna vez un velocista hizo añicos todas las marcas del mundo, fue el día en que volé ante aquellas monstruosas bestias en dirección al Sojar Az por el angosto paso del rocoso risco situado entre dos estrechos fiordos. Justo mientras alcanzaba el borde del risco, el primero de los brutos estaba sobre mí. Saltó y cerró las macizas mandíbulas sobre mi hombro.

El impulso de su cuerpo en el aire, añadido al mío, nos lanzó a los dos por encima del risco. Era una caída espantosa. El risco estaba en un ángulo casi perpendicular. A sus pies el mar rompía contra un sólido muro de roca.

Golpeamos el risco en nuestro descenso y luego nos zambullimos en el salado mar. Al impactar con el agua, el hienodonte soltó su presa de mi hombro.

Cuando subí a la superficie escupiendo el agua que había tragado, busqué a mi alrededor algún asidero donde pudiera agarrarme durante un momento para descansar y recuperarme. Pero el risco no ofrecía nada similar, así que nadé hacia la boca del fiordo.

En su extremo más alejado pude ver que la erosión de la parte superior había arrastrado los suficientes cascotes como para formar una estrecha franja de playa. Nadé hacia allí con todas mis fuerzas. Ni una sola vez miré a mis espaldas, ya que cualquier movimiento innecesario al nadar disminuía mi velocidad y mi resistencia. Hasta que no me hube arrastrado sano y salvo por la playa, no volví los ojos hacia el mar en busca del hienodonte. Estaba nadando lenta y, al parecer, dolorosamente hacia la playa en que me encontraba.

Le observé durante un buen rato, preguntándome por qué un animal tan parecido a un perro no era un mejor nadador. Mientras se acercaba me di cuenta de que se estaba debilitando rápidamente. Había cogido un puñado de piedras para estar preparado para su ataque cuando llegase a tierra, pero al momento las dejé caer de mis manos. Era evidente que el bruto no sabía nadar o que quizás estuviese severamente herido, porque ahora prácticamente ya no hacía ningún progreso. Lo cierto es que apenas conseguía con bastante dificultad su nariz por encima del agua.

No estaría a más de cincuenta yardas de la costa cuando se hundió. Miré al lugar donde había desaparecido, y al momento siguiente vi aparecer su cabeza. La mirada de penoso sufrimiento que había en sus ojos tocó alguna fibra sensible en mi corazón, porque a mí me gustan los perros. Olvidé que era una fiera y un primitivo ser medio lobo, un devorador de hombres, un azote, un horror. Sólo vi sus ojos tristes que me miraban como los de Rajá, un collie que se me había muerto en el mundo exterior.

No me paré a sopesar ni a considerar nada. En otras palabras, no me lo pensé dos veces, lo que creo que debe ser la manera en que los hombres hacen las cosas, frente a aquellos que lo piensan mucho y luego no hacen nada. Así que me lancé al agua y nadé hacia la bestia que se hundía. Al principio me enseñó los dientes mientras me acercaba, pero justo antes de alcanzarla, se hundió por segunda vez y me sumergí tras ella.

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